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El caminante se detuvo, lanzó una mirada oblicua a Jesús y se echó a reír.

– ¡Eh, maestro Lázaro! -le dijo, tartajeando-. ¡Tienes suerte! Los años pasan ante la puerta de tu casa y tú permaneces sentado como el patriarca Jacob con sus dos mujeres Lía y Raquel. Una de las tuyas, según me contaron, se encarga de los quehaceres domésticos, y la otra de cuidarte a ti. Por tu parte, tú te encargas de todos los trabajos; labras la madera y aras la tierra y a tus mujeres. Pero no sales nunca de este rincón y no sabes lo que pasa en el mundo… ¿Has oído hablar de Poncio Pilatos? ¡Ojalá se ase a fuego lento en el Infierno!

Jesús, que había reconocido al caminante medio ebrio, sonrió y dijo:

– Simón de Cirene, varón de Dios y del vino, bienvenido. Toma un escabel y siéntate. Marta, trae vino para nuestro viejo amigo.

El caminante se sentó en el escabel y cogió el cuenco con las dos manos.

– Todo el mundo me conoce -dijo con orgullo-. Todo el mundo va a mi taberna a practicar sus devociones. Con seguridad, tú también pasaste por ella. Pero no desvíes la conversación. Te pregunto si has oído hablar de Pilatos, de Poncio Pilatos. ¿Lo viste alguna vez?

En ese instante llegó el negrito, que se apoyó en el marco de la puerta para escuchar.

– Una nube ligera -respondió Jesús esforzándose por recordar-, una nube ligera pasa sobre mi memoria. Dos ojos de hielo de color gris ceniza como los del gavilán, una risa llena de mofa y un anillo de oro… Eso es todo lo que recuerdo. No; también recuerdo una jofaina de plata que le llevaron para que se lavara las manos. Debió de ser un ensueño, una bruma del espíritu que desapareció cuando se levantó el sol. Pero ahora que me haces pensar en ello, Cirenaico, me acuerdo. Me atormentó mucho en sueños.

– ¡Maldito sea! He oído decir que a los ojos de Dios los ensueños tienen más peso que la realidad de la vela. Pues bien, Dios torturó a Pilatos. Lo crucificaron.

Jesús lanzó un grito:

– ¡Lo crucificaron!

– ¿Por qué tienes miedo? ¡Se lo tenía merecido! Ayer, al despuntar el día, lo encontraron crucificado. Su cerebro se había perturbado. Ya no podía cerrar los ojos de noche, se levantaba, tomaba una jofaina y se pasaba toda la noche lavándose las manos y exclamando: «¡Me lavo y me froto las manos! ¡Soy inocente!» Pero las manchas de sangre no desaparecían de sus manos, y volvía a lavarse una y otra vez… Salía del palacio e iba a rondar por el Gólgota; no encontraba reposo. Ordenaba todas las noches a dos fieles servidores negros: «¡Tomad mi látigo y flageladme!» Recogía espinos y con ellos formaba una corona que se ponía en la cabeza; chorreaba sangre por su frente y sus mejillas.

– Me acuerdo…, me acuerdo…, me acuerdo -murmuraba Jesús y lanzaba de cuando en cuando una mirada furtiva al negrito, que escuchaba apoyado en el marco de la puerta.

– Luego comenzó a beber. Recorría las tabernas e iba también a la mía; bebía y se convertía en gallo y en puerco… Su mujer sintió asco de él y lo abandonó. Llegaron órdenes de Roma, destituyéndolo… ¿Me oyes, maestro Lázaro? ¿Por qué suspiras?

Jesús clavaba los ojos en el suelo y no respondía. El negrito fue a llenar el cuenco de Simón el cirenaico y, al entregárselo, le susurró al oído:

– ¡Cállate y vete!

Pero Simón se enfadó y repuso:

– ¿Por qué he de callarme? ¡En suma, ayer, al despuntar el día, encontraron a Pilatos crucificado en la cima del Gólgota!

Jesús sintió de pronto un dolor agudo en el costado izquierdo, como si recibiera allí un lanzazo. Las cuatro marcas azules de sus manos y sus pies se hincharon y enrojecieron.

María lo vio palidecer, se acercó a él y le acarició las rodillas.

– Amado -dijo-, estás fatigado. Ve a echarte en el lecho.

El sol se había puesto y se levantó una fresca brisa. Simón ya estaba completamente ebrio y se durmió. El negrito lo despertó cogiéndolo bruscamente del brazo y lo empujó fuera de la aldea.

– ¡Deliras! -le dijo, colérico-. ¡Vete! -y le señaló el camino que llevaba a Jerusalén.

El negrito volvió a la casa, inquieto.

Jesús, acostado en el taller, clavaba los ojos en la claraboya. Marta preparaba la comida y María daba el pecho al más chiquitín de sus hijos y miraba en silencio a Jesús. Cuando el negrito entró, sus ojos aún refulgían de cólera.

– Se fue -dijo-. Estaba completamente ebrio y ya no sabía lo que decía.

Jesús se volvió y lo miró con angustia. Se mordió los labios: tenía miedo de hablar. Dirigió luego una mirada suplicante al negrito, como para pedirle ayuda. Pero éste se llevó un dedo a * los labios y le sonrió:

– Duerme -dijo-, duerme Jesús cerró los ojos, relajó la boca contraída, se borraron las arrugas de su frente y se durmió. Cuando se despertó al alba se sintió feliz y aliviado, como si acabara de escapar a un gran peligro. El negrito se había despertado antes que él y limpiaba ya el taller, riendo por lo bajo.

– ¿Por qué ríes? -le preguntó Jesús, guiñándole un ojo.

– Me río de los seres humanos, Jesús de Nazaret -respondió en voz baja para que no lo oyeran las mujeres-. ¡Qué terrores ha de padecer vuestro pobre espíritu a cada instante! ¡A vuestra izquierda se abre un abismo, a vuestra derecha otro, al igual que a vuestras espaldas, y adelante sólo hay una cuerda tendida sobre el abismo!

– Por un instante -dijo Jesús, riendo a su vez-, mi espíritu se tambaleó sobre la cuerda y creo que poco faltó para que cayera al abismo. ¡Pero salí del paso!

Entraron las mujeres y la conversación abordó otros temas. Encendióse el fuego en el hogar y pronto un tropel de niños se precipitó en el patio entre estallidos de risa y se puso a jugar a la gallinita ciega.

– María -dijo Jesús riendo-, ¿cuántos hijos tenemos? Mira, Marta, ya llenan todo el patio. Tendremos que ampliar la casa o dejar de tener hijos.

– Habrá que ampliar la casa -respondió Marta.

– Pronto escalarán los muros y los árboles del patio como ardillas. Hemos declarado la guerra a la muerte, María. Benditas sean las entrañas de la mujer. Están repletas de huevos, como las de los peces, y cada huevo es un hombre. La muerte no se saldrá con la suya.

– A ti debemos, amado, el que la muerte no se salga con la suya -respondo María.

Jesús estaba de buen humor y quería hacerle rabiar un poco. Además, aquel día, María, que acababa de despertarse y se peinaba ante él, le agradaba mucho.

– María -le dijo-, ¿no piensas nunca en la muerte, no invocas la misericordia de Dios, no te preocupas por lo que serás en el otro mundo?

María sacudió los largos cabellos risueñamente y dijo:

– Esas son preocupaciones de hombre. No, no invoco la misericordia de Dios. Invoco la del hombre. No golpeo a la puerta de Dios para mendigar las alegrías eternas del Paraíso. Abrazo al hombre que amo y no quiero otro Paraíso. Las alegrías eternas son para los hombres.

– ¿Las alegrías eternas son para los hombres? -dijo Jesús, acariciando el hombro desnudo de María-. Amada mía, la tierra es estrecha. ¿Cómo puedes encerrarte en ella y no desear evadirte?

– La mujer sólo es feliz dentro de ciertas fronteras, y tú lo sabes muy bien, maestro. La mujer es una cisterna; no una fuente.

Marta entró corriendo y dijo:

– Alguien busca nuestra casa… Ya llega. Es un hombre rechoncho con un cráneo tan liso como un huevo. Viene hacia aquí a paso rápido.

El negrito entró a su vez, sin aliento:

– No me agrada su apariencia y le cerraré la puerta en las narices. Me parece que éste también* viene a turbar nuestra tranquilidad.

Jesús lanzó una mirada furtiva al negrito y le preguntó:

– ¿De qué tienes miedo? ¿Quién es él para que te inspire temor? Abre la puerta.

El negrito le guiñó el ojo y le dijo en voz baja:

– ¡Échale!

– ¿Por qué? ¿Quién es?

– ¡Échale -repitió el negrito-, y no hagas preguntas!

Jesús se enfadó:

– ¿No soy libre? ¿Acaso no hago lo que quiero? ¡Abre la puerta!

En la calle resonaron pisadas que se detuvieron frente a la puerta. Golpearon.