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Observaron entristecidos los preparativos de sus compañeros para lanzarse al ataque. Era la primera brecha ostensible que se abría en la historia de su Orden, un momento crítico que a todos afectaba.

—Reflexiona, Sturm —le recomendó Alfred mientras éste le ayudaba a montar—. Derek tiene razón, los draconianos no han sido adiestrados como los Caballeros de Solamnia. Existe la posibilidad de que los arrasemos en la primera carga, sin apenas víctimas.

—Rezaré para que así sea, señor —declaró Sturm obstinado.

—Si eso sucede, Brightblade, Derek no cejará hasta que se te juzgue y ejecute por tu oposición. Gunthar nada podrá hacer para impedirlo.

—Prefiero sucumbir a esa muerte antes que ver confirmados mis temores. Quizá con mi actitud logre evitar una catástrofe.

—¡Maldita sea! —estalló el comandante Alfred—. Si nos derrotan, ¿qué ganarás quedándote aquí? ¡No podrías ahuyentar ni a un ejército de enanos gully con tan escaso contingente armado. Supón que se abren los caminos; no resistirás el tiempo suficiente para que te envíen refuerzos desde Palanthas.

—Al menos ganaremos un par de días y podrá evacuarse la ciudad.

Derek Crownguard situó su caballo entre los de sus hombres. Lanzando una furibunda mirada a Sturm refulgentes sus ojos tras el yelmo, alzó la mano para conminar a todos al silencio.

—De acuerdo con la Medida, Sturm Brightblade —bramó —, te acuso de conspirar contra...

—¡Al diablo con la Medida! —exclamó Sturm, agotada su paciencia—. ¿Dónde nos ha llevado? No ha suscitado sino escisiones, recelos e intrigas. Nuestros hombres prefieren tratar con los ejércitos enemigos antes que convivir. ¡La Medida ha fracasado!

Un letal murmullo se elevó entre los caballeros reunidos en el patio rota tan sólo por el incesante piafar de los caballos o el tintineo que producían las armaduras al cambiar los jinetes de posición.

—Ora para que yo muera, Sturm Brightblade—lo amenazó Derek—, o juro por los dioses que yo mismo te cercenaré el cuello en tu ejecución.

Sin pronunciar otra palabra, tiró de las riendas de su cabalgadura y se colocó en cabeza de la columna.

—¡Abrid las puertas! —ordenó.

El sol se abrió paso entre la humareda, ascendiendo hacia el cielo. El viento soplaba del norte, azotando el estandarte que coronaba la Torre. Brillaron las armaduras, las espadas se entrechocaron contra los escudos y el clamor de las trompetas puso en movimiento a los encargados de abrir las gruesas puertas de madera.

Derek blandió su acero y, pronunciando el saludo que los caballeros solámnicos solían dedicar al enemigo antes de la batalla, partió al galope. Los oficiales a su mando se unieron al desafío y cabalgaron en pos del campo donde, tiempo atrás, Huma obtuviera su mayor victoria. Marcharon a su vez los soldados pedestres, tamborileando sus pies sobre el pétreo suelo. El comandante Alfred abrió la boca como si quisiera hablar a Sturm y a quienes, junto a él, contemplaban la escena. Pero se limitó a menear la cabeza y alejarse.

Se cerraron las puertas tras él, atrancándose con la pesada barra de hierro que había de dejar a buen recaudo a los hombres de Sturm. Todos los presentes se encaramaron a las almenas para presenciar la liza. Todos salvo el caballero, que permaneció inmóvil en el centro del patio con su macilento rostro vacío de expresión.

El joven y apuesto oficial que dirigía los ejércitos de los dragones en ausencia de la Dama Oscura acababa de despertarse. Se disponía a desayunar y vivir otra ociosa jornada cuando un estruendo de cascos agitó el campamento.

El capitán Bakaris vio disgustado que se acercaba uno de sus exploradores. Cabalgaba éste a gran velocidad entre las tiendas, esparciendo a su alrededor marmitas y desprevenidos goblins. Los centinelas draconianos se pusieron en pie y profirieron mil maldiciones contra el intruso, pero él los ignoró.

—¡La Señora del Dragón! —vociferó mientras desmontaba frente a Bakaris —. Debo verla de inmediato.

—La Señora del Dragón no está aquí —dijo el edecán.

—Yo la sustituyo hasta que regrese —le espetó Bakaris —. ¿Qué quieres?

El recién llegado lanzó un rápido vistazo a su entorno, temeroso de cometer un error. Se tranquilizó al no ver el menor rastro de la Dama Oscura, ni del dragón azul que siempre la acompañaba.

—¡Los caballeros han invadido el campo!

—¿Cómo? —El oficial apretó las mandíbulas—. ¿Estás seguro?

—¡Sí! —contestó el explorador, que parecía enloquecido—. ¡Los he visto! Varios centenares a caballo, armados con jabalinas y espadas, y unos mil a pie.

—¡Ella estaba en lo cierto! —exclamó Bakaris con abierta admiración—. Esos necios han dado un paso en falso.

Llamó a sus criados y entró precipitadamente en su tienda.

—Que suene la alarma —ordenó, impartiendo instrucciones a diestro y siniestro —. Convocad a los oficiales, quiero que estén aquí dentro de cinco minutos para ultimar los preparativos. Y enviad un emisario a Flotsam, la Dama Oscura debe ser informada—concluyó, tan excitado que apenas acertaba a ajustarse la armadura.

Los lacayos goblins partieron en todas direcciones, y al poco rato resonaron los clarines en el campamento. El oficial al mando consultó con premura el mapa que yacía desplegado en su mesa, y salió al encuentro de sus inmediatos subordinados.

« Lástima —meditaba al andar—. La contienda habrá terminado antes de que ella reciba la noticia. ¡Cuánto le habría gustado asistir a la caída de la torre del Sumo Sacerdote! De todos modos —se reconfortó—, quizá mañana pueda dormir en Palanthas. En mi compañía.

12

Muerte en el llano. El descubrimiento de Tasslehoff.

El sol se elevó en el cielo. Los caballeros permanecieron en las almenas de la torre, oteando el llano hasta que les dolieron los ojos. Sólo veían una oleada de negras figuras arremolinadas en el campo, dispuestas a enfrentarse con la culebra de llameante plata que avanzaba rauda a su encuentro.

Se entabló la contienda. Los caballeros se esforzaron en presenciarla, pero un brumoso velo ceniciento cubría la tierra. Se impregnó el aire de intensos olores, como los que desprendía el hierro al fundirse. La niebla se espesó, ensombreciendo incluso el sol.

Nada se divisaba desde aquella torre que parecía flotar en un mar de niebla. Era tan densa que hasta amortiguaba los sonidos. Aunque al principio se oía el entrechocar de las armas y los gritos de los moribundos, al poco rato se disipó el tumulto y todo pareció sumirse en el silencio.

Así transcurrió la jornada. Laurana, que recorría inquieta los muros de su sombría alcoba, encendió velas cuyas llamas oscilaron en el viciado aire. La acompañaba el kender. Al asomarse a su alta ventana la princesa atisbó a Sturm y Flint apostados en las almenas, bajo el fantasmal resplandor de las antorchas.

Un criado le sirvió el mendrugo de pan y carne desecada que constituía su ración diaria. Se percató entonces de que, pese a la penumbra reinante, era sólo media tarde.

De pronto llamó su atención un desusado movimiento en las almenas. Vio a un hombre, ataviado con un peto de cuero cubierto de fango, que se acercaba a Sturm. Convencida de que se trataba de un mensajero, se apresuró a abrochar las hebillas de su armadura.

—¿Vienes? —preguntó a Tas, pensando que el kender había guardado un inquietante silencio—. Ha llegado un mensajero de Palanthas.

—Supongo que sí —respondió él sin el menor interés.

Laurana frunció el ceño, temerosa de que su amigo se estuviera debilitando con tantas privaciones. Pero Tas meneó la cabeza al comprender su preocupación.