En el cielo oyóse un ruido de truenos y, a lo lejos, el poniente se ahogó en sangre.
– ¡Pegadle en la boca mil veces besada! -aulló un esclavo de Caifas. Los dientes de Magdalena quedaron diseminados por tierra.
– ¡Yo le pegaré en el vientre!
– ¡Yo en el corazón!
– ¡Yo entre los dos ojos!
Magdalena hundió la cabeza entre los hombros para protegerla. De su boca, su pecho y su vientre manaba sangre. Comenzó a respirar anhelosamente, entre estertores.
El gavilán batió las alas, sus. ojos redondos contemplaron aquella escena, lanzó un grito penetrante y regresó. Encontró el cuerpo de Jesús echado bajo los limoneros y entró en él. Jesús pestañeó; una gruesa gota de lluvia cayó sobre sus labios y se despertó. Se incorporó y se sentó en la tierra feraz, pensativo. ¿Qué había soñado? No recordaba. En su memoria sólo habían quedado unas piedras, una mujer y sangre derramada. ¿Era Magdalena aquella mujer? Su rostro era mutable, se desplazaba como el agua, sin fijarse, y Jesús no lograba verlo. Mientras se esforzaba por distinguirlo, las piedras y la sangre se transformaron en un telar y la mujer estaba sentada ahora ante el telar, tejiendo y cantando. Su voz era muy dulce y estaba llena de reproches quejumbrosos.
Entre las hojas oscuras del limonero brillaban los limones, completamente dorados. Apoyó las palmas de las manos en el suelo húmedo, sintió su frescura y su calor primaverales, lanzó una mirada rápida a su alrededor y, al comprobar que nadie lo veía, se inclinó y besó la tierra.
– Madre -le dijo en voz baja-, abrázame; yo también te abrazo. Madre, ¿por qué no has de ser tú mi Dios?
Las hojas de los limoneros se agitaron, resonaron ligeras pisadas en la tierra húmeda y silbó un mirlo invisible. Jesús alzó los ojos y vio, en pie ante él, satisfecho y sonriente, al Ángel de la guarda de alas verdes. El vello rizado de su cuerpo brillaba bajo los rayos oblicuos del sol poniente.
– Bienvenido -dijo Jesús-. Tu rostro resplandece. ¿Qué buenas noticias me traes? Confío en ti; tus alas son verdes como la hierba de la tierra.
El Ángel rió, plegó las alas y se sentó junto a él. Estrujó una hoja del limonero y la olió ávidamente. Miró hacia el poniente, que se había vuelto carmesí. De la tierra se alzó una brisa leve y todas las hojas de los limoneros se pusieron a susurrar gozosamente.
– ¡Qué felices debéis ser vosotros los hombres! -dijo el Ángel-. Estáis hechos de tierra y de agua y cuanto existe en este mundo está hecho de tierra y de agua. Por eso reina una gran armonía en la tierra entre hombres y mujeres, entre la carne, las hierbas y los frutos… ¿No sois todos vosotros la misma tierra? ¿La misma agua? Todos queréis reuniros. Mira, cuando venía aquí oí que una mujer te llamaba.
– ¿Por qué me llamaba? ¿Qué quiere de mí?
El Ángel sonrió y repuso:
– El agua y la tierra que están en ella llaman al agua y la tierra que están en ti. Está sentada ante un telar y teje y canta. Su canción atraviesa las montañas y se derrama por la llanura, buscándote. Escucha, que ahora llegará hasta ti, entre los limoneros. Calla… ¿La oyes? Creía que era una canción, pero no es una canción sino un llanto fúnebre. Aguza el oído. Ahora… ¿Qué oyes?
– Oigo a las aves, que vuelven presurosas a sus nidos. Cae la noche.
– ¿Nada más? Reúne todas tus fuerzas y deja que tu alma se evada del cuerpo para que pueda escuchar.
– ¡Oigo! ¡Oigo! Es una voz de mujer que llora muy lejos, muy lejos. Pero no distingo las palabras.
– Yo las oigo con toda claridad. Escúchalas tú también. ¿Por qué se lamenta?
Jesús se irguió y reunió todas sus fuerzas; su alma se evadió del cuerpo, llegó a la aldea, entró en la casa y se detuvo en el patio.
– Oigo… -dijo Jesús y se llevó un dedo a los labios.
– Di.
«Sepulcro de plata, sepulcro de oro, sepulcro de plata sobredorada, No devores estos labios rojos, no devores estos ojos negros, ni esta pequeña lengua que cantaba como un ruiseñor.»
– ¿Reconociste su voz, Jesús de Nazaret?
– Sí.
– Es María, la hermana de Lázaro. Aún continúa tejiendo su ajuar de novia. Cree que estás muerto y te llora. Su garganta de nieve está desnuda, su collar de turquesas pesa sobre su pecho y de todo su cuerpo asciende un olor húmedo de sudor. Un olor de pan recién sacado del horno, de membrillo maduro y de tierra mojada. Levántate y vayamos a consolarla.
– ¿Y Magdalena? -exclamó Jesús, aterrado-. ¿Y Magdalena?
El Ángel lo tomó del brazo y le hizo sentarse en tierra:
– ¿Magdalena? -dijo con calma-. Es cierto, se me había olvidado decírtelo. Ha muerto.
– ¿Ha muerto?
– La mataron. ¡Eh! ¿Adónde vas, Jesús de Nazaret, con los puños cerrados? ¿A quién vas a matar? ¿A Dios? El fue quien la mató. ¡Siéntate! Dios, la Suma Bondad, disparó una flecha que traspasó a Magdalena en la más alta cima de la felicidad… Y Magdalena se convirtió en un ser inmortal. ¿Existe alegría mayor para una mujer? No verá cómo se aja el amor, cómo el corazón pierde bríos ni cómo se descompone la carne. Yo estaba allí cuando la mató y lo vi todo. Magdalena alzó los brazos al cielo, exclamando: «¡Dios mío, gracias! ¡Esto es lo que deseaba!»
Pero Jesús se encontraba excitado y dijo:
– Semejante deseo de sumisión sólo puede existir entre los perros o entre los ángeles. Yo no soy ni un perro ni un ángel; soy un hombre y alzo la voz para decir: «¡Todopoderoso, has cometido una injusticia al matarla! El más palurdo de los leñadores no se atreve a abatir un árbol en flor. ¡Y Magdalena había florecido!»
El Ángel lo tomó en sus brazos. Le acarició los cabellos, los hombros y las rodillas. Le habló en voz baja, tiernamente. Ya reinaban las sombras y se alzó una brisa. Las nubes se dispersaron y apareció una gran estrella, que debía ser el Lucero Vespertino.
– Ten paciencia -le dijo-, sométete y no desesperes. En el mundo no existe más que una sola mujer, que tiene innumerables rostros. Cuando desaparece uno, emerge otro. Ha muerto María Magdalena pero vive María, la hermana de Lázaro, y nos espera, te espera. Es la misma Magdalena con otro rostro. Escucha: ha suspirado mucho y es hora de que vayamos a consolarla. Ella guarda en su seno, esperándote, Jesús de Nazaret, la mayor alegría: un hijo. Tu hijo. ¡Vamos!
El Ángel lo acariciaba con ternura y lo alzaba suavemente. Ahora estaban ambos de pie bajo los limoneros. El Lucero Vespertino reía sobre sus cabezas.
El corazón de Jesús se dulcificaba poco a poco y en la penumbra húmeda el rostro de María Magdalena se confundía con el de María, la hermana de Lázaro… Llegó la noche, cargada de perfumes, y los cubrió con su manto.
– Vamos -balbuceó el Ángel, enlazando la cintura de Jesús con su brazo bien torneado y cubierto de suave vello. Su aliento olía a tierra mojada y a nuez moscada. Jesús inclinó la cabeza sobre él y cerró los ojos para aspirar profundamente el aliento del Ángel de la guarda; quería que le llegara hasta el fondo de las entrañas.
El Ángel desplegó sonriendo una de. sus alas. Con la noche comenzaba a caer una fuerte helada y envolvía a Jesús en sus alas espesas, para que no tuviera frío. Oyóse de nuevo en el aire húmedo, como una plácida llovizna de primavera, la lamentación de la mujer:
«Sepulcro de plata, sepulcro de oro…»
– Vamos -dijo Jesús. Sonreía.
XXXI
Envuelto en el ala verde y enlazando estrechamente la cintura del Ángel, Jesús voló durante toda la noche. Una luna enorme había subido al cielo, extraña y gozosa; ya no se veía en ella a Caín preparándose para matar a Abel sino una ancha boca feliz y dos mejillas bien alimentadas, inundadas de luz; veíase el rostro redondo de una mujer enamorada que vagabundeaba de noche. Los árboles huían, las aves nocturnas hablaban un lenguaje humano y las montañas se abrían para recibir a los dos viajeros y cerrarse tras ellos.