La amurallada ciudad de Tarsis disponía de su propio ejército y —tal como se decía—nunca había caído ante una fuerza enemiga. La ciudad era gobernada bajo la atenta mirada de los caballeros por una familia noble, y había tenido la buena fortuna de estar bajo el mando de uno de estos linajes con sensibilidad y sentido de la justicia. Tarsis se convirtió en un centro de enseñanza; los sabios de tierras cercanas llegaban a ella para compartir sus conocimientos. Se fundaron escuelas y una gran biblioteca, así como templos dedicados a los dioses. Hombres y mujeres jóvenes sedientos de conocimientos viajaban a Tarsis para aprender.
Las primeras guerras con los dragones no habían afectado a Tarsis. La inmensa ciudad, su formidable ejército, su flota de barcos de alas blancas y sus vigilantes Caballeros de Solamnia intimidaban incluso a la Reina de la Oscuridad. Antes de que ésta pudiera consolidar su poder y arrasar la ciudad, Huma aniquiló a sus dragones de los cielos. Por tanto Tarsis prosperó y se convirtió, durante la Era del Poder, en una de las ciudades más opulentas y orgullosas de Krynn.
Y como ocurrió en muchas otras ciudades, con su esplendor aumentó su presunción. Tarsis comenzó a pedir más y más de los dioses: gloria, poder y riquezas. La gente adoraba al Sumo Sacerdote de Istar quien, viendo la ambición reinante, pedía a los dioses con arrogancia lo que éstos le habían concedido a Huma en su humildad. Incluso los Caballeros de Solamnia sujetos a las estrictas leyes de la Medida, cerrados a una religión que se había convertido en puro ritual con poca profundidad cayeron bajo el dominio del poderoso Sumo Sacerdote.
Entonces sobrevino el Cataclismo —una terrorífica noche en la que llovió fuego—. La tierra se rajó y resquebrajó cuando los dioses, furiosos con razón, lanzaron una montaña de roca sobre Krynn, castigando al Sumo Sacerdote de Istar y a los habitantes por su orgullo.
La gente se dirigió entonces a los Caballeros de Solamnia.
–¡Vosotros que sois justos, ayudadnos! —gritaban—. ¡Aplacad a los dioses!
Pero los caballeros no podían hacer nada. De los cielos cayó fuego, la tierra se partió en dos. Las aguas del mar desaparecieron, las naves se tambalearon y zozobraron, la muralla de la ciudad se desmoronó.
Cuando acabó aquella noche de horror, Tarsis estaba completamente rodeada de tierra. Sus barcos de alas blancas yacían sobre la arena cual aves heridas. Los sobrevivientes, ensangrentados y aturdidos, intentaron reconstruir la ciudad con la confianza de ver llegar, en cualquier momento, a los Caballeros de Solamnia, quienes dejarían sus inmensas fortalezas del norte y viajarían desde Palanthas, Solanthus, Vingaard Keep y Thelgaard hacia Tarsis, para ayudarles y protegerles una vez más.
Pero no llegaron. Tenían sus propios problemas y no podían abandonar Solamnia y aunque les hubiera sido posible hacerlo, un nuevo mar dividía las tierras de Abanasinia. Los enanos del reino de la montaña de Thorbardin cerraron sus puertas negando la entrada, por lo que los pasos entre las montañas quedaron bloqueados. Los elfos se retiraron a Qualinesti para curar sus heridas, maldiciendo a los humanos por la catástrofe. Tarsis pronto perdió todo contacto con el mundo del norte.
Por tanto, tras del Cataclismo, cuando se hizo evidente que los caballeros no iban a proteger la ciudad, llegó el día de la Proscripción. La situación llegó a ser muy delicada para el señor de la ciudad, quien en realidad no creía en la corrupción de aquellos, pero comprendía que la gente necesitaba culpar a alguien. Si respaldaba a los caballeros, perdería el control de la ciudad, por lo que se vio obligado a cerrar los ojos cuando el enojado populacho atacó a los pocos que quedaban en Tarsis, expulsando a unos y asesinando a otros.
Tiempo después volvió a restablecerse el orden. El señor y su familia consiguieron organizar un nuevo ejército. No obstante, muchas cosas habían cambiado. Ahora, todos creían que los antiguos dioses, a quienes habían adorado durante tanto tiempo, los habían abandonado. Encontraron nuevos dioses a los que reverenciar, a pesar de que éstos raramente respondían a sus oraciones. El poder clerical presente en aquellas tierras antes del Cataclismo se pervirtió y comenzaron a proliferar clérigos que pregonaban falsas promesas y esperanzas. La tierra se pobló de charlatanes sanadores que vendían sus falsos cura-lo-todo.
Tiempo después, muchos de los sobrevivientes abandonaron Tarsis. Ya no había marinos vagando por el mercado; ya no llegaban elfos, enanos ni seres de otras razas. Los que continuaban viviendo en Tarsis, lo preferían así porque comenzaron a temer y a desconfiar del mundo exterior, y los extranjeros no eran bien recibidos.
Pero Tarsis había sido durante tanto tiempo un centro de comercio, que aquellos de los alrededores que aún podían llegar a ella, continuaron haciéndolo. Las afueras de la ciudad se reconstruyeron, y el centro, los templos, escuelas y la gran biblioteca se dejó en ruinas. Volvió a abrirse el mercado, sólo que ahora era un mercado para granjeros y un lugar al que acudían los falsos clérigos para predicar las nuevas religiones. La paz envolvió la ciudad como una manta. Las gloriosas épocas pasadas eran como un sueño del que se hubiese podido dudar a no ser por las evidentes ruinas del centro.
Por supuesto, en Tarsis circulaban ahora rumores de guerra que, en general, eran desestimados, a pesar de que el señor de la ciudad hubiera enviado al ejército a vigilar las llanuras del sur. Cuando alguien le preguntaba por qué lo había hecho, respondía que sólo se trataba de una serie de prácticas militares. Después de todo, los rumores provenían del norte, y todos sabían que los Caballeros de Solamnia intentaban desesperadamente recuperar su antiguo poder. Era impresionante lo lejos que podían llegar esos traidores, ¡osando incluso inventar historias sobre el regreso de los dragones!
Aquella era Tarsis, la Bella, la ciudad a la que los compañeros llegaron esa mañana poco después del amanecer.
4
¡Arrestados! Separan a los héroes. Una despedida llena de presagios.
Los pocos soldados, medio dormidos, que vigilaban las murallas aquella mañana, despertaron de golpe al ver a un grupo bien armado, pero de aspecto agotado, pidiendo entrada. No se la negaron. Ni siquiera les hicieron demasiadas preguntas. Un semielfo pelirrojo y de hablar calmo —hacía muchas décadas que en Tarsis no veían a un ser parecido— dijo que llevaban mucho tiempo viajando y que buscaban cobijo. Sus compañeros aguardaron silenciosamente tras él, sin hacer ningún gesto amenazador. Bostezando, los guardias les indicaron una posada llamada «El Dragón Rojo».
La cuestión podía haber acabado ahí. Después de todo, a medida que los rumores de guerra se extendían, comenzaban a llegar a Tarsis personajes más y más extraños. Pero al atravesar la verja, el viento levantó la capa de uno de los humanos, y un guardia vislumbró el brillo de una reluciente cota de mallas iluminada por el sol de la mañana. El guardia vio el odiado y denigrado símbolo de los Caballeros de Solamnia sobre la antigua cota. Frunciendo el ceño, desapareció entre las sombras, deslizándose tras el grupo que avanzaba por las calles de la ciudad.
El guardia los vio entrar en «El Dragón Rojo». Aguardó fuera hasta estar seguro de que ya debían encontrarse en las habitaciones. Entonces, entrando sigilosamente, intercambió unas palabras con el posadero. Le echó un vistazo a la sala, y al ver al grupo sentado, cómodamente instalado, corrió a informar a sus superiores.
—¡Esto es lo que ocurre por confiar en el mapa de un kender! —exclamó irritado el enano, apartando a un lado el plato vacío y restregándose la boca con la mano—. ¡Que te lleva a una ciudad portuaria sin mar!
—No es culpa mía —protestó Tas —. Tanis me preguntó si tenía algún mapa en el que figurara Tarsis. Le dije que sí y le entregué éste en el que estaban dibujados Thorbardin, el reino subterráneo de los Enanos de la Montaña, la Puerta Sur y Tarsis... pero ya le advertí que era anterior a la época del Cataclismo. Todo está donde el mapa decía que estaba. Insisto ¡no es culpa mía que el océano haya desaparecido! Yo...