En ese momento oyó un ruido a poca distancia, un crujir de tablas de madera, como si alguien estuviese acercándose furtivamente. Haciendo un esfuerzo, Flint se las arregló para volver la cabeza.
—¿Quién va? —graznó.
—Tasslehoff —susurró una voz solícita. Flint suspiró, extendiendo una nudosa mano. La mano de Tas se cerró sobre la suya.
—Amigo mío, me alegro de que hayas llegado a tiempo de despedirte —dijo el enano con debilidad—. Me estoy muriendo, muchacho. Voy camino de Reorx...
—¿Cómo? —preguntó Tas acercándose más.
—Reorx —repitió el enano irritado—. Voy a los brazos de Reorx.
—No, no nos dirigimos ahí. Vamos en dirección a Sancrist. A menos que te refieras a una posada. Se lo preguntaré a Sturm. «Los Brazos de Reorx». Hummm...
—¡Reorx, el dios de los Enanos, estúpido!
—¡Ah! —dijo Tas un segundo después — Ese Reorx.
—Escucha, muchacho—dijo Flint más sosegadamente—. Quiero que te quedes con mi casco, el que me diste en Xak Tsaroth, el de la melena de grifo.
—¿De verdad? Es muy amable de tu parte, Flint, pero ¿qué casco vas a utilizar tú?
—Donde yo voy no me va a hacer falta ningún casco.
—En Sancrist tal vez lo necesites. Derek cree que los Señores de los Dragones están tramando lanzar una ofensiva a gran escala, y en ese caso el casco puede serte de gran utilidad...
—¡No estoy hablando de Sancrist! —profirió Flint, haciendo un esfuerzo por incorporarse—. ¡No voy necesitar un casco porque estoy muriéndome!
—Yo una vez casi me muero —dijo Tas en tono grave. Tras colocar un humeante plato sobre la mesa, se instaló confortablemente en una silla para relatar su historia—. Fue en Tarsis, cuando un dragón derribó un edificio sobre mí. Elistan dijo que había estado a punto de fallecer. En realidad sus palabras no fueron exactamente éstas, pero dijo que sólo gracias a la inter...interces... oh, bueno, interalgo de los dioses, hoy estoy vivo.
Flint profirió un sonoro bufido y se dejó caer de nuevo sobre la litera.
—¿Es demasiado pedir que se me permita morir en paz en vez de estar rodeado de molestos kenders? —dijo dirigiéndose a la lámpara que se balanceaba sobre su cabeza.
—Oh, vamos... No estás tan mal, ¿sabes? Tan sólo estás mareado.
—Estoy muriéndome —dijo el enano obcecadamente—. He sido atacado por un peligroso virus y sé que estoy muriéndome. ¡Y la culpa pesará sobre vuestras cabezas! Vosotros me arrastrasteis a este maldito bote...
—Barco —interrumpió Tas.
—¡Bote! —repitió Flint furioso—. Me arrastrasteis a este maldito bote, y luego me abandonasteis moribundo en una habitación infestada de ratas...
—Te podíamos haber dejado en el Muro de Hielo, ¿sabes? con los hombres —morsa y...–Tasslehoff se detuvo.
Flint intentó incorporarse de nuevo, pero esta vez con un brillo de furia en la mirada. El kender se puso en pie y comenzó a caminar en dirección a la puerta.
—Bueno, creo que será mejor que me vaya. Sólo bajé para ver ...para ver si querías comer algo. El cocinero del barco ha hecho algo que él llama sopa de guisantes verdes...
Laurana, acurrucada en la parte anterior de la cubierta para evitar ser derribada por el viento, oyó un potente gruñido seguido de un ruido de cacharros rotos y se puso en pie alarmada. Le lanzó una mirada a Sturm, que se hallaba a su lado. El caballero sonrió.
—Flint —dijo.
—Sí —comentó Laurana preocupada—. Tal vez debería... Pero se vio interrumpida por la aparición de Tasslehoff, que iba cubierto de sopa de guisantes de la cabeza a los pies.
—Creo que Flint se siente mejor —dijo Tas solemnemente—. ¡Pero aún no lo suficiente para comer algo!
Los compañeros habían viajado al Muro de Hielo ya que, según Tasslehoff, en el castillo de este lugar se conservaba uno de los Orbes de los Dragones. En efecto, lo habían encontrado y habían vencido a su maligno guardián, Feal-thas, uno de los poderosos Señores de los Dragones. Tras escapar de la destrucción del castillo con la ayuda de los bárbaros de Hielo, ahora se encontraban en un barco rumbo a Sancrist.
El trayecto desde el Muro de Hielo había sido rápido. El pequeño barco surcaba velozmente las aguas marinas en dirección norte, ayudado por las corrientes y por los potentes vientos reinantes.
Aunque el valioso Orbe se hallaba a buen recaudo en una de las cabinas bajo cubierta, los horrores experimentados en el Muro de Hielo aún atormentaban sus sueños nocturnos.
Pero esas pesadillas no eran nada comparadas con el extraño y vívido sueño que habían tenido hacía ya más de un mes. Ninguno de ellos volvió a mencionarlo pero Laurana, de vez en cuando, percibía en el caballero una mirada de temor y soledad —bastante extraña en él—, lo cual le hizo pensar que también debía recordarlo.
Sin embargo, el grupo estaba animado, —a excepción del enano, que se había mareado poco después de haber sido arrastrado al interior del barco. El viaje al Muro de Hielo había sido una indudable victoria. También habían encontrado el asta rota de una antiguaarma, que se creía era una dragonlance, pero llevaban algo todavía más importante, aunque al hallarlo no se hubieran percatado de ello...
Los compañeros, acompañados por Derek Crownguard y los otros dos jóvenes caballeros que se les habían unido en Tarsis, habían estado buscando el Orbe de los Dragones en el castillo del Muro de Hielo. Su intento había entrañado grandes dificultades, ya que se vieron obligados a luchar contra los malignos hombres—morsa y contra lobos y osos. Los caballeros, amigos de Derek, perecieron. Comenzaron a pensar que su misión estaba condenada al fracaso, pero Tasslehoff juró que en el libro que había leído en Tarsis se decía que uno de los Orbes estaba en aquel lugar, por lo que continuaron buscándolo.
Además consiguieron descubrir una imagen sorprendente: un inmenso dragón, de más de cuarenta pies de largo y de reluciente piel plateada, completamente incrustado en una pared de hielo. Las alas del dragón estaban extendidas, en posición de vuelo. Su expresión era fiera, pero su porte era noble y no les inspiraba el temor y la aversión que recordaban haber sentido ante los Dragones Rojos. En lugar de ello, sintieron una inmensa y abrumadora pena por aquella magnífica criatura.
Pero lo que más les llamó la atención fue el jinete que lo montaba. Habían visto a los Señores de los Dragones cabalgando sobre sus despiadados corceles, pero ese hombre, por su antigua armadura, ¡parecía un Caballero de Solamnia! En su enguantada mano sostenía con firmeza el asta partida de lo que parecía haber sido una larga lanza.
—¿Por qué montaría un Caballero de Solamnia un dragón? —preguntó Laurana.
—Ha habido caballeros que pactaron con el mal —dijo Derek Crownguard secamente—.Aunque me avergüence admitirlo.
—Aquí no tengo ninguna sensación maligna —murmuró Elistan—. Tan sólo una gran pena. Me pregunto cómo murieron. No se les ve ninguna herida...
—Esto me resulta familiar —interrumpió Tasslehoff frunciendo el ceño—. Como un cuadro. Un caballero montando un dragón plateado... Una vez vi...
—¡Bah! —resopló Flint—. Tú has llegado a ver hasta elefantes peludos...
—Lo digo en serio.
—¿Dónde fue, Tas? —preguntó Laurana amablemente, al ver la expresión dolida del kender—. ¿Puedes recordarlo?
—Creo que... esto me recuerda a Pax Tharkas y a Fizban...
—¡Fizban! —explotó Flint—. ¡Ese viejo mago estaba más loco que Raistlin, si es que eso es posible!.
—No sé de qué habla Tas —dijo Sturm mirando pensativamente al dragón y a su jinete—, pero recuerdo que mi madre me contó que Huma, en su última batalla, montaba un Dragón Plateado y llevaba la Dragonlance.
—Y yo recuerdo que mi madre me decía que guardara pastelillos para un anciano de blancos ropajes que algún día vendría a nuestro castillo... —se mofó Derek—. No, indudablemente se trata de algún caballero renegado, esclavizado por el mal.