– Mateo, léeme por favor -suplicó- lo que escribes. Tengo curiosidad por saber qué dices del maestro.
A Mateo le encantó aquella petición. Sacó suavemente de la camisa la libreta que acababa de envolver en un pañuelo bordado, obsequio de María, la hermana de Lázaro. La desenvolvió con precaución, como si se tratara de un ser vivo y herido, la abrió, comenzó a balancear el cuerpo hacia adelante y hacia atrás, tomó impulso y, a medias hablando y a medias salmodiando, comenzó a leer:
– «Libro de la generación de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham. Abraham engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, Jacob engendró a Judas y a sus hermanos, Judas engendró, de Tamar, a Fares y a Zara…»
Pedro escuchaba con los ojos cerrados. Las generaciones de hebreos desfilaban ante éclass="underline" de Abraham a David hubo catorce generaciones; de David al cautiverio de Babilonia hubo catorce generaciones; del cautiverio de Babilonia a Cristo hubo catorce generaciones… ¡Cuánta gente, qué ejército innumerable, inmortal! ¡Qué alegría, qué orgullo pertenecer a la raza de los hebreos! Pedro echó hacia atrás la cabeza y la apoyó en la pared. Escuchaba. Las generaciones habían pasado y ahora seguían los años de Jesús. ¡Cuántos milagros se habían cumplido, sin que él siquiera lo sospechara! Así, Jesús había nacido en Belén y su padre no era José el carpintero sino el Espíritu Santo. Y tres Magos habían ido a adorarlo. Y, ¿cuáles eran aquellas palabras pronunciadas por la paloma desde lo alto del cielo durante el bautismo? Pedro no las había oído. ¿Quién se las había contado a Mateo, que no estuvo presente en el Bautismo? Poco a poco Pedro dejó de oír las palabras y se sintió arrullado por una música monótona y triste hasta que se quedó dormido. Mientras dormía, la música y las palabras le llegaban con soberana claridad. Pero cada palabra le parecía semejante a una granada, a una de esas granadas que había comido el año anterior en Jericó. El fruto estallaba en el aire y de él surgían llamas, ángeles, alas o trompetas…
En medio de la profunda dulzura del sueño oyó de pronto un tumulto de alegres gritos y se despertó sobresaltado. Vio ante él a Mateo que, con la libreta en las rodillas, continuaba leyendo. Se avergonzó de haberse dormido, se arrojó a los brazos de Mateo y le besó en la boca:
– Perdóname, hermano Mateo -le dijo-, pero mientras te escuchaba entré en el Paraíso.
Jesús apareció en el umbral, seguido por Magdalena, que resplandecía de alegría; sus ojos, sus labios, su cuello desnudo lanzaban llamas. Jesús vio a Pedro estrechar al publicano en sus brazos y besarle. Su rostro se dulcificó y, señalando a los dos discípulos enlazados, dijo:
– He aquí el reino de los cielos.
Se acercó a Lázaro. Este quiso levantarse pero sus costillas crujieron; temió que se le rompieran y volvió a sentarse. Extendió el brazo y tocó con la punta de los dedos la mano de Jesús, quien se estremeció. La mano de Lázaro era muy fría y negra y olía a tierra. Jesús salió al patio para aspirar aire fresco.
Aquel resucitado se debatía aún entre la vida y la muerte y Dios no podía vencer la putrefacción que había hecho presa en él. Jamás la muerte había mostrado tan bien hasta qué punto era poderosa. El terror se apoderó de Jesús junto con una gran tristeza.
Con la rueca bajo el brazo, la anciana Salomé se acercó a Jesús y se puso de puntillas para hablarle al oído:
– Maestro… -dijo, y Jesús se inclinó para escuchar.
– Habla, Salomé…
– Maestro, te pido un favor. Cuando subas a tu trono… ya ves lo que hemos hecho por ti…
– Habla, Salomé… -El corazón de Jesús se oprimía. Pensó: «¿Cuándo comprenderán los hombres que una buena acción excluye toda recompensa?»
– Ahora que vas a subir a tu trono, hijo mío, coloca a tu derecha a mi hijo Juan y a tu izquierda a mi hijo Santiago…
Jesús se mordió los labios para no hablar y clavó la mirada en el suelo.
– ¿Has oído, hijo mío? Juan…
De una zancada Jesús entró en la casa. Se detuvo cerca de la lámpara y vio a Mateo, que aún tenía en las rodillas el cuaderno abierto. Había cerrado los ojos y estaba sumergido en el recuerdo de cuanto acababa de leer.
– Mateo -dijo Jesús-, dame tu libreta ¿Qué escribes ahí?
Mateo se levantó, gozoso, y le alargó sus escritos:
– Maestro -dijo-, aquí refiero tu vida y tus obras para que las conozcan las futuras generaciones.
Jesús se sentó bajo la lámpara y se puso a leer.
Apenas leyó las primeras palabras se sobresaltó. Volvió las páginas con violencia; leía ávidamente y su rostro se enrojecía y adquiría una expresión de furia. Al verlo, Mateo se agazapó en un rincón, aterrorizado; y esperó. Jesús continuaba volviendo las páginas pero de pronto no pudo contenerse y arrojó al suelo el evangelio de Mateo, exasperado. Se levantó y gritó:
– ¿Qué significa todo esto? ¡Son mentiras, mentiras y más mentiras! El Mesías no necesita milagros. El mismo es el milagro y no necesita ningún otro milagro. Nací en Nazaret y no en Belén; jamás puse los pies en Belén y no me acuerdo de ningún Rey Mago; jamás fui a Egipto y, ¿quién te reveló las palabras que habría pronunciado la paloma en el momento de mi Bautismo: «Este es mi hijo amado»? Ni siquiera yo las oí. ¿Cómo es posible que tú, que no estabas allí, sepas lo que dijo la paloma?
– El ángel me lo reveló -respondió Mateo, temblando.
– ¿El ángel? ¿Qué ángel?
– El que se presenta todas las noches cuando empuño la caña de escribir. Se inclina sobre mi oído, me dicta y yo escribo.
– ¿Un ángel? -dijo Jesús, turbado-. ¿Un ángel te dicta lo que escribes?
Mateo cobró valor y respondió:
– Sí, un ángel. A veces hasta puedo verlo y siempre lo oigo. Sus labios rozan mi oreja derecha y siento que sus alas me envuelven. El ala del ángel me cubre como a un recién nacido y escribo, aunque mejor dicho no escribo sino transcribo lo que me dice. ¿Acaso habría podido escribir por mí mismo todas esas maravillas?
– ¿Un ángel? -murmuró de nuevo Jesús y se sumergió en una profunda reflexión. Belén, los Reyes Magos, Egipto, «tú eres mi hijo amado»… ¿Y si todo aquello fuera la verdadera verdad? ¿Y si todo aquello fuera el grado más alto de la verdad, donde sólo habita Dios? ¿Y si Dios llamara mentira a cuanto nosotros llamamos verdad?
Calló. Recogió con cuidado los escritos que había arrojado en tierra y los devolvió a Mateo. Mateo los envolvió en el pañuelo bordado y los ocultó en la camisa.
– Escribe todo lo que te dicte el ángel -dijo Jesús-. En adelante yo… -Pero no acabó la frase.
Entretanto los discípulos habían rodeado a Judas en el patio y lo interrogaban acerca de la entrevista con Pilatos. Pero Judas no les concedió ni siquiera una mirada; salió del patio y se quedó en la puerta de la calle. Ya no los soportaba. En lo sucesivo sólo podría hablar con el maestro, pues un secreto terrible los unía, separándolos de los demás… Judas miró la noche que había devorado el mundo; allá arriba, semejantes a pequeñas velas, las primeras estrellas comenzaban a esconderse.
– «Dios de Israel -rugió para sí mismo-, no permitas que vacile mi espíritu.»
Inquieta, Magdalena se acercó a Judas. Este quiso alejarse, pero Magdalena lo agarró por el borde de la túnica.
– Judas -dijo-, a mí puedes revelarme sin temor el secreto. Me conoces.
– ¿Qué secreto? Pilatos lo llamó para advertirle que se anduviera con cuidado. Caifas…
– No, no se trata de ese secreto. Hablo del otro.
– ¿Qué otro secreto? Estás excitada una vez más, Magdalena. Tus ojos son dos brasas. -Rió sin alegría y añadió-: Llora, llora para apagarlas.
Pero Magdalena mordió su pañuelo y lo rasgó con los dientes. Murmuró:
– ¿Por qué te habrá elegido a ti, a ti, Judas Iscariote?
El pelirrojo se encolerizó y asió violentamente el brazo de Magdalena:
– ¿Y a quién querías que eligiera, María de Magdala? ¿Al veleta Pedro? ¿O a ese bobo de Juan? ¿O acaso querías que te eligiera a ti, que eres mujer? Yo soy un pedazo de sílice del desierto y resisto todos los embates. Por eso me eligió.