Un hombre bisojo y calvo, de pequeña nariz delgada y puntiaguda, se irguió:
– ¿Y si vives mil años, anciano? ¿Y si no mueres nunca? Eso ya ha ocurrido, porque Enoc y Elías aún viven. -Sus ojillos bizcos danzaban malévolamente.
El rabino aparentó no haber oído. Sin embargo, las palabras siseantes del bisojo eran otros tantos puñales que se clavaban en su corazón. Alzó la mano con aire imperioso.
– ¡Quiero quedarme solo con Dios! -dijo-. ¡Marchaos!
La sinagoga se vació, el pueblo se dispersó y el viejo rabino quedó solo. Echó el cerrojo de la puerta de la calle, se apoyó en la pared, en el sitio donde el profeta Ezequiel estaba suspendido en el aire, y se abismó en sus reflexiones: «Es Dios -pensaba-, es todopoderoso, hace lo que quiere. ¿Y si ese viejo astuto, si Tomás tuviera razón? ¡Qué desgracia si Dios decide que viva mil años! ¿O si decide que no muera? ¿Qué sería entonces del Mesías? ¿Será, pues, vana la esperanza de la raza de Israel? Desde hace miles de años lleva el Verbo de Dios en su seno y lo alimenta como una madre alimenta el germen de la vida. Nos ha roído hasta la médula de los huesos, nos hemos consumido, sólo vivimos para Aquel hijo, y la simiente de Abraham ya siente los dolores del parto y grita: ¡Hazlo nacer de una vez, Señor! Tú eres Dios y resistes, pero nosotros ya no podemos resistir. ¡Ten piedad de nosotros!»
Marchaba de un lado a otro de la sinagoga. El día declinaba, las pinturas se esfumaban y las sombras ya habían devorado a Ezequiel. El anciano rabino miraba descender las sombras a su alrededor, pasando revista a cuanto había visto, a cuanto le había ocurrido en su vida. ¡Cuántas veces y con qué ardor febril había corrido desde Galilea a Jerusalén y desde Jerusalén al desierto en persecución del Mesías! Pero siempre una cruz ponía fin a sus esperanzas y retornaba a Nazaret avergonzado. No obstante hoy…
Se tomó la cabeza entre las manos:
– ¡No, no! -murmuró con terror-. ¡No, no, no es posible!
Hace varios días y varias noches que su cerebro está a punto de estallar. En el viejo rabino penetró una nueva esperanza, más grande que su cerebro; es una locura, un demonio que lo corroe. Desde muchos años atrás, aquella locura clavaba sus garras en el cerebro del rabino. Este la arrojaba fuera de sí, pero ella volvía. De día no se atrevía a acercársele, y sólo lo hacía de noche, en medio de las tinieblas, o bien sólo se le presentaba en sueños. No obstante, hoy, al mediodía… ¿Y si fuera él?
Se apoyó en la pared y cerró los ojos. Helo aquí que pasa de nuevo ante él, jadeante, cargado con la cruz; el aire vibra en torno de su faz… Del mismo modo debía vibrar en torno de los arcángeles… El joven alza los ojos y el anciano rabino jamás ha visto tanto cielo en los ojos de un hombre. ¿Será él? «Señor, Señor, ¿por qué me torturas? ¿Por qué no respondes?»
Las profecías rasgaban como relámpagos la oscuridad de su espíritu, y tan pronto su viejo cerebro se poblaba de luz como se hundía, desesperado, en las tinieblas. Abríase su vientre y de él salían los patriarcas. Su raza, aquella raza terca que exhibía mil llagas abiertas, reanudaba con él su marcha interminable, guiada por Moisés, el carnero conductor de cuernos vueltos hacia atrás. Había ido desde la tierra de la servidumbre hasta la Tierra de Canaán y ahora iba desde la Tierra de Canaán hasta la Jerusalén futura. Y en este nuevo viaje no abría ya la marcha el patriarca Moisés sino otra figura. El cerebro del rabino estallaba: otra figura conducía el rebaño con una cruz al hombro.
De una zancada alcanzó la puerta de la calle y la abrió. El aire lo fustigó y retomó aliento. El sol se había puesto y las aves se recogían para dormir. Las callejuelas se poblaban de sombras y la tierra se refrescaba. Cerró la puerta, colgó del ceñidor la pesada llave, vaciló un instante pero enseguida se decidió y se encaminó, completamente encorvado, a la casa de María.
María estaba en el pequeño patio de su casa, sentada en un escabel; hilaba. Aún había luz; era verano y la claridad se retiraba lentamente de la superficie de la tierra; diríase que no quería irse. Los hombres y las bestias de carga volvían de los trabajos del campo, las mujeres encendían el fuego para preparar la comida de la noche, y el crepúsculo embalsamaba el bosque abrasado por el calor del día. María hilaba y su espíritu daba vueltas a un lado y a otro junto con el huso; los recuerdos se confundían con los ensueños, su vida estaba hecha a medias de verdades y a medias de leyenda, las humildes tareas cotidianas se repetían durante años y de pronto, como un pavo real tornasolado que nadie esperaba, llegaba el milagro para cubrir su vida de miseria con largas alas de oro.