Pilatos bostezó de nuevo.
– Comprendí -dijo con aire aburrido-; comprendo tu juego, Jesús de Nazaret, rey de los judíos. Insultas a Roma y quieres que me encolerice y ordene tu crucifixión para convertirte en héroe. Todo lo has tramado muy hábilmente. Sé que comenzaste a resucitar a los muertos y que preparas todo de tal modo que tus discípulos puedan proclamar más tarde que no estás muerto, que resucitaste y subiste al cielo… Pero llegas demasiado tarde, astuto amigo. He descubierto tu truco. No voy a matarte, no te convertiré en héroe y tú no vas a convertirte en Dios, como los otros. Te ruego que te saques esa idea de la cabeza.
Jesús guardaba silencio. Por la ventana veía resplandecer bajo el sol, inmenso, el Templo de Jehová, semejante a una fiera invisible en cuyas fauces negras y abiertas desaparecían hombres procedentes de todas partes como abigarrados rebaños. Pilaros jugaba con la cadenilla de oro; le avergonzaba pedir un favor a un judío, pero se veía obligado a hacerlo porque así se lo había prometido a su mujer.
– ¿Es todo? -dijo Jesús, volviéndose hacia la puerta. Pilatos se levantó.
– No te vayas -dijo-. Debo decirte algo; por eso te hice llamar. Mi mujer dice que te ve todas las noches en sueños. Apenas cierra los ojos, te le apareces. Quejándote a ella, le dices que los fariseos procuran tu muerte y le suplicas que me pida que yo impida que tus compatriotas Herodes y Caifas te condenen a muerte. Anoche mi mujer lanzó un grito, se despertó sobresaltada y se deshizo en lágrimas. Dice que se apiada de ti, no sé por qué… no me ocupo de las bobadas de las mujeres. Se arrojó a mis pies y me imploró que hablara contigo y te instara a salir de Jerusalén, ya que, según ella, sólo así te salvarás. Jesús de Nazaret, el aire de Jerusalén no es bueno para tu salud. ¡Vuelve a Galilea! No quiero emplear la fuerza y te lo pido amistosamente: ¡vuelve a Galilea!
– ¡La vida es la guerra! -respondió Jesús con la misma voz sosegada y decidida-. Es una guerra y tú lo sabes, pues eres soldado de Roma. Pero lo que tú no sabes es esto: Dios es el capitán y nosotros somos sus soldados. Apenas el hombre llega al mundo, Dios le muestra la tierra y, en la tierra, una ciudad, una aldea, una montaña, el mar o también el desierto, y le dice: «¡Aquí combatirás!» Gobernador de Judea, una noche Dios me cogió por los cabellos, me levantó y me trajo a Jerusalén. Me dejó frente al Templo y me dijo: «¡Aquí combatirás!» No desertaré, gobernador de Judea, ¡y aquí combatiré!
Pilatos se encogió de hombros. Lamentaba haber pedido aquel favor y haber revelado a un judío un secreto familiar. Hizo el ademán que le era habitual, de lavarse las manos.
– Haz lo que te parezca -dijo-. Yo me lavo las manos. ¡Vete!
Jesús alzó la mano y saludó. Cuando trasponía la puerta, Pilatos le gritó, burlón:
– ¡Eh, Mesías! ¿Cuál es esa terrible nueva que, según se dice, traes al mundo?
– El fuego -respondió Jesús con la misma calma-. El fuego que purificará la tierra.
– ¿De romanos?
– No, de infieles. De inicuos, de infames, de saciados.
– ¿Y después?
– Después, en la tierra quemada, purificada, se construirá la nueva Jerusalén.
– ¿Y quién construirá esa nueva Jerusalén?
– Yo.
Pilatos lanzó una carcajada y le dijo:
– Vete. Tenía razón cuando decía a mi mujer: «Estás como una chota». Ven a verme de vez en cuando; me ayudarás a pasar el tiempo. Ahora, vete; ya te he visto bastante.
Dio dos palmadas y los dos negros gigantescos entraron y condujeron a Jesús a la puerta.
Inquieto, Judas esperaba ante la torre. Un gusano misterioso roía en los últimos tiempos al maestro. Su rostro estaba cada día más arrugado. Parecía más salvaje y sus palabras eran más tristes y amenazadoras. A menudo subía solo al Gólgota, colina en que los romanos crucificaban a los rebeldes, a las puertas de Jerusalén, y permanecía allí durante horas. Y cuanto más se enfurecían los sacerdotes y los sumos sacerdotes, y le tendían celadas, más los atacaba y los llamaba «víboras venenosas, mentirosos, hipócritas, que tembláis de miedo por tragar un mosquito y os tragáis un camello». Todos los días, desde la mañana hasta la noche, permanecía frente al Templo pronunciando palabras violentas, como si buscara su muerte. Poco tiempo antes, cuando Judas le había preguntado qué esperaba para despojarse del vellón de cordero y dejar aparecer al león en toda su gloria, Jesús había sacudido la cabeza y Judas nunca había visto sonrisa tan amarga en los labios de un hombre. Desde entonces Judas no lo abandonaba ni a sol ni a sombra y, cuando lo veía subir al Gólgota, inmediatamente lo seguía a escondidas, temeroso de que un enemigo emboscado alzara la mano sobre él.
Judas se paseaba nerviosamente ante la torre maldita, dirigiendo miradas furtivas a los guardias romanos inmóviles, revestidos de bronce, con rostros inexpresivos de campesinos; tras ellos flotaba, en la punta de largas astas, el estandarte impío con las águilas. ¿Qué podía desear de él Pilatos, por qué le había mandado llamar? Los zelotes de Jerusalén habían dicho a Judas que Herodes y Caifas visitaban con frecuencia aquella torre y acusaban a Jesús de fomentar una revolución para arrojar a los romanos y convertirse en rey. Pero Pilatos se negaba a escucharles. Decía: «Está loco de atar y no se mezcla en los asuntos de los romanos. Un día envié expresamente a unos agentes míos a preguntarle: "¿Quiere el Dios de Israel que se pague el impuesto a los romanos?" Y Jesús, muy justa e inteligentemente, respondió: "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios." -Pilatos reía y decía-: No es un loco diabólico; está enloquecido por Dios. Si viola vuestra religión, castigadlo; yo me lavo las manos. Lo que me interesa es que no se inmiscuya en los asuntos de Roma.» Esto les decía Pilatos y los despedía. Pero, ¿habría cambiado de idea?
Judas se detuvo y se apoyó contra la pared. Se crispaba y abría los puños, irritado y nervioso.
De repente se sobresaltó. Oyóse un sonido de trompetas y la multitud se hizo a un lado. Llegaron cuatro levitas, que depositaron suavemente ante la puerta de la torre una silla de manos doradas. Descorriéronse sus cortinas de seda y descendió lentamente Caifas, grueso, blanco, con bolsas bajo los ojos y vestido con una dalmática amarilla. Las dos pesadas hojas de la puerta se abrieron en el instante preciso en que Jesús salía. Los dos hombres se encontraron en el umbral, frente a frente. Jesús, descalzo y con el vestido blanco enteramente remendado, se detuvo y miró fijamente a los ojos del sumo sacerdote. Este alzó sus pesados párpados, lo reconoció, le echó una rápida mirada de pies a cabeza y, por último, sus labios de chivo se movieron para decir:
– ¿Qué buscas aquí, rebelde?
Jesús, inmóvil, mantenía clavados en él sus grandes ojos severos y afligidos y le respondió:
– No te temo, sumo sacerdote de Satán.
– Arrojadle de aquí -gritó Caifas a los cuatro silleteros y entró en el patio. Era zambo y movía pesadamente su obeso trasero.
Los cuatro levitas se precipitaron sobre Jesús, pero Judas dio un salto y rugió:
– ¡Fuera! -los rechazó, tomó a Jesús del brazo y añadió-: Vámonos.
Judas apartaba los camellos, los hombres y las ovejas, abriéndole camino a Jesús. Franquearon la puerta fortificada, bajaron al valle del Cedrón, remontaron la otra ladera y se encaminaron hacia Betania.
– ¿Qué quería de ti? -dijo Judas, apretando el brazo del maestro con angustia.
– Judas -respondió Jesús después de un largo silencio-, esta tarde te confiaré un secreto terrible.
Judas inclinó su cabezota y esperó, con los labios entreabiertos.
– Tú eres más fuerte que los otros compañeros. Creo que eres el único que puede soportarlo. A los demás no les dije nada, ni nada diré; son demasiado blandos.