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Nikos Kazantzakis

La Última Tentación

Primera edición: abril 1995

Prefacio

La doble sustancia de Cristo siempre fue para mí un misterio profundo e impenetrable: el deseo apasionado de los hombres, tan humano, tan sobrehumano, de llegar hasta Dios o, más exactamente, de retornar a Dios para identificarse con él. Esta nostalgia, a la vez tan misteriosa y tan real, ha abierto en mí hondas heridas y también fluyentes y profundos manantiales.

Desde mi juventud, mi angustia primera, la fuente de todas mis alegrías y amarguras ha sido ésta: la lucha incesante e implacable entre la carne y el espíritu.

Llevo en mí las fuerzas tenebrosas del Maligno, antiguas, tan viejas como el hombre y aun más viejas que éste; llevo en mí las fuerzas luminosas de Dios, antiguas, tan viejas como el hombre y más viejas que éste. Y mi alma es el campo de batalla donde se enfrentaban ambos ejércitos.

La angustia ha sido abrumadora. Amaba mi cuerpo y no deseaba que se perdiera; amaba mi alma y no quería verla envilecida. He luchado para reconciliar estas dos fuerzas cósmicas antagónicas, para hacerles comprender que no son enemigas sino que, por el contrario, están asociadas, de manera que pueden reconciliarse de forma armoniosa, y de este modo yo podré, reconciliarme con ellas.

Todo hombre participa de la divina naturaleza, tanto en su carne como en su espíritu. Por ello el misterio de Cristo no es sólo el misterio de un culto particular, sino que alcanza a todos los hombres. En cada hombre estalla la lucha entre Dios y el hombre, inseparable del deseo de reconciliación. Casi siempre esta lucha es inconsciente y dura poco, pues un alma débil carece de fuerzas para resistir por largo tiempo a la carne; el alma pierde entonces levedad, acaba por transformarse en carne y la lucha toca a su fin. Pero en los hombres responsables, que mantienen día y noche los ojos fijos en el Deber supremo, tal lucha entre la carne y el espíritu estalla sin misericordia y puede perdurar hasta la muerte.

Cuanto más potentes son el alma y la carne, más fecunda es la lucha y más rica la armonía final. Dios no ama las almas débiles ni los cuerpos sin consistencia. El espíritu ansia luchar con una carne potente, llena de resistencia. Es un ave carnívora que nunca deja de tener hambre, que devora la carne y la hace desaparecer asimilándosela.

Lucha entre la carne y el espíritu, rebelión y resistencia, reconciliación y sumisión, y, en suma, lo que constituye el fin supremo de la lucha, es decir, la unión con Dios; tal es la ascensión seguida por Cristo, el cual nos invita a seguirle marchando tras las huellas sangrientas de sus pasos.

Este es el Deber supremo del hombre que lucha: alcanzar el elevado pináculo que Cristo, el primogénito de la salvación, coronó. ¿Cómo podemos iniciar el ascenso?.

Para poder seguirle es preciso que poseamos un conocimiento profundo de su lucha, que vivamos su angustia, que sepamos cómo venció las celadas floridas de la tierra, cómo sacrificó las pequeñas y las grandes alegrías del hombre y cómo ascendió, de sacrificio en sacrificio, de hazaña en hazaña, hasta la cima de su martirio: la Cruz.

Jamás seguí con tanto terror su marcha sangrienta hacia el Gólgota, jamás viví con tanta intensidad, con tanta comprensión y amor, la Vida y la Pasión de Cristo como durante los días y las noches en que escribí La última tentación. Mientras escribía esta confesión de la angustia y de la gran esperanza de la humanidad, estaba tan emocionado que mis ojos se arrasaban de lágrimas. Jamás había sentido caer gota a gota la sangre de Cristo en mi corazón con tanta dulzura, con tanto dolor.

Porque para ascender a la cima del sacrificio, a la Cruz, a la cima de la inmaterialidad, a Dios, Cristo pasó por todas las pruebas que debe pasar el hombre que lucha. Esta es la razón por la cual su sufrimiento nos resulta tan familiar, y por la que su victoria final se nos antoja nuestra propia victoria futura. Esta parte de la naturaleza de Cristo, tan profundamente humana, nos ayuda a comprenderlo, a amarlo y a seguir su Pasión como si se tratara de nuestra propia pasión. Si no poseyera dentro de él el calor de este elemento humano, jamás podría conmover nuestro corazón con tanta seguridad y ternura, jamás podría convertirse en un modelo para nuestra vida. Luchamos, lo vemos luchar como nosotros y cobramos valor. Vemos que nos encontramos solos en el mundo y que él, sea como fuere, lucha a nuestro lado.

Cada instante de la vida de Cristo es una lucha y una victoria. Triunfó del irresistible encanto de las sencillas alegrías humanas, triunfó de la tentación; transformó incesantemente la carne en espíritu y continuó su ascensión; llegó a la cima del Gólgota, subió a la Cruz.

Pero ni siquiera aquí acabó su combate. En la Cruz le esperaba otra tentación, la última tentación. Como en un relámpago, el espíritu del Maligno desplegó ante los ojos desfallecientes del Crucificado la engañosa visión de una vida apacible y dichosa: había seguido -así creyó- el sendero suave y fácil del hombre; se había casado, había tenido hijos, los hombres lo amaban y respetaban; y ahora, ya viejo, estaba sentado a la puerta de su casa, recordaba las pasiones de su juventud y sonreía satisfecho. ¡Qué bien había procedido! ¡Qué sabiduría haber seguido el sendero del hombre y qué insensatez era querer salvar el mundo! ¡Qué alegría haber escapado a las tribulaciones, al martirio y a la Cruz!

Esta fue la última tentación que durante los segundos de un relámpago turbó los instantes finales del Salvador. Pero bruscamente Jesús sacudió la cabeza, abrió los ojos. Vio: no, no era un traidor, ¡alabado sea Dios!, no había desertado, había cumplido la misión que Dios le había confiado. No se había casado, no había vivido dichoso, había llegado a la cima del sacrificio: estaba clavado en la Cruz.

Cerró los ojos, satisfecho. Entonces se oyó el grito triunfaclass="underline" ¡Todo se ha consumado! Es decir, terminé mi misión, fui crucificado, no sucumbí a la tentación.

Escribí este libro para ofrecer un ejemplo supremo al hombre que lucha, para mostrarle que no debe temer el sufrimiento, la tentación ni la muerte, porque todo ello puede ser vencido y ya ha sido vencido. Cristo sufrió, y desde entonces el sufrimiento quedó santificado; la Tentación luchó hasta el último instante para extraviarlo, y la Tentación fue vencida. Cristo murió en la Cruz, y en ese mismo instante la muerte fue por siempre vencida.

Cada obstáculo interpuesto en su marcha se transformaba en hito y ocasión de futura victoria. Ante nosotros tenemos ahora un ejemplo que nos abre el camino y nos infunde valor.

Este libro no es una biografía, sino la confesión de todos los hombres que luchan. Al escribirlo, cumplí con mi deber. El deber de un hombre que luchó mucho, que se ha sentido muy atormentado en su vida y que ha esperado mucho.

Estoy seguro de que todo hombre libre que lea este libro rebosante de amor amará más que nunca, más intensamente que nunca, a Cristo.

N. Kazantzakis

I

Una fresca brisa celestial le poseyó.

Por encima de su cabeza los cielos florecidos se habían abierto en una espesa maraña de estrellas; abajo, en la tierra, las piedras despedían humo, todavía abrasadas por el fuego del día. Cielos y tierra desprendían paz y tranquilidad, rebosantes de un silencio profundo, hecho de las voces eternas de la noche, más silenciosas aún que el silencio. Reinaban las tinieblas; debía ser medianoche. Dios había cerrado sus ojos, el sol y la luna, y dormía. El joven, cuya mente acariciaba la suave brisa, meditaba feliz. Pero mientras pensaba: «¡Qué soledad!, ¡qué paraíso!», de pronto el aire se alteró, se tornó pesado. Ya no era una fresca brisa celestial, sino un aliento espeso y hediondo, como si, oprimido y esforzándose en vano por dormirse, hubiera allá abajo, entre paisajes lujuriantes y tierras espesas y húmedas, un animal o un villorrio. El aire se había adensado, se había vuelto inquietante; ascendían tufaradas tibias de animales, de hombres y de duendes, así como un olor acre a pan recién sacado del horno, a amargo sudor humano y al aceite de laurel con que las mujeres se untan la cabellera.