– Los años, maestro…
– ¿Cómo los años? La culpa no la tienen los años. Mientras el alma está en pie, mantiene derecho al cuerpo y no permite que los años lo quebranten. ¡Lo que cayó es tu alma, Pedro; es tu alma!
– He sufrido mucho en la vida, maestro… Me casé, tuve hijos, padecí, vi arder Jerusalén, soy un hombre…, y eso me quebrantó…
– Eres un hombre, y eso te quebrantó… -murmuró Jesús, desbordante de piedad-. Querido Pedro, según está el mundo hay que ser a la vez Dios y demonio para resistir.
Se volvió hacia el siguiente, cuyo rostro asomaba tras el hombro de Pedro:
– ¿Y tú? -dijo-. Te han cortado la nariz, no tienes ni un pelo en ese rostro lleno de agujeros. ¿Cómo quieres que te reconozca? Habla, pues, viejo compañero; exclama: «¡Rabí!» Acaso recuerde quién eres.
Aquel guiñapo humano gritó con todas sus fuerzas:
– ¡Rabí! -luego bajó la cabeza y calló.
– ¡Santiago! ¡El hijo mayor de Zebedeo, el varón aguerrido y robusto!
– Esto es lo que queda de él, maestro -dijo Santiago, resoplando-. Una tempestad terrible me dejó tal como me ves; el fondo de la barca se hendió, la quilla se abrió y el mástil se rompió. Soy un náufrago que vuelve al puerto.
– ¿A qué puerto?
– Tú eres el puerto, maestro.
– ¿Qué quieres que te haga? No soy un astillero y no puedo calafatearte. Lo que te diré es duro, pero justo: ahora no te queda otro puerto, Santiago, que el fondo del mar. Dos y dos son cuatro, como decía tu padre, Zebedeo.
Sintió pena y exasperación. Se volvió hacia otro viejo achaparrado.
– ¿Y tú? ¿No fuiste Natanael en otra época? Estás ahora gordo como una vaca, tienes muslos, vientre y carrillos fofos… ¿Qué se ha hecho de tus carnes firmes, Natanael? Eras un edificio de tres pisos, pero ahora de él sólo quedan los andamios. Sin embargo, no te quejes; eso es suficiente para entrar en el cielo.
Natanael se enfadó:
– ¿Qué cielo? No te guardo rencor porque haya perdido las orejas, los dedos y un ojo; te guardo rencor porque las cantilenas que nos deslizabas a los oídos, porque el boato y las coronas, los esplendores y los reinos de los cielos no eran más que vapores de una borrachera; nos hemos desembriagado. ¿Qué piensas tú, Felipe? ¿Acaso no tengo razón?
– ¿Qué quieres que te diga, Natanael? -respondió suspirando un viejito perdido entre los otros-. ¿Qué quieres que te diga, hermano? ¡Yo te arrastré a seguir al maestro!
Jesús meneó la cabeza compasivamente y tomó de la mano al viejito Felipe.
– Me inspirabas una gran ternura, Felipe, príncipe de los pastores, porque no poseías ovejas. Sólo poseías el cayado y empujabas el vacío delante de ti. De noche sacabas los rediles a los cuatro vientos y los llevabas a pacer. Encendías grandes hogueras en tu espíritu, ponías en ellas grandes calderos, hacías hervir la leche y la hacías deslizar desde lo alto de la montaña hasta la llanura para dar alimento a los menesterosos. Todas las riquezas las tenías en tu corazón; pero afuera te rodeaban la pobreza, la soledad, los gritos y el hambre. ¡Eso es ser discípulo mío! Y ahora…, Felipe, Felipe, príncipe de los pastores, ¡qué bajo has caído! Deseaste, ¡ay!, verdaderas ovejas con lana tangible, con carne tangible…, ¡y te perdiste!
– ¡Tengo hambre! -respondió Felipe-. Tengo hambre. ¿Qué quieres que le haga?
– ¡Piensa en Dios y te sentirás saciado! -respondió Jesús, y súbitamente se endureció su corazón.
Se volvió hacia un viejito jorobado que se había dejado caer en una artesa y tiritaba. Jesús levantó los harapos que lo cubrían y apartó sus tupidas cejas. No lograba adivinar quién era. Le echó hacia atrás los cabellos, dejando al descubierto una gran oreja en la que aún había una vieja caña hendida. Sólo pudo echarse a reír:
– ¡Doy la bienvenida a esta gran oreja! -dijo, saludándole-. ¡Larga, bien plantada, velluda, se movía como las de las liebres, llena de pavor, de curiosidad y de hambre! ¡Doy la bienvenida a estos dedos manchados de tinta y al tintero que tienes a modo de corazón! ¿Aún sigues con tus escritos, chupatintas Mateo? Aún veo la caña en tu oreja. ¿Te batiste con esa lanza?
– ¿Por qué te burlas de mí? -respondió el otro ásperamente-. ¿Es que siempre nos pondrás en ridículo? Había comenzado solemnemente a escribir la historia de tu vida y me inmortalizaría contigo. ¿Qué ocurrió luego? El pavo real perdió las plumas. No era un pavo real, sino una gallina. ¡Todos mis afanes se perdieron!
Jesús sintió repentinamente que se le doblaban las rodillas e inclinó la cabeza; pero inmediatamente la alzó con cólera y, señalando con el índice a Mateo, le dijo, amenazante:
– ¡Cállate, cállate! ¿Cómo te atreves?
Un viejecillo bizco y seco como una pasa de uva pasó la cabeza entre las piernas de Natanael y soltó una risita. Jesús se volvió y en seguida lo reconoció.
– ¡Bienvenido, Tomás, aborto del Infierno! ¿Qué has hecho con tus dientes? ¿Qué ha sido de los dos pelos que tenías en el cráneo? ¿Y a qué chivo arrancaste la barbita grasienta que cuelga de tu mentón? ¿Eres tú, Tomás, el hombre de pensamientos tortuosos, de ojos atravesados, el viejo astuto?
– En carne y hueso. Sólo me faltan los dientes, que perdí en el camino. Y los dos pelos. Lo demás está en su sitio.
– ¿Y el espíritu?
– Es un verdadero gallo. Se sube a un montón de estiércol y, aunque sabe de sobra que no es él quien hace salir al sol, ello no le impide cantar todas las mañanas y hacerlo salir. Porque sabe cuándo debe cantar.
– ¿Y tú también luchaste, valiente entre los valientes, para salvar a Jerusalén?
– ¿Luchar? No soy tan tonto. Oficié de profeta.
– ¿De profeta? ¿Le crecieron alas entonces a la hormiguita, a tu espíritu? ¿Sopló Dios sobre ti?
– ¿Qué tiene que ver Dios con esto? Mi espíritu descubrió solo el secreto.
– ¿Qué secreto?
– De lo que es ser un profeta. Tú lo sabías antes, pero creo que lo olvidaste.
– Recuérdamelo entonces, maligno Tomás. Quizá tenga necesidad aún de saberlo. ¿Qué es ser un profeta?
– El profeta, cuando todo el mundo desespera, es el único que espera; y cuando los otros esperan, es el único que desespera. ¿Por qué?, me dirás. Porque conoce el Gran Secreto: que la Rueda gira.
– Es peligroso hablar contigo, Tomás -dijo Jesús guiñándole el ojo-. Veo en tus ojitos bizcos y vivaces una cola y dos cuernos. Y una chispa de luz, que quema.
– La verdadera luz quema, maestro. Tú lo sabes, pero te apiadas de los hombres. El corazón siente piedad y por eso el mundo está sumergido en la oscuridad. Pero el cerebro no se apiada de nada y por eso el mundo arde… Me indicas con una seña que me calle; tienes razón, me callo, pues no conviene descubrir los secretos ante estos inocentes que carecen de fuerza. Sólo uno resiste: éste.
– ¿Quién?
Tomás se arrastró hasta la puerta de la calle y señaló, sin tocarlo, a un coloso que permanecía en pie en el umbral, semejante a un árbol seco. Sus cabellos y su barba eran aún rojos hasta la raíz.
– ¡Este! -dijo retrocediendo-. Judas. ¡Es el único que aún resiste! ¡Se mantiene sólido, vigoroso, sin flaquear! Ten cuidado, maestro, y hablale suavemente. Compórtate con él con toda clase de miramientos; míralo, está colérico.
– Procuremos entonces domesticar al león del desierto para que no nos muerda. ¡Hasta dónde hemos llegado! -alzó la voz y dijo-: Hermano Judas, el Tiempo es un tigre real que devora a los hombres, devora las ciudades y los reinos, y, ¡que Dios me perdone!, ¡devora hasta a los propios dioses! Pero a ti ni siquiera te ha rasguñado; tu valor no se apagó, no te adaptaste. Aún veo en tu pecho el puñal implacable y en tus ojos las llamaradas de la juventud: odio, cólera y esperanza. ¡Bienvenido!
– Judas -murmuró Juan, que había caído a los pies de Jesús, irreconocible, con una barba completamente blanca y dos llagas profundas en la garganta y en las mejillas-, ¿no oíste, Judas? ¡El maestro te saluda, respóndele!