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Sus narices olfateaban el aire con avidez; siguiendo aquel olor, saltó un foso, franqueó un vallado, entró en un viñedo y distinguió bajo un olivo achaparrado de tronco hueco una pequeña cabaña. El humo subía y formaba volutas por encima del techo de paja. Una vieja de movimientos vivos y nariz puntiaguda estaba ocupada en los quehaceres domésticos. Junto a ella, un perro negro con manchas amarillas había posado las patas delanteras en el horno y abría sus anchas fauces, hambrientas, llenas de dientes. Oyó pasos en el viñedo y se abalanzó ladrando sobre el intruso. La vieja se volvió sorprendida y vio al joven. Sus ojillos sin pestañas brillaron. Le regocijaba ver aparecer un hombre en su soledad. Se detuvo con la pala en la mano.

– Llegas en buen momento -le dijo-. ¿Tienes hambre? ¿De dónde vienes?

– De Nazaret.

– ¿Tienes hambre? -volvió a preguntar la vieja, y se echó a reír-. Tus narices se agitan como las de un perro de presa.

– Tengo hambre, abuela; perdóname.

La vieja era dura de oído y no oyó.

– ¿Cómo? -dijo-. Habla más fuerte.

– Tengo hambre; perdóname, abuela:

– …¿Que te perdone? ¿Por qué? No es vergonzoso sentir hambre, muchacho, del mismo modo que no lo es sentir sed o amor. Dios nos da todo eso. Vaya, acércate; no tengas vergüenza.

Se echó a reír, descubriendo su precioso y único diente.

– Aquí -dijo- encontrarás pan y agua. El amor, más lejos: en Magdala.

Cogió una hogaza que había colocado, junto con otras, en una mesita cercana al horno.

– Toma, éste es el pan que apartamos de cada hornada. Lo llamamos el pan de la cigarra y lo reservamos para los viajeros. No es mío, es tuyo. Córtalo y come.

El hijo de María se sentó al pie del viejo olivo y comenzó a comer, calmado. ¡Qué sabroso era aquel pan, qué deliciosa era el agua fresca y qué tiernas eran las dos aceitunas, con huesos pequeñitos, carnosas como manzanas, que la vieja le había ofrecido para comer con el pan! Masticaba tranquilamente, comía, sentía que en él el cuerpo y el alma se confundían para transformarse en una sola cosa y para recibir al mismo tiempo el pan, las aceitunas y el agua. Tanto el cuerpo como el alma se sentían felices y se alimentaban. Apoyada en el horno, la vieja lo contemplaba.

– Tenías hambre -le dijo riendo-. Come, eres joven. Tienes aún por delante un largo camino. Come para recobrar las fuerzas, para poder resistir.

Le cortó otro trozo de pan y le dio otras dos aceitunas. La vieja volvió a anudarse presurosamente el pañuelo, que se le había caído de la cabeza y dejaba ver su cráneo calvo.

– ¿Adonde te diriges, hijo mío? -preguntó.

– Al desierto.

– ¿Dónde? ¡Habla fuerte!

– Al desierto.

La vieja contrajo su boca desdentada y su mirada se volvió agresiva.

– ¿Al monasterio? -gritó con inesperada cólera-. ¿Por qué? ¿Qué vas a buscar allí? ¿No tienes piedad de tu juventud?

El hombre joven permaneció en silencio. La vieja sacudió la cabeza y silbó como una serpiente.

– ¿Vas en busca de Dios? -preguntó en tono sarcástico.

La voz del hombre joven se dejó oír muy débil…

– Sí.

La vieja dio un puntapié al perro que se le había metido entre las piernas y se acercó al joven.

– ¡Ah, desgraciado! -gritó-. ¿No sabes que Dios no está en los monasterios, sino en las casas de los hombres? Dios está presente allí donde hay un hombre y una mujer, donde hay niños, preocupaciones, una cocina, disputas, reconciliaciones. No escuches lo que dicen los eunucos, pues para ellos las uvas están demasiado verdes, tenlo por seguro… El verdadero Dios es el Dios de que te hablo, el de las casas y no el de los monasterios. A ése hay que adorar. ¡El otro es para los eunucos y los perezosos!

La vieja continuó hablando, y cuanto más hablaba más se acaloraba. Hablaba, chillaba, hasta que, una vez que hubo descargado la bilis, se calmó. Puso la mano en el hombro del hijo de María:

– Perdóname, muchacho -dijo-, pero yo tenía un hijo, robusto como tú… Un buen día su cerebro se perturbó; abrió la puerta y partió. Fue al Monasterio del desierto, al Monasterio de los Curadores… ¡Malditos sean, ojalá no se curen en su vida! Y lo perdí. Ahora meto la masa en el horno y saco el pan, pero no tengo a quién dar de comer. No tengo hijos ni nietos. Soy como un árbol muerto.

Se calló por unos instantes, se enjugó los ojos y prosiguió:

– Durante años supliqué a Dios. Gritaba: ¿Por qué he nacido? Tenía un hijo, ¿por qué me lo has quitado? ¡Gritaba y gritaba, pero El no se dignaba oírme! Una sola vez, en el monte del profeta Elías, vi a medianoche abrirse el cielo y oí una voz retumbante que decía: «¡Grita hasta quedarte ronca si así lo deseas!» Luego el cielo se cerró y desde entonces no volví a gritar.

El hijo de María se levantó. Alargó la mano para despedirse de la vieja, pero ésta retiró la suya. Comenzó a silbar de nuevo como una serpiente.

– Así que es el desierto, ¿no? A ti también te gusta la arena, ¿eh? ¿Pero no tienes ojos, hijo mío? ¿No ves el sol, las viñas, las mujeres? Te aconsejo que vayas a Magdala… ¡Allí encontrarás lo que necesitas! ¿No leíste nunca las Escrituras? Yo no quiero, dice Dios, no quiero oraciones ni ayunos. ¡Quiero carne! Eso significa: ¡quiero que me deis hijos!

– Adiós, abuela -dijo el hombre joven-. Que Dios te bendiga por el pan que me diste.

– Que Dios te bendiga a ti también, muchacho -dijo la vieja, enternecida-, que Dios te bendiga a ti también por el bien que me hiciste. Hacía mucho que no se acercaba ningún hombre a esta cabaña. Y si acertaba a pasar alguno, era un viejo…

Cruzó el viñedo, saltó el vallado y volvió a encontrarse en el camino principal.

– No quiero ver a nadie -murmuró-, no quiero ver a nadie. Hasta el pan que me dan me sabe a hiel. No hay más que un camino que lleve hacia Dios, y es el que hoy he tomado. Pasa entre los hombres sin tocarlos y desemboca en el desierto. ¡Ah, tengo prisa por llegar!

No acababa de pronunciar esas palabras cuando una risa estalló a sus espaldas. Se estremeció y se volvió. Una risa que no había partido de boca alguna agitaba el aire, sibilante, rencorosa, agresiva.

– ¡Adonay! -el grito salió de su garganta apretada-. ¡Adonay! -con los pelos de punta miraba el aire que reía burlonamente. Enloquecido, echó a correr y enseguida escuchó los pies descalzos que corrían tras él.

– No tardarán en alcanzarme… No tardarán en alcanzarme… -murmuraba mientras corría.

Las mujeres segaban aún, los hombres llevaban las gavillas a la era y, más lejos, otros aventaban. Soplaba una brisa cálida que se llevaba la paja del trigo y salpicaba la tierra con un polvillo dorado mientras los pesados granos se amontonaban en la era. Los caminantes tomaban un puñado de trigo, lo llevaban a los labios y deseaban a los amos: «¡Que el año próximo la cosecha sea tan buena como éste!»

Entre dos colinas apareció a lo lejos Tiberíades, la ciudad gloriosa recientemente construida, idólatra, llena de estatuas, de teatros y de mujeres cubiertas de afeites. Al verla, el hijo de María sintió miedo. Cuando niño, una vez había ido allí con su tío el rabino, a quien llamaran para arrojar los demonios del cuerpo de una patricia romana. La poseía el demonio del baño; salía a las calles completamente desnuda y corría tras los transeúntes. Cuando entraron en su palacio, la patricia sufría un ataque y corría, desnuda como la mano, hacia la puerta de la calle. Los esclavos la perseguían. El rabino había adelantado su cayado y la había detenido, pero la mujer, al ver al muchacho, se había precipitado sobre él. El hijo de María lanzó un grito y se desvaneció. Desde entonces, sólo recordar el nombre de aquella ciudad impúdica le helaba la sangre.