– ¿Qué, amado?
– Que este es el camino.
– ¿El camino? ¿Qué camino, amado Jesús?
– El camino para que el ser mortal se convierta en inmortal, para que Dios descienda a la tierra bajo la forma de un hombre. Me había extraviado y buscaba ese camino fuera de la carne. Lo buscaba en las nubes, en los grandes pensamientos, en la muerte. Mujer, preciosa colaboradora de Dios, perdóname. Me inclino ante ti y te adoro, Madre de Dios. ¿Cómo llamaremos a nuestro hijo?
– Llévalo al Jordán y bautízalo con el nombre que más te agrade. Es tuyo.
– Llamémoslo Paracleto.
– Calla. Oigo un ruido entre los árboles; alguien se acerca. Debe ser mi fiel negrito. Le ordené que vigilara por los alrededores para que nadie nos importunara. ¡Ahí está!
Al negrito le bailaban los ojos, muy blancos, y todo su cuerpo rollizo sudaba como el de un caballo que ha galopado mucho. Magdalena se levantó precipitadamente y le tapó la boca con la mano:
– ¡Calla!
Se volvió a Jesús y le dijo:
– Amado esposo, estás fatigado. Duerme. Pronto regresaré.
Jesús había cerrado los ojos y un dulce sueño pesaba sobre sus párpados. No vio a Magdalena alejarse bajo los limoneros y desaparecer por el camino desierto.
Pero su espíritu se debatió y abandonó en tierra a la carne que dormía para salir en persecución de Magdalena. ¿Adónde iba? ¿Por qué sus ojos se habían arrasado de lágrimas repentinamente? ¿Por qué el mundo se había ensombrecido? Parecía que un gavilán volaba sobre ellos, como vigilándolos. El negrito corría delante de Magdalena, asustado. Cruzaron el olivar. El sol aún no se había puesto cuando entraron en la pradera, donde las terneras rumiaban, echadas en la hierba. Bajaron a un barranco sombreado y pedregoso. Oyeron gritos, ladridos y jadeos de hombres. El negrito se aterró:
– ¡Me voy! -dijo, y salió corriendo.
Magdalena quedó sola y miró a su alrededor. Había allí piedras, rocas de sílice, algunas zarzas, una higuera silvestre y estéril que crecía al borde del precipicio y dos cuervos montaban guardia en el peñasco más sobresaliente. Apenas vieron a Magdalena, se echaron a chillar, como para llamar a sus compañeros.
Oyóse un ruido de pisadas sobre las piedras; un grupo de hombres subía por la cuesta abrupta, y de pronto apareció con la lengua afuera un perro negro con manchas rojas. El barranco se pobló de cipreses y de laureles, como un cementerio. Oyó una voz feliz y serena:
– ¡Bienvenida!
Magdalena miró a su alrededor y dijo:
– ¿Quién habla? ¿Quién me da la bienvenida?
– Yo.
– ¿Y quién eres tú?
– Dios.
– ¡Dios! Cubro mis cabellos, oculto mi pecho y aparto mi rostro… No mires mi desnudez, Señor; me da vergüenza. ¿Por qué me has traído a este desierto salvaje? ¿Dónde estoy? No veo más que cipreses y laureles.
– No necesitas más que cipreses y laureles, símbolo de la muerte y de la inmortalidad. Te he conducido, Gran Mártir, adonde yo quería. Prepárate para morir, Magdalena, para así ser inmortal.
– No quiero morir, no quiero transformarme en un ser inmortal. Quiero vivir aún en la tierra; luego podrás reducirme a cenizas.
– La muerte es una caravana cargada de especias y perfumes; nada temas. Trepa a la montura del camello nocturno y entra en el desierto del cielo, Magdalena.
– ¡Oh! ¿Qué son esos ejércitos enfurecidos que aparecieron tras los cipreses?
– No tengas miedo, Magdalena; son mis camelleros. Ponte la mano en la frente a modo de visera. ¿No ves la montura negra que te traen, con la silla de terciopelo rojo? No opongas resistencia y súbete a ella.
– Señor, no temo la muerte, pero me apena dejar la vida. Por primera vez hoy mi carne y mi alma han tenido los mismos labios, por primera vez recibieron las dos el mismo beso… ¡y debo morir!
– Este instante es bueno para morir, Magdalena. Nunca encontrarás otro mejor; no opongas resistencia.
– ¡Oh! ¿Qué son esos gritos, esas amenazas, esas risotadas que oigo? Señor, no me abandones. ¡Me matarán!
Entonces oyó, muy remota ahora, pero siempre feliz y serena, la voz que decía:
– Has llegado, Magdalena, al pináculo de la alegría terrestre. Ya no puedes subir más alto. Conviene que ahora mueras. ¡Hasta pronto, Primera Mártir!
La voz se perdió. En un recodo del barranco apareció la turba de levitas enfurecidos y de esclavos de Caifas acostumbrados a lamer sangre. Iban armados con puñales y hachas. Vieron a Magdalena y las hachas, los perros y los hombres se arrojaron sobre ella.
– ¡María Magdalena… puta! -aullaban riendo a carcajadas.
Una nube negra cubrió el cielo y el mundo se ensombreció.
– ¡No soy yo, no soy yo! -exclamaba la desdichada-. ¡Lo fui antes, pero ya no lo soy! ¡Hoy he nacido!
– ¡María Magdalena… puta!
– Lo fui pero ya no lo soy. Lo juro… No me matéis, ¡apiadaos de mí! ¿Quién eres tú, el de la cabeza calva, la enorme panza y las piernas torcidas, tú el giboso?
– Puta, María Magdalena, soy Saúl. El Dios de Israel me hizo venir desde la lejana Damasco y me ha dado poder para matarlo.
– ¿A quién?
– ¡A tu amante! -Se volvió hacia la turba que comandaba y ordenó-: ¡Caed sobre ella, muchachos! Es su amante y debe saber. Habla, impúdica, ¿dónde lo escondiste?
– No lo diré.
– Te mataré.
– En Betania.
– ¡Embustera! De allí venimos. Lo tienes oculto aquí. Queremos que nos digas la verdad.
– ¡No me tires de los pelos! ¿Por qué quieres matarlo? ¿Qué te hizo?
– ¡El que se rebela contra la santa Ley ha de morir!
El giboso hablaba y la miraba con codicia, sin dejar de acercársele. Su aliento quemaba. Magdalena pestañeó.
– Saúl -dijo-, mira mi pecho, mis brazos, mi garganta… ¿no es una lástima que desaparezcan? ¡No los mates!
Saúl se acercó aún más. Dijo con voz ronca y ahogada:
– Dinos dónde se esconde y no te mataré. Me gustan tus senos, tus brazos, tu garganta… Apiádate de tu belleza, ¡y confiesa! ¿Por qué me miras de ese modo? ¿En qué piensas?
– ¡Pienso entre suspiros en los milagros que habrías hecho, Saúl, si Dios arrojara de pronto el rayo sobre ti y te hiciera ver la verdad! Mi amante necesitaba discípulos como tú para conquistar el mundo, y no pescadores, buhoneros y pastores. ¡Hombres de fuego como tú, Saúl!
– ¡Para conquistar el mundo! ¿Quería conquistar el mundo? ¿Cómo? Habla, Magdalena. Yo también quiero conquistarlo.
– Con el amor.
– ¿Con el amor?
– Saúl, escucha lo que te diré: aleja a los otros para que no oigan. ¡El que persigues y quieres matar es el hijo de Dios, el Salvador del mundo, el Mesías! ¡Sí, te lo juro por el alma que estoy a punto de entregar a Dios!
Un levita escuálido, tísico, con una barbita gris de pelo ralo, dijo con voz silbante:
– ¡Saúl, Saúl, sus brazos son trampas donde quedan atrapados los lobos! ¡Ten cuidado!
– Vete.
Volvióse de nuevo hacia Magdalena y continuó:
– ¿Con el amor? Yo también quiero conquistar el mundo. Voy a los puertos y cuando veo los navíos que se hacen a la mar mi corazón se parte. Yo también quiero ir a los confines del mundo, pero no como un esclavo, como un mendigo judío, sino como un rey, blandiendo mi espada. Pero, ¿cómo hacerlo? No puedo hacerlo y, a veces, me posee tal rabia que tengo deseos de matarme. Entretanto, degüello para tranquilizarme.
Calló y, al cabo de un momento y acercándose aún más a la mujer, añadió:
– ¿Dónde está tu maestro, Magdalena? -Lo preguntó con voz dulce-. Confiésalo y yo iré en su busca para preguntarle qué es el amor. El me dirá qué es el amor y dominaremos el mundo… ¿Por qué lloras?
– Porque deseo revelarte dónde se encuentra para que os conozcáis. El es pura dulzura y tú eres puro fuego: los dos dominaríais el mundo. Pero no tengo confianza en ti. No Confío en ti, Saúl, y por eso lloro.
Aún hablaba cuando silbó y rasgó el aire una piedra; dio en la mandíbula de Magdalena.
– ¡Hermanos, en nombre del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, golpead! -aulló el levita tísico. Era el primero que había cogido del suelo una piedra y la había arrojado con furia a Magdalena.