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– Es testarudo y de una sola pieza -dijo Pedro-; se muerde los labios para no hablar.

Jesús mantenía clavada la mirada en su antiguo compañero y le hablaba con dulzura:

– Judas, las aves habladoras, portadoras de noticias, pasaron sobre mi casa y dejaron caer las nuevas en el patio. Parece que ganaste las montañas para librar guerra al tirano judío y al tirano extranjero. Luego descendiste a Jerusalén; apresabas a los traidores saduceos, les pasabas una cinta roja alrededor del cuello y los degollabas como corderos en el altar del Dios de Israel. Posees un alma grande, sombría y desesperada. Desde que nos separamos, hermano Judas, no conociste ni un solo día de dicha. Te he echado mucho de menos. ¡Bienvenido!

Juan miraba con terror a Judas, que continuaba mordiéndose los labios para no hablar.

– Las espirales de humo se adensan y forman volutas sobre su cabeza -murmuró, retrocediendo unos pasos.

– ¡Ten cuidado, maestro! -dijo Pedro-. ¡Te mira desde todos los ángulos, buscando el modo más ventajoso de caer sobre ti!

– Te estoy hablando, hermano Judas -prosiguió Jesús-. ¿No oyes? Te saludo. ¿No te llevas la mano al corazón y me dices: «Celebro verte»? ¿El dolor que te causó Jerusalén te hizo arder la cabeza? ¡No te muerdas los labios! ¡Eres un hombre; resiste, retén esos gemidos! Has cumplido valientemente con tu deber. Las graves heridas de tus brazos, de tu pecho, de tu rostro, todas en la parte anterior del cuerpo, anuncian que te has batido como un león. Pero ¿qué puede hacer el hombre contra Dios? Te batiste contra Dios cuando luchaste para salvar a Jerusalén; hacía años que se había convertido en ceniza en el espíritu de Dios.

– Se ha adelantado un paso -murmuró Felipe, asustado-; hunde la cabeza en los hombros como un toro que se apresta a embestir.

– Apartémonos, amigos -dijo Natanael-. Ahora levanta el puño.

– ¡Maestro, maestro! -exclamaron Marta y María corriendo hacia él-. ¡Ten cuidado!

Pero Jesús prosiguió hablando con tranquilidad; sin embargo, sus labios temblaban ligeramente:

– Yo también luché en la medida de mis fuerzas, hermano Judas. Cuando era joven, como un joven: acometí la empresa de salvar el mundo; más tarde, cuando mi espíritu maduró, entré en el camino de los hombres: trabajé, labré la tierra, cavé pozos, planté viñedos y olivos, tomé en mis manos el cuerpo de la mujer y creé hombres, venciendo así a la muerte. Esto es lo que siempre dije, ¿no es cierto? Cumplí la palabra empeñada: ¡vencí a la muerte!

De pronto, Judas rechazó con un ademán brusco a Pedro y a las mujeres, que se habían colocado frente a él, y lanzó un salvaje alarido:

– ¡Traidor!

Todo el mundo hundió la cabeza en los hombros. Jesús palideció y se llevó las manos al pecho:

– ¿Yo, yo, Judas? -murmuró-. Acabas de decir algo grave. ¡Retíralo!

– ¡Traidor! ¡Desertor!

Los viejitos se pusieron blancos como sábanas y se volvieron precipitadamente hacia la puerta de la calle. Tomás ya había franqueado el umbral. Intervinieron entonces las dos mujeres y Marta gritó:

– ¡Hermano, no os vayáis! Satán alzó la mano sobre el maestro. ¡Va a golpearle!

– ¿Adónde vas, Pedro? -dijo Marta asiendo a Pedro, que se deslizaba hacia la puerta-. ¿Otra vez? ¿Renegarás de él otra vez?

– Yo no me mezclo en esto -dijo Felipe-. Iscariote tiene mano dura y soy viejo. ¡Vámonos, Natanael!

Judas estaba ahora frente a Jesús, casi rozándole el rostro con el suyo; su cuerpo humeaba y olía a sudor y a llagas infectadas.

– ¡Cobarde! -rugió-. ¡Desertor! Tu lugar estaba en la cruz. Tal era el puesto que el Dios de Israel te había asignado para combatir. Pero te dominó el miedo y, cuando la muerte se alzó ante ti, escapaste a toda velocidad. ¡Has corrido a refugiarte en las faldas de Marta y María, cobarde! ¡Hasta cambiaste de rostro y de nombre, falso Lázaro, para escapar a tus responsabilidades!

– Judas Iscariote -dijo Pedro, a quien las mujeres habían infundido coraje-, Judas Iscariote, ¿es ése el modo de hablar al maestro? ¿No le tienes respeto?

– ¿Qué maestro? -aulló Judas, amenazando con el puño-. ¿Este? Pero, ¿es que no tenéis ojos para verlo y sesos para juzgarlo? ¿Es éste un maestro? ¿Qué nos decía? ¿Qué nos prometía? ¿Dónde está el ejército de ángeles que debía descender del cielo para salvar a Israel? ¿Dónde está la cruz que debía ser nuestro trampolín para subir al cielo? Apenas este falso Mesías vio alzarse la cruz ante él, perdió la cabeza, se desvaneció y las mujercitas se adueñaron de él y lo emplearon para que les hiciera hijos. Se batió como los otros, al parecer, se batió valientemente y lo proclama desde los tejados. Pero sabes de sobra, desertor, que tu lugar estaba en la cruz. Que otros se ocupen de arar la tierra y las mujeres. ¡Tu deber era subir a la cruz! Te jactas de haber vencido a la muerte… ¡puf! ¿Así triunfas de la muerte? ¡Has engendrado hijos, y eso equivale a decir carne para la muerte! ¡Carne para la muerte! ¿Qué es un niño? ¡Carne para la muerte! Te has convertido en su carnicero y le llevas carne para que la devore. ¡Traidor, desertor, cobarde!

– Hermano Judas -murmuró Jesús, cuyos miembros comenzaban a temblar-, hermano Judas, muéstrate más clemente conmigo…

– Me has roto el corazón, hijo del carpintero -rugió Judas-, me has roto el corazón, ¿cómo quieres que me muestre clemente contigo? ¡Tengo deseos de estallar en lamentaciones, como las viudas, de golpearme la cabeza contra las piedras! ¡Maldito sea el día en que naciste, el día en que nací y el día en que te conocí y llenaste mi corazón de esperanza! Cuando caminabas delante de nosotros y nos arrastrabas detrás de ti, cuando nos hablabas de la tierra y del cielo, ¡qué alegría, qué libertad, qué riquezas saboreaba! Los granos de las uvas nos parecían tan grandes como niños de doce años y quedábamos saciados con sólo comer un grano de trigo. Un día no teníamos más que cinco panes, dimos de comer a una gran multitud… ¡y todavía nos quedaron doce cestos repletos de panes! ¡Cómo brillaban entonces las estrellas, cómo inundaban de luz el cielo! No eran estrellas sino ángeles; y ni siquiera eran ángeles, éramos nosotros mismos, nosotros, tus discípulos, que nos levantábamos y nos acostábamos. Tú estabas en el medio, inmóvil como la estrella polar, ¡y nosotros que te rodeábamos, bailábamos alrededor! Me estrechabas en tus brazos, ¿recuerdas?, y me suplicabas: «¡Traicióname, traicióname! Así me crucificarán, resucitaré y ¡salvaremos el mundo!»

Judas calló un instante, suspiró y sus heridas se reabrieron y sangraron. Los viejecitos volvieron a formar un apretado racimo y agacharon la cabeza intentando recordar aquella época pasada para revivir.

Una lágrima brotó de los ojos de Judas, pero éste la aplastó con cólera. Su corazón no se había vaciado y continuó vociferando:

– «Soy el cordero de Dios -balabas- y me haré degollar para salvar al mundo… Hermano Judas, no tengas miedo, la muerte es la puerta de la inmortalidad. ¡Debo pasar por esa puerta y te pido que me ayudes!” Y yo te amaba tanto, yo tenía tal confianza en ti que asentí y acudí a traicionarte… Y tú… tú…

Salió espuma de sus labios, cogió a Jesús por el hombro, lo sacudió violentamente y lo arrinconó contra la pared. Volvió a rugir:

– ¿Qué haces aquí? ¿Por qué no has sido crucificado? ¡Cobarde, desertor, traidor! ¿Esto es todo lo que has hecho? ¿No tienes vergüenza? Alzo el puño y te pregunto: ¿Por qué, por qué no fuiste crucificado?

– ¡Cállate! ¡Cállate! -suplicó Jesús. Comenzó a manar sangre de sus cinco llagas.

Pedro intervino de nuevo:

– Judas Iscariote -dijo-, ¿no tienes piedad? ¿No ves sus pies? ¿No ves sus manos? Pon tu mano en su costado si no lo crees; mana sangre.

Pero Judas hizo una mueca irónica, escupió y gritó:

– ¡Eh, hijo del carpintero! ¡A mí no me engañas con trucos! De noche fue tu Ángel de la guarda…

Jesús se sobresaltó:

– ¿Mi Ángel de la guarda? -murmuró, estremeciéndose.