– No podemos oponernos a la voluntad de Dios, ni tampoco a la tuya. Tu deber, maestro, es morir, tal como dicen los profetas, y el nuestro vivir. Para que las palabras que tú pronunciaste no se pierdan, es preciso que las fijemos en nuevas Escrituras Sagradas, que hagamos leyes, que construyamos nuestras propias sinagogas y que elijamos a nuestros sumos sacerdotes, nuestros escribas y nuestros fariseos.
– ¡Crucificas el espíritu, Santiago! ¡No, no quiero!
– Sólo así podrá sobrevivir el espíritu -replicó Santiago.
– ¡Pero ya no será libre, ya no será espíritu!
– Poco importa. Se asemejará al espíritu y esto es suficiente para nuestro trabajo, maestro.
Jesús se sintió inundado de sudor frío. Arrojó una rápida mirada a los discípulos; ni uno de ellos alzó la cabeza para contradecir a Santiago. Pedro miraba al hijo de Zebedeo con admiración y pensaba «tiene carácter fuerte. Lo veo capitaneando las barcas de su padre… Ahora le hace frente al propio maestro…»
Desesperado, Jesús extendió las manos para implorar ayuda.
– Os enviaré al Espíritu Santo -dijo-, que es el espíritu de verdad. El os guiará.
– Envíanos pronto al Espíritu Santo -exclamó Juan-. De lo contrario, nos extraviaremos y ya no podremos reunimos contigo, maestro.
Santiago sacudió la cabeza con obstinación:
– El espíritu de verdad de que hablas también será crucificado. Mientras haya hombres, maestro, el espíritu será crucificado. Pero poco importa. De todos modos, siempre queda algo, y lo poco que queda nos basta.
– ¡Pero no me basta a mí! -exclamó Jesús desesperado.
Santiago se turbó al oír aquel grito,, doloroso. Se acercó al maestro y le cogió la mano.
– No te basta y por eso te crucifican. Perdóname por haberte contradicho.
Jesús posó la mano en la cabeza de Santiago y dijo:
– Si es voluntad de Dios que el espíritu sea crucificado eternamente en la tierra, ¡bendita sea la cruz! Carguémosla sobre nuestros hombros con amor, con paciencia y confianza. Un día se convertirá en alas.
Callaron. Ahora la luna había subido muy alto en el cielo. Un resplandor fúnebre se había difundido sobre las mesas. Jesús juntó las manos y dijo:
– La jornada ha terminado. Hice lo que debía hacer y dije lo que debía decir. Cumplí con mi deber, según creo, y ahora junto las manos.
Luego hizo una señal a Judas, que estaba frente a él. El pelirrojo se levantó, se ajustó el ceñidor de cuero y empuñó el nudoso bastón. Jesús agitó la mano como para despedirse de él.
– Esta noche iremos a orar bajo los olivos de Getsemaní, más allá del valle del Cedrón. Vete, hermano Judas, y que Dios te acompañe.
Judas abrió la boca como para decir algo, pero de sus labios no salió palabra alguna. La puerta estaba abierta y salió impetuosamente por ella. Oyéronse sus pisadas en la escalera de piedra.
– ¿Adonde va? -preguntó Pedro, inquieto. Quiso levantarse para seguirlo, pero Jesús lo detuvo.
– La rueda de Dios está en marcha -dijo-. No te interpongas en su camino.
Se había levantado viento y vacilaron las llamas de los candelabros de siete brazos. Súbitamente arreció el viento y se apagaron. Toda la luna entró en la estancia. Natanael sintió miedo, se inclinó sobre su amigo y le dijo:
– Eso no era viento, Felipe. Entró alguien, Dios mío ¿y si fuera la muerte?
– Aun cuando fuera ella, ¿qué puede importarte? -le respondió el pastor-. ¡No viene por nosotros!
Palmeó la espalda de su amigo, que no lograba tranquilizarse.
– Las grandes tempestades son para los grandes navíos -dijo-. Pero nosotros, ¡alabado sea Dios!, no somos más que cáscaras de nuez.
La luna daba en el rostro de Jesús y lo devoraba. Sólo quedaban de él un par de ojos completamente negros. Juan se aterró. Tendió a escondidas la mano hacia el rostro del maestro y murmuró:
– Maestro, ¿dónde estás?
– Aún no he partido, amado Juan -respondió Jesús-. Desaparecí por unos instantes porque pensaba en una frase que un asceta me dijo un día en el santo monte Carmelo. «Estaba -me dijo- sumergido en los cinco abrevaderos de mi cuerpo, como un puerco.» «¿Y cómo te liberaste, padre? -le pregunté-. ¿Luchaste mucho?» Me respondió: «En absoluto. Una mañana vi un almendro en flor y me sentí liberado.» Como un almendro en flor, amado Juan, se me apareció la muerte esta noche por unos instantes.
Se levantó al cabo de un momento de silencio y dijo:
– En marcha. Ha llegado la hora.
Jesús iba en cabeza, y los discípulos le seguían pensativos.
– Huyamos -dijo quedamente Natanael a su amigo-. Huelo complicaciones.
– Te iba a proponer lo mismo -le respondió Felipe-. Pero llevémonos con nosotros a Tomás.
Buscaron a Tomás a la luz de la luna, pero éste ya se había internado por las callejuelas. Ambos se quedaron detrás del grupo y, en el momento de entrar en el valle del Cedrón, dejaron que se alargara la distancia que los separaba de los otros y luego echaron a correr.
Jesús bajó, con los que aún le acompañaban, al valle del Cedrón, subió la otra ladera y tomó el sendero que llevaba a los olivares de Getsemaní. ¡Cuántas veces habían pasado la noche bajo aquellos viejos olivos, hablando de la misericordia de Dios y de las iniquidades de los hombres!
Se detuvieron. Aquella noche los discípulos habían comido y bebido excesivamente y tenían sueño. Aplanaron la tierra con los pies y apartaron las piedras para tenderse en el suelo.
– Faltan tres -dijo el maestro, mirando a su alrededor-. Dónde están.
– Se fueron… -respondió Andrés con cólera. Pero Jesús sonrió y le dijo:
– No los juzgues, Andrés. ¡Ya verás que un día volverán los tres y cada uno llevará una corona, la más real de las coronas, hecha de espinas y de siemprevivas!
Jesús se apoyó luego contra un olivo porque se sintió invadido de pronto por un gran cansancio.
Los discípulos ya se había acostado. Habían encontrado grandes piedras que les servían de almohadas.
– Ven a acostarte entre nosotros, maestro -dijo Pedro, bostezando-. Andrés montará guardia.
Jesús se separó del árbol y dijo:
– Pedro, Santiago y Juan, venid conmigo.
Su voz rebosaba tristeza y autoridad.
Pedro simuló no haber oído, se estiró en el suelo y volvió a bostezar. Pero los dos hijos de Zebedeo lo cogieron por los brazos y lo levantaron.
– ¿No tienes vergüenza? -dijeron.
Pedro se acercó a su hermano y le dijo:
– Andrés, no sabemos lo que puede ocurrir. Dame tu puñal.
Jesús iba delante. Salieron del huerto de los olivos y llegaron a un lugar descubierto.
Jerusalén centelleaba frente a ellos, vestida de luna, completamente blanca. Sobre sus cabezas desplegábase un cielo de leche donde no se veía ni una estrella, y la luna llena, que antes habían visto alzarse, presurosa, estaba ahora inmóvil en el centro del cielo.
– Padre -murmuró Jesús-, Padre que estás en el cielo, Padre que estás en la tierra; el mundo que creaste y que vemos es hermoso, y el mundo que no vemos es hermoso… no sé, perdóname, no sé, Padre, cuál de los dos es más hermoso.
Se inclinó, tomó un puñado de tierra y aspiró su olor, el cual penetró en sus entrañas. Cerca de allí debía haber lentiscos, pues la tierra olía a resina y miel. La apretó contra la mejilla, contra el cuello, contra sus labios.
– ¡Qué aroma! -murmuró-. ¡Qué calor, qué fraternidad!
Comenzaron a rodar lágrimas por sus mejillas. Oprimía la tierra en la mano y no quería separarse de ella. Murmuró:
– Entraremos juntos, hermana, en la muerte. No tengo otra compañera.
– No resisto más -dijo Pedro, fastidiado-. ¿Adónde nos lleva? No iré más lejos. Me acostaré aquí.
Pero mientras buscaba un lugar cómodo donde acostarse, vio a Jesús que avanzaba lentamente hacia ellos. Pedro le salió al encuentro.
– Maestro, pronto será medianoche -dijo-. Este es un buen lugar para dormir.
– Hijos míos -dijo Jesús-, mi alma se siente mortalmente triste. Id a tenderos bajo los árboles, que yo permaneceré aquí, bajo el cielo, orando. Os suplico que no durmáis. Velad, orad conmigo esta noche. Hijos míos, ayudadme a pasar esta hora difícil.