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Descargó un puñetazo en el suelo y añadió:

– ¡Este es el reino de los cielos: la tierra! Dios es tu hijo. Y la eternidad es cada instante, Jesús de Nazaret, cada instante que transcurre. ¿No se colma tu sed cada instante? En tal caso, debes saber que ni siquiera la eternidad saciará tus anhelos.

Calló. En el patio resonaron leves pisadas de pies descalzos.

– ¿Quién es? -dijo Jesús, incorporándose.

– Una mujer -respondió sonriendo el Ángel, que fue a descorrer el cerrojo de la puerta.

– ¿Qué mujer?

El Ángel agitó el índice como para regañarle:

– Te lo dije una vez ¿lo olvidaste? En el mundo no hay más que una mujer, una sola mujer con numerosos rostros. Y uno de estos rostros de la mujer es el que viene a visitarte. Levántate para recibirla. Yo me voy.

Se arrastró como una serpiente sobre las virutas y desapareció.

Los pies descalzos se detuvieron frente a la puerta, Jesús se volvió hacia la pared, cerró los ojos y simuló dormir. Una mano empujó la puerta y la abrió y una mujer se desplazó en el taller, conteniendo la respiración. Marchaba lentamente. Llegó al rincón donde estaba acostado Jesús y, sin despegar los labios ni hacer ruido, se echó a sus pies.

Jesús sintió que el calor de la mujer ascendía desde sus pies hasta sus rodillas, sus muslos, su corazón, su garganta… Alargó la mano, tocó las trenzas de la mujer y buscó en la oscuridad su rostro, su cuello, su pecho… La mujer se rendía, llena de esperanza y de sumisión, y callaba. Temblaba y el sudor bañaba todo su cuerpo.

Con voz débil y tierna, desbordante de compasión, el hombre dijo:

– ¿Quién eres?

La mujer temblaba y callaba. Jesús lamentó haberla interrogado: había olvidado una vez más las palabras del Ángel. ¿Le importaba acaso conocer su nombre, saber de dónde venía, cuál era la forma, el color y la belleza o fealdad de su rostro? Era el rostro femenino de la tierra; su pecho estaba oprimido, en ella se ahogaban una multitud de hijos e hijas que no lograban ver la luz del día y había ido en busca del hombre para que éste los hiciera nacer. El corazón de Jesús se desbordó de compasión.

– Soy Rut -murmuró la mujer, trémula.

– ¿Rut? ¿Qué Rut?

– Marta.

XXXII

Transcurrían los días, los meses y los años, y los hijos y las hijas se multiplicaban en la casa del maestro Lázaro, pues Marta y María rivalizaban en fecundidad. El hombre luchaba bien con el pino, el roble verde y el ciprés, abatiéndolos y labrando su madera para convertirla en instrumentos al servicio del hombre, o bien en los campos con los vientos, los topos y las ortigas. Volvía agotado al crepúsculo y se sentaba en el patio; sus mujeres iban a lavarle los pies y las pantorrillas, encendían el fuego, ponían la mesa y le abrían los brazos. Y el maestro Lázaro, que labraba la madera para liberar las cunas que ella encerraba, que trabajaba la tierra para hacer brotar las uvas y las espigas, araba igualmente a sus mujeres y liberaba a Dios, que estaba en ellas.

«¡Qué felicidad -pensaba Jesús-, qué correspondencia profunda del alma y del cuerpo, del hombre y la tierra!» Marta y María querían tocar aquella felicidad con la mano para asegurarse de que toda aquella alegría y dulzura eran reales, de que eran reales el hombre que amaban y los niños que salían de su seno, y que se le parecían. Aquella felicidad se les antojaba demasiado inmensa y temblaban. Una noche María tuvo un sueño atroz. Cuando se levantó y salió al patio, vio a Jesús, que acababa de lavarse y estaba sentado en tierra, con las manos apoyadas en el suelo, feliz. Fue a sentarse junto a él y le dijo en voz baja:

– Maestro, ¿qué son los ensueños, de qué están hechos? ¿Quién los envía?

– No son ni ángeles ni demonios -le respondió Jesús-. Cuando Lucifer se rebeló contra Dios, los ensueños permanecieron, indecisos, entre los demonios y los ángeles, y Dios los precipitó en los abismos del sueño. ¿Por qué me lo preguntas? ¿Qué ensueño has tenido, María?

Pero María estalló en sollozos y guardó silencio. Jesús le acarició la mano y dijo:

– Mientras lo retengas en ti, María, el ensueño te roerá las entrañas. ¡Sácalo a la luz, arrójalo de ti!

María se disponía a referirlo pero sintió un nudo en la garganta. Jesús la acarició y entonces tuvo valor.

– La luna brillaba intensamente y no puede cerrar los ojos durante toda la noche. Pero al alba debí dormirme porque vi un ave… Aunque no, no era un ave pues tenía seis alas de fuego; debía ser uno de los serafines que rodean el trono de Dios. Revoloteó a mi alrededor y de pronto se precipitó sobre mí envolviéndome la cabeza en sus alas… Puso entonces el pico en mi oreja y me habló… Maestro, me arrojo a tus pies y los beso. Ordéname callar.

– ¡Animo, María! ¿Acaso no estoy junto a ti? ¿De qué tienes miedo? Dijiste que te habló. ¿Qué te dijo?

– Que todo esto, maestro, es…

Su garganta volvió a anudarse.

Asió las rodillas de Jesús y las oprimió con fuerza entre sus brazos.

– Que todo esto es… ¿Qué es, amada María?

– Un ensueño… -murmuró la mujer, y estalló en lamentaciones.

Jesús se sobresaltó y dijo:

– ¿Un ensueño?

– Sí, maestro, que todo esto no es más que un ensueño.

– ¿Cómo… todo esto?

– Tú, yo, Marta, nuestros abrazos nocturnos, nuestros hijos… Todo, todo, todo no es más que una ilusión. La forjó la Tentación para extraviarnos; la forjó con un poco de sueño, de muerte y de viento… ¡Maestro, socórreme!

Cayó en tierra, se debatió unos instantes y de pronto quedó inmóvil. Acudió Marta llevando vinagre aromático, con el cual le frotó las sienes, María recobró el sentido, abrió los ojos, vio a Jesús y le aferró la mano.

– Movió los labios, maestro -dijo Marta-. Inclínate, que quiere hablarte.

Jesús se inclinó y le alzó la cabeza. María movía los labios:

– ¿Qué dices, amada María? No te oigo.

María reunió todas sus fuerzas y murmuró:

– Y que tú, maestro…

– ¿Que yo?… ¡Habla!

– … ¡has sido crucificado! -y cayó de nuevo en tierra, desvanecida.

La acostaron en su lecho y Marta quedó a su cabecera. Jesús abrió la puerta y salió a los campos. Se asfixiaba.

Oyó pisadas a sus espaldas y se volvió. Era el negrito.

– ¿Qué quieres? -le gritó con cólera-. Quiero estar solo.

– No quiero dejarte solo, Jesús de Nazaret -repuso el otro, con los ojos brillantes-. Este instante es difícil y tu espíritu puede vacilar.

– Es lo que quiero: que vacile. Hay momentos en que mi espíritu, ¡maldito sea!, me impide ver.

El negrito se echó a reír y dijo:

– ¿Eres una mujer? ¿Crees en los sueños? Deja que lloren las mujeres, pues para eso son mujeres: no pueden soportar una alegría demasiado grande y lloran. Pero nosotros, los hombres, resistimos, ¿no es cierto?

– ¡Sí, cállate!

Marchaban a paso rápido. Ascendieron una colina verdeante; en la hierba había anémonas y margaritas amarillas y la tierra olía a tomillo. Jesús vio su casa rodeada de olivos; una columna de humo ascendía del tejado y el alma de Jesús se apaciguó. «Las mujeres se han repuesto -pensó-. Se han acurrucado ante el hogar y han encendido el fuego.»

– Volvamos -dijo al negrito-, y no despegues los labios. Ten piedad de las mujeres.

Transcurrieron los días. Una tarde vio aparecer a un extraño caminante medio ebrio. Era el día del sábado y Jesús no trabajaba. Sentado ante la puerta de su casa, tenía en las rodillas a su hijo menor y a su hija menor y jugaba con ellos. Por la mañana había llovido y por la tarde el cielo se había despejado. Ahora algunas nubes tenues y de color carmesí navegaban hacia el poniente y el cielo, entre las nubes, era verde como una pradera. Dos palomas zureaban en la terraza. Con el pecho oprimido, María estaba sentada junto a él.