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– Dale de beber vino para que cobre valor -dijo un soldado. Pero Jesús rechazó la copa y extendió los brazos hacia la cruz.

– Padre -murmuró-, hágase tu voluntad.

– ¡Embustero! ¡Canalla! ¡Embaucador del pueblo! -aullaban los ciegos, los leprosos y los tullidos.

– ¿Dónde está el reino de los cielos? ¿Dónde están los hornos llenos de pan? -aullaban los menesterosos. Llovían las piedras y los tomates.

Jesús abrió los brazos y quiso exclamar: «¡Hermanos!», pero los soldados lo cogieron y lo subieron a la cruz. Llamaron a los gitanos. Cuando éstos levantaron los martillos y se oyó el primer golpe, el sol ocultó su rostro. Al segundo golpe de martillo el cielo se ensombreció y aparecieron las estrellas. No eran estrellas sino gruesas lágrimas que caían, gota a gota, en la tierra.

El terror se apoderó del pueblo. Los caballos que montaban los romanos se asustaron, se levantaron sobre las patas traseras y se echaron a galopar, desbocados, pisoteando a la judiada. Súbitamente la tierra y el cielo enmudecieron, como cuando se va a producir un temblor de tierra. Simón el cirenaico se echó de bruces sobre las piedras; la tierra había temblado súbitamente bajo sus pies y sintió miedo.

– ¡Oh! -murmuró-. La tierra va a abrirse y a tragarnos…

Alzó la cabeza y miró a su alrededor. Habiérase dicho que el mundo se había desvanecido y que brillaba, pálido y brumoso, envuelto en tinieblas azuladas. Las cabezas de la multitud habían desaparecido y sólo se veían los ojos, semejantes a agujeros negros. Una bandada de cuervos que, atraída por el olor de la sangre, revoloteaba sobre el Gólgota, huía ahora, espantada. De la cruz salía un estertor débil y quejumbroso; el cirenaico endureció su corazón, levantó los ojos y miró. Lanzó un grito. No eran gitanos los que clavaban al crucificado: una muchedumbre de ángeles había descendido del cielo y empuñaba martillos y clavos, volaba en torno de Jesús, descargaba golpes redoblados clavando alegremente sus manos y sus pies; otros ataban fuertemente el cuerpo del crucificado con gruesas sogas para que no cayera y un angelito de mejillas rosadas y rizos rubios traspasaba el costado de Jesús de un lanzazo.

– ¿Qué es esto? -murmuró el cirenaico, temblando-. ¡El propio Dios lo crucifica!

Entonces Simón el cirenaico sintió el miedo más intenso y el dolor más grande de su vida: una voz fuerte hendió el aire de arriba abajo, desgarradora, preñada de reproches:

– ELI… ELI…

No podía acabar el grito; quería acabarlo pero no lo lograba y, de pronto, sintió que se le cortaba la respiración. El Crucificado inclinó la cabeza.

Se desvaneció.

XXX

Pestañeó alegremente, sorprendido. Aquello no era una cruz sino un árbol gigantesco que se alzaba desde la tierra al cielo. Era primavera y todo el árbol florecía. En la punta de cada rama, sobre el vacío, un pájaro se había posado y cantaba… Y él, en pie y apoyado con todo su cuerpo en el árbol en flor, había levantado la cabeza y contaba: uno, dos, tres…

– Treinta y tres -murmuró-; tantos como mis años. Treinta y tres aves que cantan.

Sus ojos se agrandaron hasta invadir todo su rostro. Sin volverse, miraba a la vez hacia todas partes y veía el mundo en flor. Sus oídos, como dos conchas arrolladas en espiral, acogían los clamores, las blasfemias y los sollozos del mundo y los transformaban en una canción. Manaba sangre de su costado, traspasado por un lanzazo.

Una por una y sin que soplara la menor brisa, las flores se deshojaban y caían afectuosamente sobre sus cabellos entremezclados con espinas y sobre sus manos ensangrentadas. Y mientras se esforzaba, en medio de un océano de gorjeos, por recordar quién era y dónde se hallaba, de repente el aire giró como un torbellino para quedar inmediatamente inmóviclass="underline" un ángel estaba frente a él… En aquellos instantes nacía el día.

Había visto muchos ángeles en sueños y despierto, pero jamás había visto un Ángel semejante, jamás había visto una belleza tan cálida y humana, un vello tan aterciopelado, rizado y delicado como el que cubría sus mejillas y sus labios. Sus ojos ardientes centelleaban, desbordantes de pasión como los de una mujer o un adolescente enamorado. Su cuerpo era grácil y firme y sus pantorrillas y muslos redondeados aparecían cubiertos también de un vello inquietante, tan negro que despedía reflejos azules. De sus sobacos se difundía el olor a sudor humano que a Jesús tanto le agradaba.

Jesús se turbó y preguntó:

– ¿Quién eres?

Su corazón latía violentamente. El Ángel sonrió y todo su rostro se dulcificó, como un rostro humano. Plegó sus dos anchas alas verdes, como si temiera asustar demasiado a Jesús, y respondió:

– Soy como tú. Soy tu Ángel de la guarda. Ten confianza en mí.

Su voz era grave y acariciadora, afectuosa y familiar, como una voz humana. Hasta entonces las voces de ángeles que había oído eran severas y autoritarias. Se regocijó, miró al Ángel con aire implorante y esperó que continuara hablando.

El Ángel lo adivinó y respondió, sonriendo, al deseo del hombre:

– Dios me envió para endulzar tus labios. Los hombres y el cielo te han hecho beber infinidad de amarguras; has sufrido, has luchado y en toda tu vida no conociste ni un día de dulzura. Tu madre, tus hermanos, tus discípulos, los pobres, los enfermos, los oprimidos, todos, todos te abandonaron en el último momento, en el momento más terrible. Quedaste solo e indefenso en lo alto de un peñasco oscuro. Entonces Dios, el Padre, se apiadó de ti. Me dijo: «¿Cómo no haces nada? ¿No eres su Ángel de la guarda? Ve a salvarle. ¡No quiero que lo crucifiquen!» «Señor de las Naciones -le respondí temblando-, ¿acaso no lo enviaste a la tierra para que lo crucificaran y para que así salvase a los hombres? Por eso yo no intervenía. Creía que tal era tu voluntad.» «Que lo crucifiquen en sueños -respondió Dios-. Sentirá el mismo espanto y el mismo dolor.»

– Ángel de la guarda -exclamó Jesús, asiendo la cabeza del Ángel con las dos manos para que no se le escapara-, Ángel de la guarda, hijo mío, mi espíritu vacila… ¿Entonces no me crucificaron?

El Ángel posó su mano blanca en el corazón turbado de Jesús, para apaciguarlo, y le dijo:

– Cálmate, amado -y sus ojos fascinadores reían-, no te agites. No, no te crucificaron. Fue un sueño. Viviste toda tu Pasión en un sueño. Subiste a la cruz, te clavaron las manos y los pies en sueños, y en tus manos, en sus pies y en tu costado se abrieron cinco llagas con tal fuerza que aun ahora, mira, chorrean sangre…

Jesús miró a su alrededor, como extasiado. ¿Dónde estaba? ¿Qué llanura era aquélla, qué árboles eran aquellos árboles en flor y qué aguas eran aquéllas? ¿Y Jerusalén? ¿Y su alma? Se volvió hacia el Ángel y le tocó el brazo. ¡Qué fresca y firme era su carne!

– Ángel de la guarda, hijo mío -le dijo-, a medida que hablas mi cuerpo pierde pesantez, la cruz se convierte en la sombra de una cruz, los clavos en sombras de clavos y la crucifixión navega por el cielo, como una nube…

– Pongámonos en marcha -dijo el Ángel, y se echó a volar sobre la hierba florecida-. Inmensas alegrías te esperan, Jesús de Nazaret. Dios me ha autorizado a hacerte saborear todas las alegrías que codiciaste secretamente durante su vida… Ya verás que la tierra es buena, que es bueno reír, que es delicioso beber vino, besar los labios de una mujer y ver jugar en tus rodillas a tu primer hijo… ¿Podrás creerte que nosotros, los ángeles, nos asomamos a menudo a la tierra y la miramos con envidia desde el cielo lanzando suspiros?

Sus grandes alas verdes comenzaron a batir y lo enlazaron:

– Vuelve la cabeza -le dijo-; mira a tus espaldas.

Jesús obedeció… ¿Y qué vio? Allá, muy lejos y muy alto, brillaba la colina de Nazaret bajo el sol naciente. Las puertas fortificadas de la ciudad estaban abiertas y por ellas salía una enorme multitud. Eran señores y damas cubiertos de vestiduras de oro que montaban caballos blancos y hacían ondear estandartes de seda blancos como la nieve y bordados con azucenas de oro. Descendían entre montañas en flor, pasaban ante castillos reales, seguían senderos zigzagueantes, bordeaban el flanco de las colinas y atravesaban ríos. Oíase tras los árboles tupidos un rumor confuso hecho de risas, de conversaciones en voz baja y de leves suspiros…