– Es una ciudad maldita, hijo mío -le decía el rabino-. Cuando debas pasar por ella, hazlo rápido, mirando el suelo y pensando en la muerte; o bien mira el cielo y piensa en Dios. Y hazme caso: cuando hayas de ir a Cafarnaum, oblígate a dar un rodeo.
La ciudad impúdica reía bajo el sol. La gente, peatones y jinetes, entraba y salía por sus puertas. En sus torres ondeaban enseñas con águilas de dos cabezas y centelleaban armaduras de bronce. Un día el hijo de María había visto, fuera de las puertas de Nazaret, echada en un lecho de limo verde, la carroña hinchada de una yegua; en su vientre, abierto, lleno de tripas y de inmundicias, se paseaban batallones de escarabajos, y sobre él zumbaba una nube de moscas verdes y doradas; dos cuervos habían clavado el pico puntiagudo en los grandes ojos de largas pestañas y bebían… La carroña relucía, resucitada, habitada por toda una población, y daba la impresión de que se revolcaba en la hierba nueva, enloquecida, ebria de alegría, con las cuatro patas herradas tendidas hacia el cielo.
– Como la carroña de la yegua es Tiberíades -murmuró el hijo de María, sin poder apartar la mirada de la ciudad-. Así eran Sodoma y Gomorra, y así es también el alma pecadora del hombre…
Pasó un anciano robusto a horcajadas en un asno. Vio al hijo de María y se detuvo:
– ¿Por qué te quedas con la boca abierta, muchacho? -dijo-. ¿No la conoces? Es nuestra nueva princesa, Tiberíades la puta. Los griegos, los romanos, los beduinos, los caldeos, los gitanos, los hebreos la montan, pero siempre desea más. Puedes creer lo que te digo: siempre desea más. ¡Dos y dos son cuatro!
Sacó de la alforja un puñado de nueces y se las ofreció:
– Pareces un hombre honrado y pobre -dijo-. Tómalas para distraer el hambre en el camino y haz votos por el viejo Zebedeo de Cafarnaum.
Lucía una barba ahorquillada completamente blanca, tenía gruesos labios sensuales, cuello corto y ancho de toro y ojos vivaces y negros de ave de rapiña. ¡Aquel cuerpo rechoncho debió haber comido mucho en la vida, bebido mucho, amado mucho, y estaba lejos de sentirse saciado!
Un coloso con el pecho y las rodillas descubiertos y todo velludo pasó frente a ellos empuñando un cayado corvo; se detuvo y, enfurecido, sin saludar al anciano, se volvió hacia el hijo de María:
– ¿No eres tú el hijo del carpintero de Nazaret? ¿No eres tú el que fabrica cruces para crucificarnos?
Dos viejas segadoras lo oyeron desde el campo vecino y se acercaron.
– Yo -dijo el hijo de María-, yo… -e hizo ademán de irse.
– ¿Adonde vas? -le dijo el otro tomándole del brazo-. ¡No escaparás tan fácilmente! ¡Crucificador, traidor, te aplastaré las narices!
Pero el robusto anciano arrebató el cayado al pastor.
– Felipe -dijo-, espera; escúchame, escúchame, compañero. Dime: ¿acaso ocurre algo en el mundo que no sea voluntad de Dios?
– No, viejo Zebedeo, nada.
– Pues bien, es plena voluntad de Dios que éste fabrique cruces.
Déjalo tranquilo. Te daré un buen consejo: no nos mezclemos en los asuntos de Dios. Dos y dos son cuatro.
Entretanto, el hijo de María se había liberado de las manos del pastor, que lo apretaban como un torno, y había echado a correr. Las dos viejas le gritaban y blandían coléricas las hoces.
– Anciano Zebedeo -dijo el coloso-, vayamos los dos a lavarnos las manos que tocaron al crucificador; vayamos a lavar nuestros labios que le hablaron.
– No te compliques la vida -dijo el viejo-. Ven conmigo, acompáñame, que llevo prisa. Ninguno de mis dos hijos está en casa; al parecer, uno ha ido a Nazaret para ver la crucifixión, y el otro se fue al desierto para convertirse en santo. Lo cierto es que quedé solo con sus barcas de pesca. Ven a sacar las redes conmigo, que ya deben estar llenas de peces. Te daré algunos para que hagas una buena fritura.
Se pusieron en marcha. El anciano estaba de buen humor y se echó a reír:
– ¡Ah! Hay que ver por lo que el pobre Dios tiene que pasar. En buen berenjenal se metió cuando creó el mundo. Los peces gritan: ¡No nos confundas, Señor; no permitas que caigamos en las redes! Los pescadores gritan: ¡Confunde a los peces, Señor, para que caigan en las redes! ¿A quién debe escuchar? Unas veces escucha a los peces y otras a los pescadores… ¡Y así marcha el mundo!
Por su parte, el hijo de María había tomado por el sendero de cabras para no mancillarse pasando por la aldea maldita de Magdala. La aldea se extendía, graciosa, serena, rodeada de palmeras, en la encrucijada por donde pasaban día y noche las caravanas que se dirigían desde el Eufrates y el desierto de Arabia hacia el mar, y desde Damasco y Fenicia hacia el valle verdeante del Nilo. A la entrada de la aldea había un pozo de agua fresca en cuyo brocal estaba sentada una mujer con los pechos descubiertos, llena de afeites, que sonreía a los mercaderes… ¡Oh, alejarse, cambiar de ruta, enfilar en línea recta hacia el lago y entrar en el desierto! Allí Dios está sentado cerca de una fuente cegada, y esperándole.
Se acordó de Dios y su pecho se dilató. Apuró el paso. El sol se apiadó al fin de las muchachas que segaban y descendió al poniente, suavizando sus rayos. Las segadoras se echaron de espaldas sobre los almiares para recobrar aliento, para soltar alguna broma picara, para descansar. Las muchachas habían pasado todo el día bajo el sol, junto a los hombres que también sudaban, se habían acalorado y ahora descansaban entre bromas y risas.
El hijo de María oía sus risas y sus bromas, se ruborizaba y ansiaba alejarse de los seres humanos. Intentaba alejar sus pensamientos y le venían a la mente las palabras de Felipe, el pastor fanfarrón.
– No saben lo que sufro -murmuró-; no saben por qué fabrico cruces, ni con quién lucho…
Frente a una cabaña, dos campesinos sacudían de sus barbas y sus cabellos las pajas de trigo y se lavaban. Debían ser dos hermanos, y su anciana madre disponía en una mesita la comida de los pobres y hacía asar mazorcas en las brasas. En el aire flotaba un buen olor.
Los dos campesinos vieron al hijo de María agotado y cubierto de polvo; se apiadaron de él.
– ¡Eh, tú! ¿Adonde vas tan deprisa? -gritaron-. Pareces venir de lejos y, sin embargo, no llevas alforja. Detente para comer un trozo de pan con nosotros.
– Y una mazorca -dijo la madre.
– Y para beber un sorbo de vino. ¡Te coloreará esas mejillas pálidas!
– No tengo hambre, no quiero… ¡Gracias! -respondió, dejándolos atrás.
«Si supieran quién soy -pensó-, se avergonzarían de haberme hablado.»
– Como quieras -le gritó uno de los hermanos-. Sin duda, no somos dignos de ti.
«¡Soy el crucificador!», iba a responder, pero no se atrevió; bajó la cabeza y continuó huyendo.
La noche se abatió como una espada: las colinas no tuvieron tiempo de ponerse rosadas, y la tierra se volvió violeta y en seguida negra. La luz, que había trepado a las copas de los árboles, saltó hacia el cielo y desapareció. La noche sorprendió al hijo de María en la cima de la colina. Un viejo cedro había echado raíces allá en lo alto, donde lo batían los vientos, pero era vigoroso y sus raíces devoraban las piedras. De la llanura ascendía un olor a trigo y a madera quemada. De las cabañas diseminadas aquí y allá subía el humo de la comida de la noche.
El hijo de María tenía hambre y sed y durante unos segundos envidió a los jornaleros que habían acabado su trabaja, volvían a sus casas muertos de fatiga y hambrientos y veían desde lejos el fuego encendido, el humo por encima del techo de la casa y a su mujer que preparaba la comida.
Sintió, de pronto, que estaba más abandonado que los zorros y las lechuzas, los cuales poseen, después de todo, una madriguera o un nido donde los esperan seres cálidos y amados. Pero él no tenía a nadie, ni siquiera a su madre. Se sentó al pie del cedro y se hizo un ovillo: le castañeteaban los dientes.
– Señor, gracias por todo esto -murmuró-: la soledad, el hambre y el frío. Ya no me falta nada.