– No eres como las otras mujeres, María -repitió el rabino con voz solemne, al tiempo que alzaba la mano, como para impedir toda réplica-. Y tu hijo…
El rabino se detuvo. Había llegado al punto más difícil y no hallaba las palabras adecuadas. Alzó la vista para mirar el cielo y aguzó el oído. Algunas aves se reunían en los árboles para dormir al paso que otras se despertaban, la rueda giraba y el día se hundía bajo los pies de los hombres.
El rabino suspiró. ¡Cómo desaparecían los días uno tras otro, con qué cólera un día empujaba a otro! El día nace, la noche cae, el sol y la luna siguen su curso, los niños se transforman en hombres, los cabellos negros se blanquean, el mar corroe la tierra, las montañas se desmoronan… ¡y Aquél, el Esperado, no aparece!
– ¿Mi hijo? -dijo María con un temblor en la voz-, ¿mi hijo, padre?
– No es como los otros hijos, María -respondió resueltamente el rabino.
Sopesó de nuevo sus palabras, y añadió:
– A veces, de noche, cuando está solo y cree que nadie le ve, se percibe un resplandor en torno de su rostro, en medio de la oscuridad. Yo, y que Dios me perdone, abrí un pequeño agujero en lo alto de la pared; me encaramó allí para verle, para acechar lo que hace. ¿Por qué? Porque, te confieso, estoy completamente confuso; mi sabiduría de nada sirve, abro y cierro las Escrituras y no puedo comprender qué es tu hijo, quién es… Lo espío a escondidas y distingo en la oscuridad una luz, María, que le chupa, le devora el rostro. Esa es la razón por la cual día tras día palidece y se consume. Esto no se debe a ninguna enfermedad, a la oración ni al ayuno, no… Lo que lo corroe es esa luz…
María lanzó un suspiro: «Desgraciada la madre cuyo hijo no sea como los otros…», pensó, aunque nada dijo.
El anciano se inclinó entonces sobre María y bajó la voz; los labios le ardían:
– Te saludo, María -le dijo-, Dios es todopoderoso; sus designios son impenetrables y quizá tu hijo…
Pero la pobre madre lanzó un grito:
– ¡Apiádate de mí, padre! ¿Un profeta? ¡No, no! ¡Si Dios ha escrito eso, suplico que lo borre! Quiero que sea un hombre como los demás, que no esté ni por encima ni por debajo de los otros, quiero que sea como los demás. Quiero que también él fabrique, como antes su padre, amasaderas, cunas, carretas, utensilios para las casas y no, como ahora, cruces para crucificar a los hombres. Deseo que se case con una buena mujer, de familia honorable y poseedora de una dote, que le agrade mantener su casa, que tenga hijos, que salgamos todos juntos a pasear los sábados, la abuela, los hijos, los nietos, y que en la calle la gente nos salude.
El rabino se apoyó realizando un esfuerzo en el cayado sacerdotal y se levantó.
– María -dijo severamente-, si Dios escuchara a las madres, envejeceríamos en un pantano de bienestar y seguridad. Cuando estés sola, piensa en lo que hemos hablado.
Se volvió hacia su hermano para saludarlo. Este, con la lengua colgante y los ojos azules, ahora serenos, clavaba la mirada en el vacío e intentaba hablar. María sacudió la cabeza:
– Lucha desde esta mañana -dijo-, y aún no se ha liberado. -Se acercó a él y enjugó la saliva que salía de su boca contraída.
En el momento en que el rabino tendía la mano para saludar a María, la puerta se abrió furtivamente y el hijo apareció en el umbral. Su rostro resplandecía en la oscuridad y el pañuelo ensangrentado se le había pegado a los cabellos. Había caído la noche y no se veían sus pies, cubiertos de polvo y de arañazos, ni las gruesas lágrimas que marcaban aún surcos en sus mejillas.
Traspuso el umbral y echó una mirada distraída a su alrededor; vio al rabino y a su madre y, en la penumbra, cerca del muro, los ojos vidriosos de su padre.
María hizo ademán de encender la lámpara, pero el rabino la detuvo.
– Espera -murmuró-. Le hablaré. Dándose ánimos se acercó al joven.
– Jesús -dijo tiernamente en voz baja para que la madre no oyera-, Jesús, hijo mío, ¿hasta cuándo vas a resistirte a Él? Oyóse entonces un grito salvaje y la casita se conmovió. -¡Hasta que muera!
Y súbitamente, como si se hubiera agotado toda su fuerza, se desplomó en tierra. Junto a la pared jadeaba, sin aliento. El anciano rabino iba a seguir hablándole y se inclinó sobre él, pero de pronto dio un salto atrás. Como si se hubiera acercado a una gran hoguera, acababa de quemarse el rostro. «Dios lo rodea -pensó-; Dios no permite que nadie se le acerque. ¡Debo partir!»
El rabino se fue pensativo. La puerta se cerró y, cual si acechara una fiera en la oscuridad, María no se atrevía a encender la luz. Permanecía en pie en medio de la casa y escuchaba a su marido que emitía sonidos guturales, y a su hijo, caído en tierra, que respiraba penosamente, con terror, como si se asfixiara, como si lo asfixiaran. ¿Quién? La pobre madre, con las uñas clavadas en las mejillas, preguntaba a Dios una y otra vez, quejándose, gritando: «Soy madre, ¿no te apiadas de mí?» Pero nadie respondía.
Y mientras, inmóvil y silenciosa, María escuchaba la vibración de todas las venas de su cuerpo, se oyó un grito salvaje y triunfaclass="underline" la lengua del paralítico se había soltado y, sílaba por sílaba, la palabra entera acabó por salir de la boca contraída, resonando en toda la casa: ¡A-do-nay! Apenas la hubo pronunciado, el viejo cayó dormido como una masa de plomo.
María cobró valor y encendió la lámpara. Se acercó a la chimenea, se puso de rodillas y levantó la tapa de la marmita de barro cocido que hervía, para ver si debía añadirle agua o quizá una pizca de sal…
VI
El cielo lucía un resplandor lechoso. Nazaret dormía aún y soñaba. El Lucero Matutino repiqueteaba como una campana; los limoneros y las palmeras hallábanse aún envueltos en un velo azulado. Reinaba un silencio profundo; ni siquiera había cantado el gallo negro. El hijo de María abrió la puerta; dos círculos azulosos rodeaban sus ojos, pero su mano no temblaba; abrió la puerta y, sin mirar atrás, sin volverse a mirar a su madre ni a su padre, sin cerrar tras de sí la puerta, abandonó para siempre la casa paterna. Avanzó dos pasos, tres, y se detuvo: creyó oír unos pies pesados que se movían junto a él, y se volvió, pero no vio a nadie. Se ajustó el ceñidor de cuero con clavos, anudó en su cabeza el pañuelo con manchas rojas y se internó por las callejuelas estrechas y tortuosas. Un perro ladró quejumbrosamente a sus espaldas y una lechuza sintió que se acercaba el día y revoloteó asustada por encima de su cabeza. Pasó presurosamente ante las puertas cerradas y llegó a los vergeles y huertos. Las primeras aves ya comenzaban a piar y, en una huerta, un viejo giraba empujando la vara de un pozo. Nacía el día.
No llevaba alforja, ni bastón, ni sandalias. El camino era largo. Debía atravesar Cana, Tiberíades, Magdala, Cafarnaum, bordear el lago de Genezaret y entrar en el desierto… Había oído hablar de un monasterio que se alzaba allí, habitado por varones sencillos y virtuosos vestidos de blanco. No comían carne, ni bebían vino, ni mantenían relaciones con mujeres. Se limitaban a rezar a Dios, eran expertos en hierbas y curaban las enfermedades del cuerpo, sabían encantamientos místicos y arrojaban los demonios del alma. ¡Cuántas veces su tío, el rabino, le había hablado entre suspiros de aquel santo monasterio! Durante once años había vivido en él, alabando a Dios y curando a los hombres. Pero, ¡ay!, un día la tentación le había vencido -ella también es todopoderosa-; había visto a una mujer y había renunciado a la vida casta y abandonado la sotana blanca. Se había casado y había engendrado -lo tenía merecido- a Magdalena; Dios había castigado al apóstata como merecía.
– Allí iré -murmuró el hijo de María al tiempo que apuraba el paso-. Dentro del monasterio me refugiaré bajo sus alas…