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Volvió el rostro hacia Jerusalén y dijo:

– Idos. Dejadme solo.

Los discípulos se alejaron un tanto y se echaron bajo los olivos. Jesús se arrojó en tierra y pegó los labios al suelo. Su espíritu, su corazón y sus labios no se separaban de la tierra. Se habían convertido en tierra.

– Padre -murmuró-. Padre, estoy bien aquí, apretando contra la tierra mi cuerpo de tierra. Déjame, la copa que me das a beber es amarga, demasiado amarga y no la resisto… Si es posible, Padre, apártala de mis labios.

Calló. Prestó atención, procurando oír en la noche la voz del Padre. Había cerrado los ojos… ¿quién sabe?, Dios es bueno, acaso viera al Padre sonriéndole con compasión y haciéndole una señal. Esperaba y esperaba, temblando. Pero nada oyó, nada vio. Miró a su alrededor; estaba solo. Sintió miedo, se levantó y fue en busca de sus compañeros para confortar su corazón. Halló a los tres dormidos. Tocó con la punta del pie a Pedro, luego a Juan y por último a Santiago.

– ¿No os da vergüenza? -les dijo con tristeza-. ¿No tenéis fuerzas para orar conmigo?

– Maestro -dijo Pedro, que no podía mantener abiertos los ojos-, maestro, el alma está pronta pero la carne es débil. Perdónanos.

Jesús volvió al claro del huerto y cayó de rodillas en las piedras.

– Padre -exclamó-, la copa que me tiendes es amarga, demasiado amarga. Apártala de mis labios.

Apenas hubo pronunciado estas palabras, vio sobre él, a la luz de la luna, a un ángel de rostro muy pálido y muy severo, que descendía. Sus alas eran de luna y llevaba un cáliz de plata. Jesús escondió el rostro en las manos y se desplomó en tierra.

– ¿Esa es tu respuesta? ¿No te apiadas de mí?

Esperó unos momentos. Lentamente fue apartando los dedos para ver si el ángel estaba aún sobre él. El ángel había bajado aún más y el cáliz rozaba ahora los labios de Jesús. Jesús lanzó un grito, extendió los brazos y cayó de espaldas en tierra.

Cuando recobró el sentido, la luna se había desplazado un poco en el cielo y el ángel se había disuelto en su luz. A lo lejos, en el camino de Jerusalén, habían aparecido luces que se movían, semejantes a las producidas por antorchas encendidas. ¿Se acercaban? ¿Se alejaban? ¿Adónde iban? El miedo volvió a dominarle, así como el deseo de oír una voz humana, de tocar manos amadas. Corrió en busca de sus tres compañeros.

Aún dormían los tres y sus rostros serenos estaban bañados por la luna. Juan había tomado por almohada el hombro de Pedro, y Pedro el pecho de Santiago, que había apoyado su cabeza negra y rizada en una piedra. Dormía con los brazos extendidos bajo el cielo, y se veía el brillo de sus dientes entre los bigotes, así como su barba de azabache. Debía tener un buen sueño, pues reía. Jesús se compadeció de ellos y esta vez no los sacudió para despertarlos; se volvió sobre sus pasos, caminando de puntillas. Volvió a echarse de bruces en tierra y lloró.

– Padre -dijo en voz muy baja, como si quisiera que Dios no lo oyera-, Padre, hágase tu voluntad y no la mía, Padre.

Se levantó y volvió a mirar hacia el camino de Jerusalén. Las luces se habían acercado y ahora veíanse claramente unas sombras que se agitaban en torno de ellas, así como armaduras de bronce que centelleaban.

– Ya llegan… Ya llegan -murmuró Jesús. Las rodillas se le doblaban y, precisamente en aquel momento, un ruiseñor fue a posarse en un ciprés joven, frente a Jesús. La luna llena, los aromas primaverales y la noche cálida y húmeda habían embriagado al ave, que se sentía habitada por un Dios todopoderoso, el mismo Dios que había creado el cielo, la tierra y las almas de los hombres… y el ruiseñor se puso a cantar, Jesús había alzado la cabeza y escuchaba. ¿Sería aquel Dios el verdadero Dios de los hombres, el que ama la tierra, la frágil garganta de las aves y los abrazos? Sintió ascender desde el fondo de sus entrañas otro ruiseñor, que respondía a la llamada del primero y que se puso a su vez a cantar las penas eternas, las alegrías eternas… a Dios, el amor, la esperanza…

El ruiseñor cantaba y Jesús temblaba. Ignoraba que en su ser hubiera tantas riquezas, tantas deliciosas y ocultas alegrías, tantos pecados. Florecieron sus entrañas mientras el ruiseñor gorjeaba gozosamente en las ramas en flor y no podía ni quería remontar el vuelo. ¿Adónde iba a ir? ¿Por qué había de partir? Está tierra es el Paraíso… Y mientras Jesús escuchaba el canto de las dos aves y, sin despojarse de su cuerpo, entraba en el Paraíso, oyó voces roncas. Acercábanse las antorchas encendidas y las armaduras de bronce y, en medió de las columnas de humo y de las llamas, creyó percibir a Judas, al tiempo que dos brazos robustos lo estrecharon y una barba roja rozó su rostro. Le pareció que había lanzado un grito y había perdido la conciencia por algunos instantes. Pero había tenido tiempo de sentir el aliento fuerte de Judas, que había pegado la boca a la suya, y de oír su voz ronca, desesperada:

– Te saludo, maestro.

La luna iba a alcanzar las montañas lechosas de Judea. Se levantó un cierzo helado y las uñas y los labios de Jesús mostraron un tinte azulado. Jerusalén se erguía bajo la luna ciega y pálida.

Jesús se volvió, vio a los soldados y a los levitas y dijo:

– Bienvenidos, enviados de Dios. ¡Os sigo!

En medio de la confusión que sobrevino vio a Pedro, que había desenvainado el puñal para cortar la oreja de un levita, y dijo:

– Envaina el puñal. Si respondemos al puñal con el puñal, ¿cuándo cesarán las matanzas en el mundo?

XXIX

Apresaron a Jesús entre gritos. Lo arrastraron sobre las piedras, entre los cipreses y los olivos, le hicieron bajar al valle del Cedrón; entraron en Jerusalén y llegaron al palacio de Caifas. Allí estaba reunido el Sanedrín, aguardando al rebelde para juzgarlo.

Hacía frío y los servidores habían encendido fuegos en el patio y se calentaban. A intervalos regulares salían levitas del palacio y comunicaban las noticias. Los testigos le acusaban de cosas que ponían los pelos de punta… El maldito había proferido blasfemias contra el Dios de Israel, contra la Ley de Israel y contra el Santo Templo, había dicho que lo destruiría y que echaría sal sobre sus ruinas…

Bien arrebujado y con la cabeza gacha, Pedro entró en el patio. Tendió las manos ante el fuego y, mientras se calentaba, escuchaba temblando las noticias. Una sirvienta que acertó a pasar por allí lo vio y se detuvo.

– ¡Eh, viejo! -le gritó-. ¿Por qué te ocultas? Alza la cabeza, queremos verte. Creo que tú también estabas con él.

Algunos levitas oyeron sus palabras y se acercaron. Pedro tuvo miedo, levantó la mano y dijo:

– ¡Juro que no conozco a ese hombre! -Luego se dirigió hacia la puerta.

Pasó otra criada, que lo vio en el momento en que se disponía a salir, y le dijo:

– ¡Eh, viejo! Tú también estabas con él; te vi.

– ¡No conozco a ese hombre! -volvió a exclamar Pedro, que apartó a la joven y siguió su camino. Pero en el umbral lo detuvieron dos levitas, que lo cogieron por los hombros y lo zarandearon.

– Tu forma de hablar te traiciona -le gritaron-. Eres galileo y discípulo suyo.

Entonces Pedro se puso a blasfemar, a maldecir y a gritar:

– ¡No conozco a ese hombre!

En aquel instante cantó el gallo del corral. Pedro calló bruscamente. Acababa de recordar las palabras del maestro: «¡Pedro, Pedro, antes de que cante el gallo renegarás de mí tres veces!» Salió del palacio, se desplomó en tierra y se deshizo en lágrimas.

Nacía el día. El cielo se tornó escarlata; parecía cubierto de sangre. Un levita pálido salió corriendo de la sala del Sanedrín, y dijo:

– El sumo sacerdote se rasgó las vestiduras cuando el criminal dijo: «¡Soy Jesús, el hijo de Dios!» Todos los ancianos se pusieron en pie de un salto y se rasgaron las vestiduras, gritando: «¡Muera! ¡Muera!»

Salió otro levita, que dijo:

– Ahora lo conducirán ante Pilatos. El es el único que puede decretar su muerte. Apartaos para dejarle pasar. Ya abren las puertas.