También decidieron ir poco cargados para poder avanzar más rápidamente. Por otra parte, no había gran cosa que llevarse, puesto que los elfos al marchar se habían llevado toda la comida y provisiones.
El mago quiso tomar posesión del Orbe de los Dragones —tarea que nadie le disputó—. Tanis, al principio, se esforzó para encontrar la forma de transportar aquella inmensa esfera de cristal —tenía casi dos pies de diámetro y era extraordinariamente pesada. Pero, la noche anterior a su partida, Alhana se presentó ante Raistlin con un pequeño saco en las manos.
—Mi padre transportó el Orbe en este saco. Siempre lo encontré extraño, considerando su tamaño, pero él dijo que le había sido entregado en la torre de la Alta Hechicería. Tal vez pueda serte útil.
El mago alargó su delgada mano y lo agarró con ansia.
—Jistrah tagopar Ast moitparann Kini —murmuró, contemplando satisfecho cómo la indescriptible bolsa comenzaba a relucir con una tenue luz rosa—. Sí, está hechizado. Caramon, ve y tráeme el Orbe.
Caramon lo miró horrorizado.
—¡Ni a cambio del mayor tesoro del mundo! —exclamó con un gruñido.
—¡Bah, no seas estúpido, Caramon! El Orbe no puede dañar a aquellos que no intentan manejarlo. ¡Créeme, querido hermano, tú no tienes poder ni para controlar una cucaracha!
—Pero puede atraparme.
—No, porque busca sólo a aquellos que... —Raistlin se interrumpió bruscamente.
—¿Sí? —dijo Tanis en voz baja—. Continúa. ¿A quiénes busca?
—A aquellos que son inteligentes —profirió Raistlin furioso—. Por tanto creo que los miembros de este grupo están totalmente a salvo. Tráeme el Orbe, Caramon, ¿o tal vez prefieras llevarlo tú mismo? ¿O tú, Semielfo? ¿O quizás tú, clérigo de Mishakal?
Caramon miró a Tanis con expresión de incomodidad, y el semielfo se dio cuenta de que el guerrero estaba buscando su aprobación. Aquello resultaba muy extraño en el gemelo, quien siempre había hecho lo que Raistlin mandaba sin dudarlo un segundo. Tanis vio que él no era el único en notar la silenciosa súplica de Caramon. Los ojos de Raistlin relampagueaban con furia.
En esta ocasión Tanis sintió más desconfianza del mago que nunca, desconfianza de aquel extraño y creciente poder de Raistlin. «Es ilógico. Es sólo una reacción a la pesadilla, nada más», se decía a sí mismo. Pero aquello no solucionó nada el problema. ¿Qué debían hacer con aquel objeto? De hecho, comprendió apesadumbrado, que las opciones eran pocas.
—Raistlin es el único con los conocimientos, la destreza y... —será mejor que lo afrontemos, las agallas para manejar esa esfera —dijo Tanis de mala gana—. Mi opinión es que él debería llevarlo, a menos que uno de vosotros quiera asumir la responsabilidad.
Ninguno de ellos habló, aunque Riverwind sacudió la cabeza, frunciendo el ceño. Tanis sabía que tanto el bárbaro como Raistlin, si tuvieran que decidir, dejarían el Orbe en Silvanesti.
—Adelante, Caramon —dijo Tanis —. Eres el único con fuerza suficiente para levantarlo.
Caramon, se dirigió a regañadientes hacia la peana de oro donde estaba el Orbe. Cuando extendió los brazos para tocarlo, las manos le temblaron, pero al posarlas sobre la gran esfera no ocurrió nada. Suspirando aliviado, Caramon lo levantó, refunfuñando por el peso, y se lo llevó a su hermano, quien sostuvo el saco abierto.
—Déjalo caer en el saco —ordenó Raistlin.
—¿Qué? —Caramon contempló la pequeña bolsa que sostenían las frágiles manos de mago—. ¡No puedo, Raistlin! ¡No va a caber! ¡Se romperá en pedazos!
El inmenso guerrero guardó silencio mientras los ojos del mago relampagueaban dorados en la agonizante luz del día.
—¡No, Caramon, espera! —Tanis se abalanzó hacia adelante, pero esta vez el guerrero hizo lo que Raistlin ordenaba. Lentamente, con la mirada fija en los relucientes ojos de su hermano, Caramon dejó caer el Orbe de los Dragones.
Y... ¡el Orbe desapareció!
—Pero, cómo...? ¿Dónde...? —Tanis miró a Raistlin con suspicacia.
—Dentro del saco —replicó el mago con calma, mostrando la pequeña bolsa—. Si no confías en mí compruébalo tú mismo.
Tanis asomó la cabeza. En efecto, estaba en el interior, y era el auténtico. Ahora no tenía ninguna duda, pues podía ver la arremolinada calina verde que lo rodeaba, como si una débil vida se agitase en su interior. «Debe haber menguado», pensó extrañado, pero el Orbe parecía tener el mismo tamaño que antes, produciéndole a Tanis la curiosa impresión de que en todo caso era él el que había crecido.
Tanis retrocedió temblando. Raistlin le dio un rápido tirón a la cuerda que había en el extremo superior del saco, cerrándolo de golpe. Luego, mirando al resto de los compañeros con desconfianza, deslizó la bolsa en el interior de su túnica, ocultándola en uno de sus numerosos bolsillos secretos. Cuando se disponía a salir de la estancia, Tanis lo detuvo.
—Ya nada volverá a ser igual entre nosotros, ¿verdad? —preguntó el semielfo en voz baja.
Raistlin lo contempló durante unos segundos, y Tanis pudo entrever un breve destello de pesar en los ojos del mago, un deseo de amistad, confianza, de retorno a los días de juventud.
—No —susurró Raistlin—. Pero éste fue el precio que tuve que pagar...
—¿Precio? ¿A quién? ¿Por qué motivo...?
—No hagas preguntas, Semielfo —el mago comenzó a toser violentamente. Caramon lo rodeó con el brazo y Raistlin se apoyó en él con debilidad. Cuando se recuperó del ataque, alzó sus dorados ojos—. No puedo darte una respuesta Tanis, porque ni yo mismo la sé.
Inclinando la cabeza, el mago dejó que Caramon lo acompañara a un lugar donde pudiera descansar antes de emprender el viaje.
—Desearía que lo reconsideraras y nos dejaras asistir a los ritos funerarios en memoria de tu padre —le dijo Tanis a Alhana cuando se despedían en la puerta de la torre de las Estrellas—. Un día no representaría mucha diferencia para nosotros...
—Sí, permítenos quedarnos —suplicó encarecidamente Goldmoon—. Puedo ayudarte a preparar la ceremonia, ya que las costumbres funerarias de mi pueblo son similares a las vuestras, si Tanis me las ha explicado correctamente. Yo era sacerdotisa de mi tribu, y presidía el amortajamiento del cuerpo del difunto con las telas que podían conservarlo...
—No, amigos míos —dijo Alhana con firmeza—. Mi padre deseaba que fuera yo sola quien lo hiciera.
Aquello no era del todo verdad, pero Alhana sabía que quedarían muy extrañados al ver cómo el cadáver de su padre era confiado a la tierra —costumbre practicada únicamente entre los goblins y otras criaturas malignas. La idea le aterraba. Involuntariamente, su mirada se desvió hacia el torturado árbol que debía señalar la tumba de Lorac, presidiéndola como una terrible ave de presa. Rápidamente apartó la mirada.
—Hace ya tiempo que su tumba está preparada, y tengo alguna experiencia en estas cosas... No os preocupéis por mí, por favor.
Tanis vio la angustia reflejada en su rostro, pero no pudo negarse a respetar su demanda.
—Lo comprendemos —dijo Goldmoon. Un segundo después, con un impulso instintivo, la mujer bárbara de Que-shu rodeó con sus brazos a la princesa elfa y la apretó contra ella como si se tratara de un chiquillo asustado. Alhana, al principio, estaba rígida, pero luego se abandonó al compasivo abrazo de Goldmoon.
—Que la paz esté contigo —le susurró Goldmoon, retirando cariñosamente las hebras de cabello oscuro que caían sobre el rostro de la muchacha elfa.
—¿Qué harás después de enterrar a tu padre? —preguntó Tanis cuando Alhana y él se quedaron solos en los escalones de entrada de la torre.