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Se oyó un estruendo en la montaña. El eje que hacía mover la inmensa puerta de piedra comenzó a girar, haciendo que ésta se fuese cerrando. Tanis decidió no entrar. «Sellados en una tumba». Al recordar las palabras de Sturm, sonrió, pero sintió una punzada en el alma. Durante unos segundos permaneció mirando hacia la puerta, notando cómo su peso iba interponiéndose entre él y Laurana. La puerta se cerró con un sordo estampido. La faz de la montaña aparecía vacía, desierta, inabordable.

Tanis suspiró, envolviéndose en su túnica comenzó a caminar en dirección al bosque. Era mejor dormir sobre la nieve que bajo tierra. Además debía comenzar a acostumbrarse, las Praderas de Arena que debían atravesar para llegar a Tarsis estarían probablemente cubiertas de nieve, a pesar de que el invierno acabase de comenzar.

Mientras pensaba en el viaje, elevó la mirada al cielo. Estaba bellísimo, plagado de relucientes estrellas. Pero dos negros agujeros desfiguraban aquella belleza. Las constelaciones desaparecidas de Raistlin.

Había brechas en el cielo y también en su interior.

Tras su discusión con Laurana, a Tanis casi le alegró iniciar el viaje. Cada uno de los compañeros había decidido ir. Tanis sabía que ninguno de ellos se sentía totalmente en casa entre los refugiados.

Los preparativos para el viaje le daban mucho en qué pensar. Podía decirse a sí mismo que no le importaba que Laurana lo evitase. Y, al principio, el mismo viaje resultó agradable. Parecía que estuviesen en los primeros días de otoño, en lugar de a principios de invierno. El sol brillaba caldeando el aire y Raistlin era el único que llevaba túnica deabrigo.

Mientras los compañeros caminaban por la parte norte de las praderas la conversación era alegre y ligera, cuajada de bromas, chanzas, y recuerdos de las risas compartidas en Solace en tiempos mejores. Nadie habló de los sucesos malignos y oscuros vividos recientemente. Era como si al vislumbrar un futuro más brillante, desearan que esos hechos no hubieran ocurrido jamás.

Por las noches, Elistan les explicaba lo que iba aprendiendo acerca de los antiguos dioses en los Discos de Mishakal, que llevaba con él. Aquellas historias inundaban sus almas de paz y reforzaban su fe. Pero Tanis, que había pasado toda su vida buscando algo en qué creer, ahora que lo había encontrado, lo contemplaba con escepticismo. Quería asumir el mensaje de Mishakal, pero algo se lo impedía y, cada vez que miraba a Laurana, sabía lo que era. Hasta que no consiguiera resolver su propia agitación interna, nunca conocería la paz.

El único que no compartía las conversaciones, la alegría, las chanzas y bromas y las charlas alrededor del fuego, era Raistlin. El mago pasaba los días estudiando su libro de encantamientos. Si alguien lo interrumpía, le contestaba con un grito. Después de las cenas, en las que comía poco, se sentaba solo, mirando al cielo, y contemplaba los dos negros agujeros que se reflejaban en sus pupilas con forma de relojes de arena.

Tras varios días de viaje los ánimos comenzaron a flaquear. Gruesas nubes oscurecieron el sol, y empezó a soplar el frío viento del norte. Caía tanta nieve que un día ya no pudieron avanzar más y se vieron obligados a buscar refugio en una gruta hasta que se acabara la tempestad. Por la noche montaron doble guardia, a pesar de que nadie sabía exactamente por qué. Lo único que tenían era la impresión de que el peligro y la amenaza aumentaban. Riverwind contempló inquieto las huellas que habían dejado tras ellos en la nieve. Como dijo Flint, hasta un enano gully ciego podría seguirlas. La sensación de peligro aumentó, una sensación de ser observados y escuchados.

¿Pero quién podía acechar aquí, en las Praderas de Arena, donde nada ni nadie había habitado desde hacía más de trescientos años?

2

El Señor del Dragón. Un viaje funesto.

El dragón suspiró, batió sus inmensas alas y alzó su pesado cuerpo de las cálidas y tranquilas aguas de los manantiales. Emergiendo de una ondulante nube de vapor, se impulsó para pisar el frío suelo. El penetrante viento invernal le escocía en sus delicados ollares y le picaba en la garganta. Tragando saliva con dificultad, resistió con firmeza la tentación de regresar a los estanques y comenzó a trepar hacia el alto saliente de roca que se alzaba ante él.

El dragón, irritado, plantaba sus garras sobre las resbaladizas rocas cubiertas de hielo, ya que en aquella atmósfera gélida, los vapores que emanaban de las aguas termales se enfriaban casi instantáneamente. La piedra se resquebrajaba y rompía bajo sus garrudas patas, rebotando y resonando en el valle que se extendía más abajo.

Resbaló una vez, perdiendo momentáneamente el equilibrio. Desplegando sus inmensas alas, consiguió recuperarlo con facilidad, pero el incidente sirvió para acrecentar su malhumor.

El sol naciente iluminaba los picos de las montañas, rozando al dragón y haciendo que sus escamas azules reluciesen doradas, pero contribuyendo poco a caldear su sangre. La bestia se estremeció de nuevo, plantando las patas sobre el pavimento. El invierno no estaba hecho para los dragones azules, ni tampoco el tener que viajar por ese insondable país. Con este pensamiento en la mente, y después de una amarga e interminable noche pensando lo mismo, Skie miró a su alrededor en busca de su Señor.

Lo encontró de pie sobre un saliente de roca. Era una imponente figura ataviada con un casco astado y una armadura de escamas azules. El Gran Señor, con la capa azotada por el aire helado, contemplaba con profundo interés la inmensa y llana pradera que yacía más abajo.

—Venid, Señor, volved a vuestra tienda, «y permitidme regresar a los cálidos manantiales», añadió Skie mentalmente—. Este viento penetra hasta los huesos. ¿De todas formas, que hacéis aquí afuera?

Skie podía haber supuesto que el Gran Señor estaba haciendo un reconocimiento, pensando en la disposición de las tropas, o en el ataque de los dragones voladores. Pero éste no era el caso. Hacía ya tiempo que la ocupación de Tarsis había sido planeada, planeada de hecho, por otro de los Señores de los Dragones, ya que estas tierras estaban bajo el dominio de los dragones rojos.

«Los dragones azules y sus Grandes Señores controlan el norte. En cambio yo estoy aquí, en estas áridas tierras del sur y tras de mí hay toda una escuadrilla de compañeros», pensaba Skie irritado. Bajó la cabeza ligeramente, mirando a los otros dragones azules que batían las alas en la temprana mañana, agradecidos por el calor de los manantiales que aliviaba sus entumecidos tendones.

«Necios», siguió pensando Skie desdeñosamente. «Lo único que esperan es una señal del Gran Señor para atacar, iluminar los cielos y arrasar las ciudades con sus mortales rayos de luz, eso es lo único que les preocupa. Tienen una fe ciega en su señor. Claro que no es extraño —admitió Skie— porque éste los condujo de victoria en victoria en el norte, sin que en su grupo se produjese baja alguna. Sin embargo, dejan las preguntas para mí, porque soy la cabalgadura del Gran Señor, porque estoy más cerca de él. Bien, que así sea. El Gran Señor y yo nos entendernos perfectamente.»

—No hay razón alguna para que estemos en Tarsis —Skie expresó sus pensamientos claramente a su señor, al que no temía. A diferencia de muchos de los dragones de Krynn, quienes servían a sus señores con repugnante aversión, sabiendo que éstos eran los verdaderos gobernantes, Skie servía al suyo con afecto y respeto—. Los dragones rojos no quieren que estemos aquí, eso seguro. Y no nos necesitan. Esa exquisita ciudad, que te atrae tan extrañamente, caerá con facilidad porque no tiene ejército. Este fue engañado y partió hacia la frontera.

—Estamos aquí porque mis espías me han comunicado que ellos se encuentran en Tarsis o llegarán dentro de poco tiempo —fue la respuesta del Gran Señor. Hablaba en voz baja pero podía oírsele pese al ululante viento.