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– ¿Quién es? -preguntó Jesús, saliendo al patio.

– ¡Un enviado de Dios! ¡Abrid! -dijo una vocecilla cascada.

Abrióse la puerta; en el umbral estaba un hombrecito rechoncho y calvo, pero aún joven. Sus ojos despedían llamas. Las dos mujeres, que habían corrido a ver al visitante, retrocedieron.

– ¡Regocijaos, hermanos! -dijo el visitante abriendo los brazos-. ¡Os traigo la Buena Nueva!

Jesús lo miraba, procurando recordar dónde le había visto antes; un escalofrío recorrió todo su cuerpo.

– ¿Quién eres? Me parece que te he visto en alguna parte. ¿En el palacio de Caifas? ¿En una crucifixión?

El negrito, hecho un ovillo en un rincón del patio, soltó una risita y dijo:

– ¡Pero si es Saúl!… ¡Saúl, el bebedor de sangre humana!

– ¿Eres Saúl? -dijo Jesús, horrorizado.

– Fui el sanguinario Saúl, pero ya no lo soy. Vi la verdadera luz; soy Pablo. ¡Alabado sea Dios! Me salvé y me puse en camino para salvar el mundo, para salvar no sólo a Judea, no sólo a Palestina, sino a toda la tierra. La Buena Nueva que llevo conmigo ansia mares, ciudades lejanas, un gran espacio. No muevas la cabeza, maestro Lázaro; no sonrías, no te burles. ¡Salvaré el mundo!

– Yo he vuelto del viaje que tú emprendes ahora, hijo mío -respondió Jesús-. Me acuerdo que cuando era joven como tú me puse en camino para salvar el mundo. Eso quiere decir ser joven: ¡salvar el mundo! Marchaba descalzo, cubierto de harapos, llevaba a modo de ceñidor una correa provista de clavos, como los antiguos profetas, y exclamaba: «¡Amor! ¡Amor!», y muchas cosas por el estilo de las que no quiero ya acordarme. Me recibieron con tomates, me molieron a palos y poco faltó para que me crucificaran. ¡Lo mismo te ocurrirá a ti, hijo mío!

Llevado por el calor de la conversación, había olvidado que desempeñaba el papel de maestro Lázaro y había descubierto su secreto a un extranjero.

El negrito se asustó e intervino para desviar la conversación.

– No le hables, patrón; deja que yo le hable, pues debo decirle algo.

Se volvió hacia el extranjero y le dijo:

– ¿No eres tú, maldito, quien mató injustamente a María de Magdala? Tus manos están aún cubiertas de sangre. Sal de esta casa respetable.

– ¿Eres tú? ¿Tú?… -dijo Jesús, estremeciéndose.

– Sí, soy yo -respondió Pablo, con un suspiro profundo-. Me golpeo el pecho, me rasgo las vestiduras y grito: «¡Soy culpable! ¡Soy culpable!» Había recibido la orden escrita de matar a aquellos que violaran la Ley de Moisés y maté a cuantos pude. Luego me puse en marcha hacia Damasco. Entonces un relámpago cayó súbitamente sobre mí y me arrojó en tierra. El resplandor demasiado violento me había cegado y ya no veía. Oía sobre mi cabeza una voz llena de reproches: «¡Saúl, Saúl, ¿por qué me persigues? ¿Qué te he hecho yo?!» «¿Quién eres, Señor?», grité. «Soy Jesús, el que tú persigues. Levántate, entra en Damasco y allí mis fieles te dirán qué debes hacer.» Me puse en pie de un salto; temblaba y mis ojos estaban abiertos, pero no veían. Mis compañeros me tomaron de la mano y me hicieron entrar en Damasco. En la casa en que paré se presentó un discípulo de Jesús, Ananías, ¡bendito sea! Posó la mano sobre mi cabeza y rezó una oración: «¡Cristo, dale tu luz para que recorra toda la tierra anunciando la Buena Nueva!» Apenas hubo pronunciado estas palabras, las escamas cayeron de mis ojos, vi la luz y me hice bautizar. Por el bautismo me convertí en Pablo, apóstol de las Naciones. Predico en la tierra y en el mar la Buena Nueva. ¿Por qué abres desmesuradamente los ojos, maestro Lázaro? ¿Por qué me miras de ese modo?. ¿Por qué te has turbado?

Jesús recorría el patio de uno a otro extremo con los puños apretados y el rostro congestionado. Vio a sus mujeres en un rincón, pálidas, y a sus hijos que lloraban, colgados de las faldas de sus madres.

– ¡Idos! ¡Dejadnos solos! -ordenó. Nervioso, el negrito se acercó para hablarle, pero Jesús lo rechazó colérico-: ¿No soy libre? ¡Ya no puedo contenerme y hablaré! -se volvió hacia Pablo y rugió con voz temblorosa-: ¿Qué Buena Nueva?

– Jesús de Nazaret… Habrás oído hablar de él; no era hijo de José y María, sino hijo de Dios. Bajó a la tierra y tomó un cuerpo de hombre para salvar a los hombres. Los inicuos sacerdotes y fariseos le apresaron, lo condujeron ante Pilatos y lo crucificaron. Pero al tercer día resucitó y subió al cielo. ¡La muerte ha sido vencida, hermanos; los pecados han sido perdonados y se abrieron las Puertas del Paraíso!

– ¿Viste resucitado a Jesús de Nazaret? -rugió Jesús-. ¿Lo viste con tus propios ojos? ¿Cómo era?

– Era un relámpago, un relámpago que hablaba.

– ¡Embustero!

– Sus discípulos lo vieron. Después de la crucifixión estaban reunidos en un desván, con las puertas cerradas, cuando súbitamente se presentó entre ellos, en pie, y les dijo: «¡Que la paz sea con vosotros!» Todos lo vieron y quedaron deslumbrados. Tomás no quería creer; tocó sus llagas con el dedo y le dio de comer pescado…

– ¡Embustero!

Pablo se había inflamado; su cuerpo encorvado se había puesto tenso y sus ojos despedían chispas.

– No nació de un hombre; su madre era virgen. El arcángel Gabriel descendió del cielo y le dijo: «¡Te saludo, María!», y sus palabras cayeron como una simiente en su seno. De ese modo nació Jesús.

– ¡Embustero! ¡Embustero!

Pablo se detuvo, perplejo. El negrito se levantó y echó el cerrojo de la puerta. Los vecinos habían oído los gritos, entreabrían las puertas y aguzaban el oído. Las dos mujeres habían vuelto al patio, llenas de miedo, pero el negrito volvió a encerrarlas en la casa. Jesús estaba fuera de sí y ya no podía dominar su corazón. Se acercó a Pablo, lo cogió del brazo y se puso a zarandearlo.

– ¡Embustero! ¡Embustero! -le gritó-. Yo soy Jesús de Nazaret; nunca me crucificaron, nunca resucité. Soy el hijo de María y de José el carpintero, de la aldea de Nazaret; no soy el hijo de Dios, sino un hombre como los demás, soy hijo de un hombre. ¿Qué significan estas blasfemias, estas infamias, estas mentiras? ¿Y piensas salvar el mundo con semejantes embustes, bellaco?

– ¿Tú? ¿Tú? -murmuró Pablo, atónito. Mientras el maestro Lázaro hablaba temblando de cólera, Pablo había percibido en sus manos y sus pies marcas azules, como marcas de clavos, y una herida en el costado izquierdo.

– ¿Qué te espanta, por qué miras mis manos y mis pies? Dios grabó en ellos las marcas que ves -Dios o la Tentación, aún no lo sé- mientras yo dormía. Soñé que estaba crucificado y que sufría, pero lancé un grito y me desperté. En seguida me tranquilicé. Lo que debía padecer despierto lo padecí en sueños…, ¡y así escapé a la crucifixión!

– ¡Cállate! ¡Cállate! -rugió Pablo, oprimiéndose las sienes para que no le estallaran;-. ¡Cállate!

Pero Jesús ya no podía callar. Parecía que sus palabras hubieran estado encerradas en su pecho desde hacía muchos años y que ahora, al abrirse su corazón, se derramaban. El negrito se colgó de su brazo:

– ¡Cállate! ¡Cállate! -le dijo, pero Jesús lo arrojó por tierra de un empujón y se volvió hacia Pablo:

– ¡Sí, sí, todo lo diré! ¡Necesito decirlo! Lo que debía padecer despierto lo padecí en sueños. Escapé así a la crucifixión y vine a vivir en esta aldea bajo otro nombre y con otro rostro. Vivo la vida corriente de los hombres: como, bebo y tengo hijos. Los grandes incendios se calmaron y soy ahora, como los demás, un fuego tranquilo; me agrada sentarme ante el hogar mirando cómo mi mujer cocina la comida de nuestros hijos. Salí a la conquista del mundo y eché anclas en este puerto hogareño. No tengo motivos de queja. Soy hijo de un hombre, te lo repito, y no hijo de Dios. Y no recorras el mundo predicando embustes. ¡Yo me levantaré y gritaré la verdad!

Pablo estalló a su vez:

– ¡Cierra esa boca desvergonzada! -le gritó, avanzando hacia él-. Cállate; si los hombres te escucharan se sentirían mutilados de brazos y piernas. En la podredumbre, la injusticia y la pobreza de este mundo, Jesús el Crucificado, Jesús el Resucitado era el único y precioso consuelo del hombre honrado y oprimido. ¿Qué importa que sea mentira o verdad? ¡Basta con que el mundo se salve!