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El enano se puso en pie.

—Bueno, ya está bien de dormir, me ocuparé del turno de guardia.

—Te acompañaré —dijo Sturm poniéndose en pie y abrochándose el talabarte.

—Supongo que nunca llegaremos a saber cómo o por qué llegamos a soñar todos lo mismo...

—Supongo que no.

El enano salió fuera de la tienda. Sturm ya se disponía a seguirle cuando se detuvo, al ver relucir algo en el suelo. Pensando que tal vez fuera un pedazo de mecha de la vela de Laurana, se inclinó para retirarlo, pero en lugar de ello encontró la joya que Alhana le había dado y que, resbalando de su cinturón, se había caído al suelo. Recogiéndola, advirtió que refulgía con luz propia, algo que no había notado antes.

—Supongo que no —repitió Sturm pensativo, dando vueltas y más vueltas a la joya en sus manos.

Finalmente, tras largos y terroríficos meses de oscuridad, el sol ascendió en Silvanesti. Pero sólo una persona lo vio. Lorac, desde una de las ventanas de sus aposentos, contempló al sol elevarse entre los relucientes álamos. Los otros, exhaustos, dormían ruidosamente.

Alhana no se había movido del lado de su padre en toda la noche, aunque al final el cansancio había podido con ella y se había quedado dormida sentada en una silla. Lorac vio la pálida luz del sol iluminar el rostro de la muchacha. La larga cabellera negra caía sobre su rostro como negras vetas sobre mármol blanco. Su piel estaba arañada por los espinos, salpicada de costras y de sangre seca. El elfo vio belleza en ella, aunque una belleza desfigurada por la arrogancia. La muchacha era un claro ejemplo de su raza. Volviéndose de nuevo hacia la ventana, miró hacia el exterior, hacia Silvanesti, pero la imagen no lo reconfortó. La verde y perniciosa neblina se cernía aún sobre su tierra, como si el propio suelo estuviera podrido.

—Es culpa mía —se dijo a sí mismo, posando los ojos sobre los árboles retorcidos y torturados, sobre las deformadas y lastimosas bestias que rondaban las tierras intentando encontrar fin a su tormento.

Hacía más o menos cuatrocientos años que Lorac habitaba en aquella tierra. La había visto formarse y florecer con su propio trabajo y el de los suyos.

También había vivido momentos difíciles. Lorac era uno de los pocos seres vivientes de Krynn que recordaba el Cataclismo. A los elfos de Silvanesti les había resultado más fácil sobrevivir que a otros —al estar apartados de las otras razas —. Ellos sabían por qué los antiguos dioses habían abandonado Krynn —veían el mal reinante en la humanidad a pesar de que no conseguían explicarse por qué habían desaparecido también los clérigos elfos.

Por supuesto los elfos de Silvanesti supieron, a través de los vientos, de los pájaros y de otros misteriosos procedimientos, del sufrimiento de sus primos, los elfos de Qualinesti, tras el Cataclismo. Y, a pesar de quedar consternados al conocer los rumores de pillaje y asesinatos, los de Silvanesti se preguntaron qué podía esperarse de aquellos que se mezclan con los humanos. Se retiraron a sus bosques, renunciando al mundo exterior e importándoles muy poco que éste los repudiara.

Por eso a Lorac le había resultado imposible comprender que esa nueva ola maligna, proveniente del norte, amenazara sus tierras. ¿Por qué los acechaba? Tuvo un encuentro con los Señores de los Dragones para explicarles que ellos, los Silvanesti, no les ocasionarían problemas. Los elfos creían que todo el mundo tenía derecho a vivir en Krynn, cada uno a su manera, fuera buena o mala. Habló él, ellos escucharon y, al principio, todo parecía ir bien. Pero llegó el día en que Lorac comprendió que había sido traicionado, el día en que los dragones plagaron los cielos.

No obstante el desastroso acontecimiento no cogió desprevenidos a los elfos. Lorac era demasiado viejo para ello. Había dispuesto barcos para poner a su gente a salvo. El rey elfo ordenó que partiesen al mando de su hija y, cuando se quedó solo, descendió a los subterráneos de la torre de las Estrellas, donde había ocultado el Orbe de los Dragones.

Sólo su hija y los ya desaparecidos elfos clérigos conocían su existencia. El resto del mundo creía que había sido destruido durante el Cataclismo. Lorac se sentó junto a la gran esfera, contemplándola durante varios días. Recordó las advertencias de los Grandes Magos, trayendo a su mente todo lo que pudo evocar sobre el Orbe. Finalmente, a pesar de ser plenamente consciente de que no tenía ni idea de cómo manipularlo, Lorac decidió utilizarlo para intentar salvar a su tierra.

Lo recordaba vivamente. Recordaba haberlo visto arder con una rielante y fascinadora luz verde que se intensificaba cuando él la miraba. Y recordaba también haber sabido, casi desde el momento en que posó sus dedos sobre la esfera, que acababa de cometer un terrible error. No tenía ni la fuerza ni el dominio suficiente para controlar aquella magia. Pero era demasiado tarde. El Orbe ya lo había capturado y lo tenía hechizado, y lo más terrible de su pesadilla era que constantemente se le insistía en que estaba soñando pero, no obstante, era incapaz de liberarse.

Y ahora la pesadilla se había convertido en viva realidad. Lorac inclinó la cabeza, notando en su boca el sabor amargo de las lágrimas. Entonces sintió que unas manos se posaban sobre sus hombros.

—Padre, no soporto verte llorar. Aléjate de la ventana. Tiéndete en la cama. Dentro de un tiempo los bosques volverán a ser bellos. Tú ayudarás a reformarlos... ¡Tú!.

Pero Alhana no pudo mirar por la ventana sin estremecerse. Lorac notó cómo temblaba y le sonrió con tristeza.

—¿Regresará nuestra gente, Alhana? —preguntó con la mirada perdida en aquella espesura cetrina. Aquel verde no era un verde vivo y brillante, sino el tono verdoso de la muerte y la decadencia.

—Por supuesto —respondió Alhana rápidamente.

Lorac le dio unas palmaditas en la mano.

—¿Una mentira, hija mía? ¿Desde cuándo los elfos nos mentimos los unos a los otros?

—Creo que tal vez nos hayamos mentido siempre —murmuró Alhana recordando lo que había aprendido de las enseñanzas de Goldmoon—. Los antiguos dioses no abandonaron Krynn, padre. Un clérigo de la Sanadora, Mishakal, viajó con nosotros y nos contó lo que había aprendido. Yo... yo no quería creerlo porque estaba celosa. Después de todo, se trataba de una humana, ¿por qué razón iban a dar los dioses esperanzas a los humanos? Pero ahora sé que los dioses son sabios y se dirigieron a los humanos porque nosotros, los elfos, no los hubiéramos aceptado. Viviendo en este desolado lugar aprenderemos —como tú y yo hemos aprendido—, que no podemos vivir durante más tiempo en este mundo apartados de las demás razas. Los elfos trabajaremos para reconstruir, no sólo esta tierra, sino todas las tierras asoladas por el mal.

Lorac la escuchó. Sus ojos pasaron del torturado paisaje al rostro de su hija, pálido y radiante como Solinari; y alargó la mano para acariciarla.

—¿Traerás de vuelta a nuestra gente?

—Sí, padre. Volveremos y trabajaremos. Rogaremos el perdón de los dioses. Nos mezclaremos entre las gentes de Krynn y... —Alhana, de pronto, se dio cuenta de que su padre ya no podía oírla, y su rostro se llenó de lágrimas. El rey elfo tenía la mirada nublada y estaba cada vez más hundido en la silla.

—Me entrego a nuestras tierras, en las que te pido quemes mi cuerpo, hija. Ya que mi vida ha traído esta maldición sobre ellas, tal vez con mi muerte lleguen a ser bendecidas.

La mano de Lorac dejó de acariciar a su hija y resbaló lentamente. Sus ojos sin vida continuaron contemplando las atormentadas tierras de Silvanesti, pero la expresión de horror de su rostro desapareció, dando paso a otra, plena de paz.

Y Alhana no pudo llorar.

Ésa noche, los compañeros se prepararon para dejar Silvanesti. Pensaban viajar en dirección al norte siempre bajola protección de la oscuridad, pues ya entonces sabían que las tierras que debían atravesar estaban bajo el dominio de los ejércitos de los Dragones. No llevaban ningún mapa, para guiarse. Tras la experiencia de Tarsis temían confiar en ellos y, además, los únicos que podían encontrarse en Silvanesti se remontaban a miles de años atrás. Los compañeros iban a dirigirse hacia el norte a ciegas, con la esperanza de encontrar alguna ciudad portuaria donde pudieran embarcar hacia Sancrist.