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—Estoy bien —susurró —. Es sólo que el ambiente me deprime.

Laurana olvidó al kender para bajar la escalera a toda velocidad.

—¿Hay noticias? —indagó al llegar junto a Sturm, que se asomaba por la muralla en un vano intento de vislumbrar el campo de batalla—. He visto a un mensajero.

—¡Ah, sí! —dijo el caballero con una leve sonrisa—. Y buenas. El camino de Palanthas vuelve a ser practicable, la nieve se ha fundido lo suficiente para jalonarlo. He ordenado a un heraldo que esté alerta para llevar una misiva a la ciudad, si somos derrotados.

Se interrumpió y, tras respirar hondo, añadió—: Quiero que estés preparada para regresar con él a Palanthas.

Laurana esperaba esta reacción y había preparado una respuesta. Pero ahora que se le ofrecía la oportunidad de pronunciar su discurso, no logró articular palabra. El corrompido aire le había resecado los labios, sentía la lengua torpe e hinchada. No, no era ése el motivo, sino que estaba asustada.

«Admítelo —se amonestó—, deseas refugiarte en Palanthas. Ansías salir de este lóbrego lugar donde la muerte parece acecharte en las sombras.»

Apretando el puño, golpeó nerviosa la piedra a fin de conferirse coraje.

—Me quedaré aquí, Sturm —balbuceó. Hizo una pausa y, ya más segura de su voz, prosiguió—: Sé bien lo que vas a decir, pero antes debes escucharme. Necesitarás la ayuda de todos los guerreros diestros que puedas conseguir. Conoces mi valía.

Sturm asintió. Sus palabras eran ciertas, pocos de sus soldados manejaban el arco con mayor precisión. También era diestra en el arte de la espada y, además, había tomado parte en la guerra, algo que no podía decirse de los jóvenes caballeros que tenía a su mando. Por eso había inclinado la cabeza. Sin embargo, estaba resuelto a alejarla de la Torre.

—Soy la única que sabe utilizar la Dragonlance.

—Te olvidas de Flint —la interrumpió Sturm.

Laurana clavó en el enano una penetrante mirada. Atrapado entre dos personas que quería y admiraba, el hombrecillo se ruborizó y aclaró su garganta antes de hablar.

—Es verdad que he aprendido a usarla, pero debo reconocer que mi pequeña estatura me plantea ciertos problemas —titubeó.

—En cualquier caso, no hemos visto indicios de dragones —se apresuró a declarar Sturm al detectar la expresión de triunfo de la elfa—. Según nuestros informes se encuentran en el sur, luchando para hacerse con el control de Thelgaard.

—Pero eres consciente de que no tardarán en presentarse, ¿verdad? —replicó Laurana.

—Quizá —admitió el caballero a regañadientes.

—No sabes mentir, Sturm, así que no lo intentes. Me quedo. Es lo que habría hecho Tanis.

—¡Maldita sea! —la espetó el caballero, ruborizándose—. Vive tu propia vida. Tú no eres Tanis, ni yo tampoco. ¡El no está aquí! Tenemos que afrontar ese hecho —dio media vuelta de forma abrupta y repitió—: El no está aquí.

Flint suspiró, a la vez que contemplaba pesaroso a la muchacha. Nadie reparó en Tasslehoff, que estaba acurrucado en un rincón.

—Sé que nunca podré ocupar el puesto de Tanis en tu estima, Sturm —reconoció Laurana rodeando al caballero con su brazo—, ni tampoco lo pretendo. Pero puedes estar seguro de que haré cuanto esté en mi mano para ayudarte. A eso me refería. No necesitas darme un trato distinto del que dispensas a tus hombres.

—Lamento mi brusquedad —se disculpó él—, eres una excelente amiga. —La atrajo hacia sí y le explicó—: Si quiero que te vayas de la torre es porque me horroriza la idea de que te ocurra algún percance. Tanis nunca me lo perdonaría.

—Te equivocas —repuso la princesa—. Lo comprendería. Me dijo en una ocasión que llega un momento en el que debes arriesgar tu vida por una causa más noble que tu propia existencia. ¿No lo entiendes, Sturm? Si huyera del peligro en pos de mi seguridad, abandonando a mis compañeros, Tanis afirmaría que había obrado con prudencia. Pero en el fondo me despreciaría, porque no es así como él actúa. Además —concluyó sonriente—, aunque no existiera el semielfo nada en el mundo podría impulsarme a dejaros en una situación tan apurada.

Sturm la miró a los ojos, constatando que ningún argumento lograría disuadirla. La estrechó contra su costado, mientras apoyaba el otro brazo en el hombro de Flint para acercarlo también a su cuerpo.

De pronto Tasslehoff prorrumpió en sollozos, se levantó y se lanzó sobre ellos azotado por violentas convulsiones. Todos lo observaron atónitos.

—¿Qué ocurre, Tas? —inquirió Laurana alarmada.

—¡Ha sido culpa mía! He roto uno. ¿Acaso estoy condenado a deambular por la faz de Krynn destruyendo esos objetos?.

Al ver a Tas en aquel estado de demencia, tan poco habitual en él, Sturm lo zarandeó y dijo con firmeza:

—Cálmate. ¿De qué hablas?

—Anoche encontré otro —acertó a contestar el kender con, voz entrecortada—. En las entrañas de la Torre, en una inmensa cámara vacía.

—¿Otro qué, botarate? —intervino Flint exasperado.

—¡Otro Orbe de los Dragones! —gimió Tas.

El manto de la noche se asentó sobre la torre como una niebla más densa aún que la que respiraran durante el día. Los caballeros encendieron las antorchas, pero sus llamas no hicieron sino poblar la penumbra de fantasmas. Mantuvieron la guardia desde las almenas, ansiosos por ver u oír algo.

Tras varias horas de oscuridad y silencio llegaron hasta ellos, no los gritos victoriosos de sus compañeros ni los estridentes clamores del enemigo sino un tintineo de arneses, y el suave relinchar de algunos caballos que se acercaban a la fortaleza.

Apiñándose en las almenas, los caballeros estiraron las manos que sostenían las antorchas en un intento de traspasar la bruma. Las pisadas se detuvieron al pie de la torre.

—¿Quién cabalga hasta la torre de los Sumos Sacerdotes? —inquirió Sturm, apostado encima de la verja.

Una tea refulgió en la entrada. Laurana, que escudriñaba ansiosa la penumbra, sintió que le flaqueaban las rodillas y se apoyó en el muro de piedra para no desfallecer. Los caballeros emitieron gritos de horror.

El jinete que blandía la llameante antorcha vestía la inconfundible armadura de los oficiales de los ejércitos de los dragones. Era rubio y sus facciones, aunque atractivas, reflejaban crueldad. Sujetaba las riendas de otro caballo en cuya grupa yacían atravesados dos cuerpos, uno decapitado y ambos sangrantes, víctimas de horribles mutilaciones.

—He venido para devolveros a vuestros oficiales —dijo el hombre con voz siniestra—.Uno está muerto, como veis. El otro creo que aún vive, o por lo menos no había exhalado el último aliento cuando inicié el camino hacia aquí. Espero que aún le resten fuerzas para relataros lo ocurrido hoy en el campo de batalla. De todos modos, no sé si se puede llamar «batalla» a nuestro enfrentamiento.

Bañado por el resplandor de su tea, el individuo desmontó. Comenzó a desatar los cuerpos, utilizando una mano para desligar las cuerdas que los mantenían afianzados a la silla. Antes de concluir esta operación, alzó la cabeza y dijo:

—Podríais matarme ahora, soy una diana perfecta a pesar de la niebla. Pero no lo haréis. Sois Caballeros de Solamnia —el sarcasmo ribeteaba su voz—, valoráis el honor tanto como la vida. No atacaríais a un hombre desarmado que os restituye los cuerpos de vuestros jefes.

El oficial dio un tirón de las ligaduras, y el cadáver decapitado se deslizó hasta el suelo. Tras arrastrar el otro cuerpo fuera de la montura arrojó la antorcha a la nieve y, cuando ésta se hubo extinguido con un leve siseo, se dejó engullir por las tinieblas.

—En el campo de batalla encontraréis los resultados de vuestro arraigado sentido del honor —les anunció. Se oyó el crujido de sus botas de cuero, y resonó la armadura mientras montaba de nuevo a su caballo —. Os doy hasta mañana para rendiros. Cuando despunte el día, arriad el estandarte. El Señor del Dragón será generoso con vosotros.