– Tu Ángel de la guarda, Satán, y te grabó esas marcas rojas en las manos, los pies y el costado para engañar a los otros y engañarte a ti mismo. ¿Por qué me miras de ese modo? ¿Por qué callas y no respondes? ¡Cobarde, desertor, traidor!
Jesús cerró los ojos; estuvo a punto de desvanecerse pero, haciendo un esfuerzo, logró mantenerse en pie:
– Judas -dijo con voz temblorosa-, siempre fuiste salvaje e íntegro, jamás aceptaste los límites del hombre. Olvidas que el alma del hombre es una flecha; asciende hacia el cielo, tan alto como puede, pero vuelve a caer en tierra. La vida terrestre significa eso: perder las alas.
Al oírlo, Judas enloqueció de furor:
– ¡Qué vergüenza! -rugió-. ¡A qué punto has llegado tú, el hijo de David, el hijo de Dios, el Mesías! La vida terrestre quiere decir esto: comer pan y transformar ese pan en alas, beber agua y convertirla en alas. La vida terrestre quiere decir esto: ¡que a uno le crezcan alas! Es lo que tú mismo nos decías, traidor; las palabras no son mías sino tuyas y, si las olvidaste, ¡yo te las hago recordar! ¿Dónde estás, Mateo, chupatintas? ¡Ven aquí! Abre tus escritos; los llevas siempre contra tu pecho así como yo llevo el puñal. Abre tus escritos. Están corroídos por el tiempo, las polillas y el sudor, pero aún se distinguen las letras. Abre tus escritos y lee, Mateo, para que este señor oiga y recuerde. Una noche un gran notable de Jerusalén llamado Nicodemo fue a buscarlo a escondidas y le preguntó: «¿Quién eres? ¿Qué haces?» Y tú, hijo del carpintero, le respondiste, acuérdate: «¡Forjo alas!» Apenas pronunciaste estas palabras todos sentimos que nos crecían alas en los hombros. ¡Qué bajo has caído, viejo gallo desplumado! Lloriqueas y me dices: «La vida terrestre significa esto: perder las alas.» ¡Sal de mi vista, comodón! Si la vida no es un relámpago y un trueno, ¡no la quiero! No te acerques a mí, Pedro, veleta, ni tampoco tú, Andrés, el aguerrido; no chilléis vosotras, mujeres. Nada temáis. No le haré daño. ¿De qué vale alzar la mano sobre él? Está muerto. Aún se mantiene en pie, habla y llora, pero está muerto y que Dios le perdone. Que le perdone Dios, porque yo no puedo perdonarlo. ¡Que la sangre, las lágrimas y la ceniza de Israel caigan sobre su cabeza!
Los viejecitos no pudieron ya soportar aquello y todos juntos se desplomaron en tierra. Despertóse en ellos la memoria, comenzaron a revivir, se acordaron del reino de los cielos, de los tronos y los esplendores y súbitamente se echaron a gemir. Se lamentaban y se golpeaban la frente contra las piedras.
De repente Jesús estalló en sollozos y quiso arrojarse en los brazos de Judas:
– ¡Perdóname, hermano Judas! -gritó.
Pero el otro dio un salto hacia atrás y adelantó los brazos para impedirle acercarse:
– ¡No me toques! -gritó-. ¡No creo ya en nada ni en nadie! ¡Me has roto el corazón!
Jesús titubeó y buscó con la mirada algo a que aferrarse. Las mujeres, con la cara en tierra, se arrancaban los cabellos y aullaban y los discípulos alzaban los ojos y lo miraban con odio y cólera. El negrito había desaparecido.
– Soy un traidor -murmuró-, un desertor, un cobarde. Ahora lo sé. ¡Estoy perdido! Sí, sí, era necesario que fuera crucificado, pero me faltó valor y me escapé de mi responsabilidad… ¡Hermanos, perdonadme! ¡Ah, si pudiera volver a vivir mi vida desde el principio!
Cuando hablaba cayó al suelo; golpeábase ahora la cabeza contra las piedras del patio.
– Compañeros, viejos amigos, decidme unas palabras bondadosas, consoladme… Me extravío… ¡Estoy perdido! Tiendo los brazos ¿y ninguno de vosotros se levanta para estrechar mi mano y decirme palabras de consuelo? ¿Ninguno? ¿Ninguno? ¿Ni siquiera tú, amado Juan? ¿Ni siquiera tú, Pedro?
– ¿Cómo quieres que hable? ¿Qué podría decirte? -gimió el amado discípulo-. ¡Nos habías hechizado, hijo de María!
– Nos engañaste -dijo a su vez Pedro, enjugándose las lágrimas-, nos engañaste. Judas tiene razón: violaste tu juramento. Has arruinado nuestras vidas.
Y súbitamente se alzó un rumor confuso y plañidero de aquel racimo de viejos:
– ¡Cobarde! ¡Desertor! ¡Traidor!
– ¡Cobarde! ¡Desertor! ¡Traidor!
Mateo se puso a gemir a su vez:
– ¡Todos mis afanes se han perdido, se han perdido, se han perdido!… ¡Con qué habilidad había hecho concordar tus palabras y tus acciones con las profecías! La tarea era difícil pero lo había logrado. Me decía: los fieles abrirán en las sinagogas futuras gruesos libros encuadernados en oro y dirán: «Lectura del Santo Evangelio según Mateo.» Este pensamiento me daba alas y escribía. ¡Pero ahora todas esas obras maestras quedaron convertidas en humo, y la culpa es tuya, ingrato, ignorante, traidor! ¡Era necesario, aunque fuese para complacerme, para que esos escritos se salvasen, que fueras crucificado!
Volvió a alzarse el rumor confuso y plañidero de aquel montón de viejos:
– ¡Cobarde! ¡Desertor! ¡Traidor!
– ¡Cobarde! ¡Desertor! ¡Traidor!
– ¡Yo no te abandono, maestro, ahora que todos te abandonan y te llaman traidor! Yo, Tomás el profeta, no te abandono. Ya lo dije: la Rueda gira. Me quedo a tu lado y sigo esperando que gire.
Pedro se levantó y dijo:
– Vámonos nosotros. Ponte tú a la cabeza, Judas. ¡Condúcenos!
Los viejecitos se levantaron respirando entrecortadamente y tendieron el puño hacia Jesús que, con el rostro en tierra y los brazos abiertos, cubría todo el patio.
– ¡Cobarde! ¡Desertor! ¡Traidor!
– ¡Cobarde! ¡Desertor! ¡Traidor!
Le gritaban uno tras otro:
– ¡Cobarde! ¡Desertor! ¡Traidor! -Y luego desaparecían.
Jesús volvió con angustia los ojos hacia todas partes. Se había quedado solo. El patio había desaparecido, así como la casa, los árboles, las puertas de la aldea y la misma aldea. Sólo quedaban, bajo sus pies, piedras ensangrentadas. Piedras y, a lo lejos, muy abajo, una multitud de cabezas sumergidas en la oscuridad.
Reunió todas sus fuerzas para ver dónde estaba, para comprender quién era y por qué sufría. Quería completar su grito LAMA SABACTANÍ… Intentó mover los labios pero no lo logró. Sintió vértigo: iba a desvanecerse. Naufragaba en el fondo de su espíritu y desaparecía…
Pero repentinamente, y mientras naufragaba y desaparecía, alguien debió, allá abajo, en la tierra, apiadarse de él pues le alargaba una caña, y una esponja humedecida en vinagre fue a apoyarse en sus labios y en sus fosas nasales. Aspiró profundamente aquel olor acre, recobró el sentido, henchió el pecho, miró al cielo y lanzó un grito desgarrador: LAMA SABACTANÍ.
Al punto inclinó la cabeza, exhausto.
Sintió dolores atroces en las manos, los pies y el costado izquierdo. Sus ojos recobraron la vista y vio la corona de espinas, la sangre y la cruz. En el sol oscurecido centellearon dos anillos de oro y dos hileras de dientes agudos y blanquísimos. Resonó entonces una risa fresca y burlona y los anillos y los dientes desaparecieron. Jesús quedó suspendido en el aire, solo.
Sacudió la cabeza y de pronto recordó dónde se encontraba, quién era y por qué sufría. Apoderóse de él una alegría salvaje e indomable. No, no, no era cobarde, desertor ni traidor. No; estaba clavado en la cruz, había sido leal hasta el fin y había cumplido la palabra empeñada. Durante segundos, cuando había gritado ELI ELI y se había desvanecido, la Tentación se había apoderado de él y le había extraviado. No eran reales las alegrías, las nupcias ni los niños; no eran reales los viejecitos decrépitos y envilecidos que le habían llamado cobarde, desertor y traidor. ¡No habían sido más que visiones suscitadas por el Maligno!… Sus discípulos estaban vivos y sanos; habían emprendido los caminos de la tierra y del mar y anunciaban la Buena Nueva. ¡Alabado sea Dios, todo ha ocurrido como debía ocurrir!
Lanzó un grito triunfaclass="underline" ¡TODO ESTÁ CONSUMADO!
Y era como si dijera: Todo comienza.
Nikos Kazantzakis