– Ángel de la guarda, hijo mío -dijo Jesús, desconcertado-, ¿qué es esa multitud de señores? ¿Quiénes son esos reyes y esas reinas? ¿Adónde van?
– Es un cortejo real -respondió el Ángel, sonriendo-. Van a una boda.
– ¿Quién se casa?
– Tú. Esta es la primera alegría que te daré.
La sangre afloró en el rostro de Jesús. Adivinó bruscamente quién era la novia. Toda su carne cálida se estremeció de alegría. Ahora tenía prisa y dijo:
– En marcha.
Inmediatamente sintió que montaba un caballo blanco con silla y riendas de oro. Se miró el cuerpo y comprobó que su pobre vestido lleno de remiendos se había convertido en un vestido de terciopelo y oro. En lo alto de su cabeza ondeaba una pluma azul.
– ¿Es ése el reino de los cielos que yo anunciaba a los hombres de la tierra? -preguntó.
– No, no -respondió el Ángel, riendo-. Es la tierra.
– ¿Y cómo cambió tanto?
– No es ella la que ha cambiado, sino tú. Antes tu corazón iba contra la voluntad de la tierra, pero ahora la acepta. En esto reside todo el secreto. El reino de los cielos, Jesús de Nazaret, es la armonía entre el corazón y la tierra… Pero, ¿por qué hemos de perder el tiempo hablando? Vamos, que la novia espera.
El Ángel montaba ahora un caballo blanco y partieron al galope. A sus espaldas las montañas relinchaban, invadidas por la escolta real que descendía por ellas. Redoblaban las risas de las mujeres. Las aves surcaban el cielo con raudo vuelo en dirección al sur, cantando: «¡Ya llega! ¡Ya llega! ¡Ya llega!» El corazón de Jesús era también un ave que cantaba: «¡Ya llega! ¡Ya llega! ¡Ya llega!»
Mientras galopaba, se acordó de pronto, en medio de su alegría desbordante, de los discípulos. Se volvió y escrutó la multitud de señores, pero no los encontró entre ellos. Sorprendido, miró a su compañero y le preguntó:
– ¿Y mis discípulos? No los veo. ¿Dónde están?
Una risa burlona le respondió:
– Se han dispersado.
– ¿Por qué?
– Porque tenían miedo.
– ¿Hasta Judas?
– ¡Todos! ¡Todos! Volvieron a sus barcas y se escondieron en sus casuchas; juran y perjuran que jamás te vieron y que no te conocen… No mires hacia atrás, no pienses más en ellos. Mira hacia adelante.
Un embriagador aroma de azahar flotaba en el aire.
– Hemos llegado -dijo el Ángel, apeándose. Su caballo se transformó en luz y desapareció.
Un mugido grave y quejumbroso resonó entre los olivos, lleno de tristeza y de dulzura. Jesús se sintió turbado como si hubieran gritado sus propias entrañas. Miró y vio, atado al tronco de un olivo, a un toro negro de blanca testuz, cuernos coronados y cola levantada. Jamás había visto semejante fuerza ni semejante fulgor, jamás había visto una carne tan dura ni unos ojos tan oscuros y tan desbordantes de fortaleza. Tuvo miedo. «No es un toro -pensó-, sino uno de los rostros tenebrosos e inmortales de Dios Todopoderoso.»
El Ángel sonreía maliciosamente.
– No tengas miedo, Jesús de Nazaret. Es un toro joven, virgen aún. Mira: saca la lengua y se lame las húmedas fosas nasales, se inclina y asesta cornadas al olivo. Lucha para romper la soga y conquistar la libertad… Mira allá, ¿qué ves en aquella pradera?
– Terneras, terneras jóvenes que pacen.
– No, no pacen. Esperan que el toro rompa la soga. Escucha, continúa mugiendo. ¡Qué ternura hay en su voz, qué súplica, qué fuerza! En verdad, diríase que es un dios tenebroso y herido… ¿Por qué asoma esa expresión de ferocidad en tu rostro, Jesús de Nazaret? ¿Por qué me diriges esa mirada, tan sombría y severa?
– En marcha -mugió sordamente Jesús, y su voz desbordaba ternura, súplica y fuerza.
– Pero antes desataré al toro -respondió el Ángel, riendo-. ¿No te compadeces de él?
Se acercó, desató la soga y la bestia virgen permaneció un instante inmóvil. Luego comprendió repentinamente que estaba libre, dio un salto y se lanzó hacia la pradera.
Precisamente en aquel instante resonó bajo los limoneros un dulce tintineo de brazaletes. Jesús se volvió: frente a él estaba María Magdalena, tímida, trémula y coronada de azahares.
Jesús se arrojó en sus brazos y exclamó:
– Amada Magdalena, ¡cuántos años hace que deseo este instante! ¿Quién se interponía entre nosotros? ¿Era Dios? ¿Por qué lloras?
– Mi alegría es demasiado grande, amado, y mi deseo demasiado intenso. ¡Ven!
– ¡Te sigo!
Se volvió para despedirse de su compañero, pero el Ángel había desaparecido en el aire. El gran cortejo real que lo seguía -los señores, las damas, los reyes, los caballos blancos y las azucenas blancas- también había desaparecido. En la pradera el toro cubría a las terneras.
– ¿A quién buscas, amado mío? ¿Por qué miras atrás? Sólo existimos tú y yo en el mundo. Beso las cinco llagas de tus manos, de tus pies y de tu costado. ¡Qué alegría, qué Pascua! El mundo ha resucitado. ¡Ven!
– ¿Adonde? Dame la mano y condúceme.
– Iremos a un jardín profundo. Te persiguen y quieren apresarte. Todo estaba dispuesto: la cruz, los clavos, el pueblo, Pilatos… y de pronto apareció un Ángel y te trajo conmigo. Ven, sígueme, ocultémonos antes de que el sol se alce y puedan verte. Están enfurecidos y quieren matarte a toda costa.
– ¿Qué les hice yo?
– Tú querías su bien, su salvación. ¿Cómo podían perdonarte esto? Dame la mano, amado, y sigue a tu mujer. La mujer encuentra siempre el camino recto, nunca se equivoca.
Lo cogió de la mano. Su velo rojo como el fuego ondulaba mientras Magdalena marchaba a paso vivo bajo los limoneros cubiertos de flores. Sus dedos, entrelazados con los del hombre, ardían. Su boca olía a azahares.
Se detuvo unos instantes, jadeante, y miró a Jesús, que se estremeció: había visto centellear los ojos de la mujer, fascinantes y maliciosos como los del Ángel. Pero Magdalena le sonrió y dijo:
– No tengas miedo, amado. Durante años y años tuve una frase a flor de labios, pero me faltaba valor para decírtela. Ahora te la diré.
– ¿Qué frase? Habla sin miedo, amada.
– Si estás en el séptimo cielo y un transeúnte te pide un vaso de agua, desciende del séptimo cielo para dárselo. Si eres un santo asceta y una mujer te pide un beso, desciende de tu santidad para dárselo. De lo contrario, no puedes salvarte.
Jesús la cogió, le echó hacia atrás la cabeza y la besó en la boca.
Los dos habían palidecido y las piernas les flaqueaban. No podían continuar avanzando y rodaron por tierra bajo un limonero en flor.
El sol se detuvo sobre ellos. Levantóse viento y algunos azahares cayeron sobre los dos cuerpos desnudos. Un lagarto verde se había aplastado contra una piedra, frente a ellos, y los miraba con sus ojos redondos e inmóviles. Cada poco oíase a lo lejos el mugido del toro, apaciguado ahora, saciado. Lloviznaba suavemente, las gotas caían sobre ellos, refrescando los dos cuerpos ardientes. Ascendía un olor a tierra mojada.
María Magdalena estrechaba al hombre contra su cuerpo y jadeaba débilmente.
– Nunca había besado a un hombre, nunca había sentido en mis labios ni en mis mejillas el roce de la barba de un hombre, ni entre mis rodillas las rodillas de un hombre. ¡Hoy he nacido! ¿Lloras, amado mío?
– No sabía, mujer amada, que el mundo era tan hermoso y la carne tan santa; no sabía que la carne era también hija de Dios y hermana llena de gracia del alma. Ni que la alegría de nuestro cuerpo no era un pecado…
– ¿Por qué partiste a la conquista del cielo, por qué buscabas entre suspiros la fuente de la eterna juventud? Yo soy la fuente de la eterna juventud; te has inclinado sobre mí, has bebido, has saciado tu sed y te has tranquilizado. ¿Suspiras aún, amado? ¿En qué piensas?
– Mi corazón es una rosa marchita de Jericó que resucita y se abre bañada por el agua. El agua de la fuente de la eterna juventud es la mujer. Ahora he comprendido.