– Condúceme adonde tú quieras, Señor, haz de mí lo que quieras. Tú has elegido a mi marido, me concediste un hijo, tú me has dado una vida de sufrimiento. Me dices: grita, y yo grito; me dices: cállate, y me callo. ¿Qué soy yo? Un puñado de arcilla al que tus manos dan forma. Haz de mí lo que quieras pero sólo te pido una súplica: ¡Señor, ten piedad de mi hijo!
Una paloma completamente blanca se echó a volar desde el tejado contiguo, batió las alas durante unos momentos por encima de la cabeza de María para ir a posarse luego, después de trazar círculos concéntricos, en los guijarros del patio. Después se puso a andar y a girar en redondo a los pies de María. Desplegaba la cola, echaba el cuello hacia atrás, inclinaba la cabeza, miraba a María y sus ojos redondos chispeaban en la luz del crepúsculo como dos rubíes. La paloma la miraba, le hablaba, debía querer revelarle un secreto. ¡Ah, si pudiera venir el anciano rabino! Conocía el lenguaje de las aves y le explicaría… María miró la paloma y se apiadó de ella. Detuvo el huso, la llamó con mucha ternura, y el ave, feliz, alzó el vuelo y fue a posarse en las rodillas de la mujer. Y allí, como si fueran aquellas rodillas el objeto de su deseo, como si allí residiera todo el secreto, se acurrucó, plegó las alas y permaneció inmóvil.
María sintió su peso delicado y sonrió. «Ah, si Dios pudiera descender siempre tan delicadamente sobre el hombre», pensó. Y al pensar esto, se acordó de la mañana en que había subido junto con José, cuando aún eran novios, a la cima habitada por el profeta Elías, al monte Carmelo, la montaña acariciada por las nubes, para rogar al ardiente profeta que intercediera ante Dios a fin de que éste les concediera un hijo, que le consagrarían. Debían casarse aquella misma noche y habían partido antes de despuntar el día para recibir la bendición del profeta inflamado que halla alegría en el rayo. El cielo estaba perfectamente puro, el otoño se presentaba muy suave, el hormiguero humano había recogido los frutos, el mosto fermentaba en las vasijas y los higos se secaban formando rosarios, suspendidos de las vigas; María tenía quince años y el novio ya tenía la barba gris pero empuñaba entre sus dedos robustos el fatídico bastón que iba a florecer.
Al mediodía alcanzaron la cima santa; se echaron de hinojos y tocaron con la punta de los dedos el granito puntiagudo y manchado de sangre. Temblaban. Una chispa surgió riel granito y quemó el dedo de María. José abrió la boca para gritar, para invocar al amo salvaje de aquella cima, pero no tuvo tiempo de hacerlo. Procedentes de los cimientos del cielo, las nubes se abalanzaron, cargadas de cólera y de granizo, y giraron impetuosamente como una tromba rugiente sobre el peñasco. Y cuando José se precipitaba para coger a su novia, para ir a refugiarse con ella en alguna gruta, Dios lanzó un rayo terrible; el cielo y la tierra se confundieron y María cayó de espaldas y se desvaneció. Cuando volvió en sí, cuando abrió los ojos y miró a su alrededor, vio a José echado de bruces sobre el negro granito, inmóvil.
María adelantó la mano y acarició delicadamente a la paloma posada sobre sus rodillas. «Aquel día Dios se abatió salvajemente -murmuró-, me habló salvajemente… ¿Qué me dijo?»
El rabino la había interrogado a menudo sobre el particular, turbado por los prodigios continuos que la rodeaban.
– Intenta acordarte, María. A veces Dios habla a los hombres por medio del rayo. Esfuérzate por recordar y acaso entonces podamos descubrir el destino de tu hijo.
– Era un trueno, anciano, que bajaba rodando desde lo alto del cielo como un carro tirado por bueyes.
– ¿Y tras el trueno, María?
– Sí, tienes razón, anciano; tras el trueno hablaba Dios, pero no pude distinguir ni una palabra clara… Perdóname.
Acariciaba a la paloma y se esforzaba, después de treinta años, por recordar aquel rayo y por entender las palabras confusas…
Cerró los ojos. En el hueco de su mano sentía el cuerpecito caliente de la paloma y los latidos de su corazón. Y de repente, sin saber cómo, sin comprender por qué, tuvo la certeza de que el rayo y la paloma eran una misma cosa, de que el latido de aquel corazón y el trueno eran un solo ser: Dios. María lanzó un grito y se irguió precipitadamente llena de espanto. Por primera vez oía ahora claramente las palabras ocultas en el trueno, en el zureo de la paloma: «Te saludo, María… Te saludo, María…» Con seguridad Dios había debido gritarle aquello: «Te saludo, María…»
Se volvió y vio a su marido apoyado contra la pared; continuaba abriendo y cerrando la boca. Había caído la noche y aún luchaba y sudaba. María pasó frente a él sin dirigirle la palabra y se detuvo en el umbral de la puerta de la calle, para ver si llegaba su hijo. Este se había envuelto la cabeza en el pañuelo ensangrentado del crucificado y había partido hacia la llanura… ¿Adonde? ¿Por qué se retrasaba? ¿Pasaría de nuevo la noche en el campo?
La madre permaneció de pie en el umbral. Vio acercarse al anciano rabino, que avanzaba sin aliento y apoyándose pesadamente en el cayado sacerdotal. A cada lado de sus sienes flotaban mechas blancas, agitadas suavemente por la brisa nocturna que comenzaba a descender desde el Carmelo.
María se hizo a un lado respetuosamente. Entró el rabino, tomó la mano de su hermano y la acarició, sin hablarle. ¿Qué hubiera podido decirle? Su espíritu estaba sumergido en aguas oscuras. El rabino se volvió hacia María y dijo:
– Tus ojos brillan, María, ¿qué te ocurre? ¿Te ha visitado de nuevo el Señor? -Padre, lo recuerdo… -contestó María, incapaz de contenerse.
– ¿Lo recuerdas? ¿Qué recuerdas, en nombre de Dios?
– Lo que decía el rayo.
El rabino se sobresaltó y exclamó, alzando los brazos al cielo:
– ¡El Dios de Israel es grande! Precisamente he venido para eso, María, para interrogarte otra vez… Porque hoy crucificaron a una de nuestras esperanzas y mi corazón…
– Lo sé, anciano -repitió María-. Esta misma noche, mientras hilaba, volví a ver el rayo; sentí entonces que por primera vez el trueno se apaciguaba en mí y pude oír, tras el trueno, una voz serena, límpida, la voz de Dios: «¡Te saludo, María!»
El rabino se desplomó en un escabel, se llevó las manos a las sienes y se abismó en sus reflexiones. Al cabo de un rato, alzó la cabeza.
– ¿Nada más, María? Inclínate bien sobre el fondo de ti misma e intenta oír. De las palabras que hayan de salir de tus labios puede depender el destino de Israel.
María se espantó al escuchar al rabino. Su espíritu volvió a aferrarse al trueno y su pecho tembló.
– No -murmuró al fin, agotada-. No, padre… Dijo otras cosas, muchas otras cosas, pero no puedo, lo intento, pero no puedo oírlas.
El rabino posó la mano en la cabeza de la mujer, sobre sus grandes ojos.
– Ayuna y ora, María -dijo:-. No disperses tu espíritu en las cosas cotidianas. A veces un halo incandescente, tan brillante como el rayo, se mueve alrededor de tu cara. Es cierta esa luz. No se… Ayuna, ora y oirás… «Te saludo, María», el mensaje de Dios comienza bondadosamente; esfuérzate por oír lo que sigue.
Para ocultar su turbación, María se acercó al aparador donde se guardaban los cántaros; descolgó una copa de bronce, la llenó de agua fresca, tomó un puñado de dátiles y se inclinó para alcanzárselos al anciano.
– No tengo hambre ni sed, María; te lo agradezco. Siéntate, que debo hablarte.
María tomó el escabel más bajo, se sentó a los pies del rabino, volvió la cabeza y esperó.
El viejo sopesaba una a una las palabras en su mente. Lo que quería decir era difícil, pues se trataba de una esperanza tan intangible y tenue como una tela de araña, y no lograba hallar palabras tan intangibles y tenues que no dieran demasiado peso a la esperanza y la convirtieran en certeza. Tampoco quería asustar a la madre.
– María -acabó por decir-, aquí en esta casa, ronda, como un león del desierto, un misterio… María, tú no eres como las otras mujeres… ¿no lo sientes acaso?
– No, no lo siento -murmuró María-. Soy como las otras mujeres: me agradan todos los trabajos y las alegrías de las mujeres; me gusta lavar, cocinar, ir a la fuente, charlar cordialmente con mis vecinas y sentarme de noche en el umbral de la puerta para ver pasar a los transeúntes. Y mi corazón, como el de todas las mujeres, rebosa de pena, padre.