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– ¡De acuerdo! -exclamaron Felipe y Natanael-. ¡Sálvese quien pueda!

Inquieto, Pedro se volvió hacia Mateo, que, sentado aparte del grupo, había aguzado el oído y escuchaba en silencio.

– ¡En nombre del cielo, Mateo -dijo-, no escribas todo esto! ¡No nos dejes en ridículo hasta el fin de los tiempos!

– No te preocupes -respondió Mateo-. Conozco mi oficio; veo y oigo muchas cosas pero selecciono entre ellas. Sólo os doy un buen consejo: ¡mostraos valientes y tomad una decisión viril de modo que pueda dejarla registrada para gloria vuestra, pobres amigos míos! ¡Sois apóstoles y esto no es cosa de broma!

En aquel instante Simón el cirenaico empujó la puerta de la taberna y entró. Sus ropas estaban hechas jirones, su rostro y su pecho cubiertos de sangre y el ojo derecho hinchado. Juraba y gruñía. Se arrancó algunas hilachas, sumergió la cabeza en el cubo donde lavaba los vasos de vino y cogió una toalla. Mientras se secaba el torso, no dejaba de gruñir ni escupir. Luego puso los labios en la espita del tonel y bebió. Oyó ruido tras los toneles, se agachó y vio a los discípulos acurrucados allí. La cólera se apoderó de éclass="underline"

– ¡El diablo cargue con vosotros, bellacos! -les gritó-. ¡De modo que así abandonáis a vuestro jefe!… ¡De modo que así desertáis de la batalla, sucios galileos, sucios samaritanos, canallas!

– Nuestra alma quería luchar, ¿sabes Simón? -Pedro se aventuró a decir-, nuestra alma quería luchar, Dios es testigo de ello, pero el cuerpo…

– ¡Basta, fanfarrón! ¿No sabes, bellaco, que cuando el alma quiere algo el cuerpo no puede oponerse a sus deseos? Todo se convierte entonces en alma: el garrote que empuñas, las vestiduras que llevas y la piedra que pisas… ¡todo, todo! Miradme, malditos cobardes, mi carne está toda azul, mis ropas están hechas jirones y poco faltó para que me vaciaran los ojos. ¿Por qué? ¡La peste os lleve, sucios discípulos! ¡Porque, maldito, defendí a vuestro maestro y me enfrenté a toda una multitud, yo, yo, el tabernero, el sucio cirenaico! ¿Y por qué lo hice? ¿Porque creía acaso que era el Mesías y que mañana él me convertiría en un personaje grande y poderoso? En absoluto. ¡Lo hice porque me picaron en mi amor propio, maldita sea, y no lo lamento!

Iba y venía, tropezaba con los escabeles y escupía y blasfemaba. Pero Mateo estaba en ascuas; quería saber qué había ocurrido en el palacio de Caifas, en la torre de Pilatos, quería conocer las palabras pronunciadas por el maestro así como lo que gritaba la multitud, para transcribirlo todo en sus escritos.

– Si crees en Dios, hermano Simón -le dijo-, cálmate y cuéntanos todo lo ocurrido. Dinos cómo, dónde y cuándo tuvieron lugar los sucesos y repite las palabras que ha dicho el maestro.

– ¿Las palabras que ha dicho el maestro? -dijo Simón-. «¡Idos a hacer puñetas, discípulos!» Eso es lo que dijo. ¿Por qué me miras con la boca abierta? Empuña la caña y escribe: «¡Idos a hacer puñetas!»

Un lamento se oyó en el rincón ocupado por los discípulos. Juan rodaba por el suelo y aullaba y Pedro se golpeaba la cabeza contra la pared.

– Si crees en Dios, Simón -imploró otra vez Mateo-, di la verdad para que pueda escribirla. ¿No comprendes que en este instante el mundo entero está suspendido de tus labios?

Pedro continuaba golpeándose la cabeza contra la pared.

– No te desesperes, Pedro -le dijo el tabernero-. Te diré lo que debes hacer para ser glorificado por los siglos de los siglos. Escucha: pronto Jesús pasará ante la taberna; ya oigo los clamores de la turba; tú te levantarás, abrirás valientemente la puerta, le saldrás al encuentro y le tomarás la cruz, que cargarás en tus hombros. Es muy pesada, maldita sea, y vuestro Dios es muy delicado y ya debe estar exhausto.

Se echó a reír y con un movimiento brusco empujó a Pedro con el pie.

– ¿Lo harás? ¡Ahí te quiero ver!

– Te juro que lo haría si no fuera por la muchedumbre -lloriqueó Pedro-. ¡Me harán picadillo!

El tabernero escupió, furioso.

– ¡Idos a hacer puñetas! -exclamó-. ¿Ninguno de vosotros quiere hacerlo? ¿Tampoco tú, Natanael, que eres fornido como un toro? ¿Tampoco tú, Andrés, que eres tan rápido para desenvainar el puñal? ¿Cómo? ¿Nadie, nadie quiere hacerlo? ¡Puf, reventad todos! ¡Eh, pobre Mesías, qué soldados elegiste para conquistar el mundo! Deberías haberme elegido a mí, que acaso sea carne de patíbulo pero tengo amor propio. Y cuando uno tiene amor propio es siempre un hombre aunque sea un borracho, un bandido o un embustero. Pero cuando uno no tiene amor propio, ¡puede ser una paloma, puf, pero no vale ni un céntimo!

Volvió a escupir y luego fue a abrir la puerta; permaneció en el umbral, respirando entrecortadamente.

Las calles se habían llenado de gente y corrían los hombres y las mujeres, gritando:

– ¡Ya llega, ya llega, ya llega el rey de los judíos! ¡Uh!, ¡Uh!, ¡Uh!

Los discípulos volvieron a acurrucarse tras los barriles. Simón se volvió y les gritó:

– ¿No vais a salir, canallas, para verlo? ¿Para que el desdichado os vea y se consuele? Pues bien, entonces saldré yo y le haré una señal, como diciéndole: «Aquí estoy yo, Simón el cirenaico, ¡presente!» -Y se lanzó a la calle.

Avanzaban oleadas de hombres y mujeres. Adelante iban los jinetes romanos y atrás Jesús, cargado con la cruz; chorreaba sangre y sus vestiduras colgaban hechas jirones. Ya no tenía fuerzas para andar y tropezaba incesantemente; cuando estaba a punto de caer le hacían recobrar el equilibrio a fuerza de puntapiés. Le seguían los cojos, los ciegos, los tullidos, furiosos porque no los había curado; le injuriaban y lo golpeaban con las muletas y los bastones. Jesús miraba ansiosamente a su alrededor: ¿cómo era posible que no viera a ninguno de sus compañeros? ¿Qué había sido de sus amados discípulos?

Al pasar ante la taberna, se volvió y vio a Simón que le hacía una señal con la mano. Su corazón se llenó de alegría y quiso mover la cabeza para agradecérselo, pero tropezó con una piedra y se desplomó en tierra con la cruz a la espalda. Rugió de dolor.

El cirenaico corrió, levantó a Jesús, tomó la cruz, la cargó en sus hombros y se volvió y sonrió a Jesús.

– ¡Animo! -le dijo-. No te abandonaré.

Salieron por la puerta de David y comenzaron a subir la loma. Pronto llegarían a la cima del Gólgota, donde no había más que piedras, espinas y esqueletos. Crucificábase allí a los rebeldes y las aves de presa devoraban sus cuerpos; el aire hedía a carroña.

El cirenaico dejó la cruz en tierra. Dos soldados se pusieron a cavar y a plantarla entre las piedras. Jesús esperaba, sentado en una piedra. El sol refulgía en lo alto de un cielo de hierro candente. No había ni una llama, ni un ángel, no se veía el menor signo que permitiera suponer que allá arriba alguien miraba lo que ocurría en la tierra… y mientras esperaba sentado, desmenuzando entre los dedos un terroncito de tierra, Jesús sintió que alguien estaba delante de él y lo miraba. Con calma, sin prisa, alzó la cabeza, la vio y la reconoció:

– Bienvenida -murmuró-, fiel compañera de camino. Aquí acaba el viaje. Se cumplió lo que tú deseabas y lo que yo deseaba. Toda mi vida luché para transformar el Anatema en Bendición. Después de esto, estamos en paz. Adiós, Madre -y agitó ligeramente la mano a la sombra cruel.

– Dos soldados asieron a Jesús por los hombros.

– ¡En pie, Majestad! -le gritaron-. ¡Sube a tu trono!

Lo desnudaron y quedó al descubierto el cuerpo delgado bañado en sangre.

El calor era tórrido. La muchedumbre, cansada de desgañitarse, miraba en silencio.