Apenas pronunció estas palabras debió sentir la injusticia de cuanto padecía. Giró la mirada en torno como una fiera caída en una trampa; sus sienes zumbaban de cólera y de miedo. Se arrodilló, fijó los ojos en el sendero oscuro donde aún se oían los pies descalzos, los cuales subían haciendo a un lado las piedras. Ahora llegaban a la cima. Un sonido ronco brotó de su garganta a pesar suyo. Al oírlo, él mismo se sintió poseído por el terror:
– ¡Acércate, mi señora, no te ocultes! ¡Ya es de noche, nadie te mira, aparece!
Contuvo la respiración y esperó.
Nadie respondió. Las únicas voces de la noche ascendían serenas, dulces, eternas: los grillos, los saltamontes, los pájaros nocturnos con sus gemidos plañideros y, a lo lejos, allá a los lejos, los perros que distinguían en la oscuridad lo que los hombres no pueden ver, y ladraban… Alargó el cuello; estaba seguro de que había alguien bajo el cedro, frente a él. Murmuró entonces en voz baja, como orando: «Mi señora…, mi señora…», para tentar al ser invisible, y esperó.
Ya no tiritaba; su frente y sus axilas estaban bañadas en sudor.
Miraba, miraba y escuchaba. Tan pronto le parecía oír una risotada burlona en la oscuridad como creía que el aire giraba sobre sí mismo y se volvía compacto, que tomaba la forma de un cuerpo para borrarse inmediatamente y desvanecerse…
El hijo de María se consumía y se esforzaba por dar consistencia al aire nocturno. Ya no gritaba ni suplicaba; sólo se consumía. De rodillas bajo el cedro, esperaba con el cuello alargado.
El contacto con las piedras había desollado sus rodillas. Se apoyó en el tronco del cedro y cerró los ojos. Entonces, con gran calma y sin lanzar grito alguno, la vio con sus ojos interiores. No se había presentado tal como él la esperaba. Esperaba a la madre trágica que levantara las dos manos sobre su cabeza y lo maldijera. ¡Pero no!
Suavemente y temblando abrió los ojos: un cuerpo salvaje de mujer resplandecía ante él, revestido de pies a cabeza de una rara armadura de gruesas escamas de bronce. Pero su cabeza no era humana, sino de águila con ojos amarillos y pico corvo, en el que llevaba un trozo de carne. Miraba imperturbable, implacablemente, al hijo de María.
No te has presentado tal como te esperaba -murmuró-. No eres la Madre… Por piedad, dime quién eres.
Interrogaba, esperaba, volvía a interrogar. Únicamente los ojos amarillos y redondos brillaban en la oscuridad.
Y repentinamente el hijo de María comprendió:
– ¡ La Maldición! -gritó, y cayó de bruces en tierra.
VII
El cielo refulgía por encima de su cabeza y la tierra lo hería con sus piedras y zarzas. Había extendido los brazos y se debatía como si la tierra entera fuera una cruz y él lanzara alaridos tendido sobre ella, crucificado.
La oscuridad avanzaba en el cielo con su gran cortejo y su pequeño cortejo: las estrellas y las aves nocturnas. Por doquiera los perros, esclavizados por los hombres, ladraban en las eras y guardaban la hacienda de los amos. Hacía frío y tiritaba. A veces el sueño lo vencía durante unos instantes, lo paseaba por los aires, entre paisajes cálidos y lejanos, pero enseguida volvía a arrojarlo a tierra, sobre las piedras.
Hacia medianoche oyó alegres cascabeles que resonaban en la colina y, tras los cascabeles, la canción quejumbrosa de un camellero. Oyó conversaciones, alguien lanzó un suspiro y ascendió una voz de mujer clara y fresca en la noche, pero pronto volvió a reinar el silencio en la ruta. Montada en un camello de silla de oro, con el rostro devastado por las lágrimas, con los afeites descompuestos en las mejillas, transformados en una especie de barro, Magdalena viajaba a medianoche.
Ricos mercaderes habían acudido desde los cuatro puntos cardinales y no la habían hallado ni en el pozo ni en su casa. Habían enviado en su busca a su camellero con un camello enjaezado de oro para traerla rápidamente. Su camino había sido muy largo y poblado de peligros, pero llevaban grabado en su mente un cuerpo que estaba en Magdala y se sentían valerosos. No la habían encontrado, así que habían enviado a su camellero y ahora estaban sentados en fila en el patio de Magdalena. Esperaban con los ojos cerrados.
Poco a poco los cascabeles desaparecían en la noche, se suavizaban; el hijo de María los oía ahora como si fueran una risa delicada, un chorro de agua en un jardín profundo que lo llamaba tiernamente por su nombre. Y así, suave, voluptuosamente, arrullado por el cascabel que tintineaba, el hijo de María volvió a quedarse dormido.
Tuvo un sueño: el mundo se le apareció como una pradera verde y florecida, y Dios como un pastorcillo moreno con dos cuernos vueltos hacia atrás, tiernos, nuevos. Estaba sentado junto a una fuente y tocaba el caramillo. El hijo de María no había oído jamás una música tan dulce, tan fascinante. Dios, el pastorcillo, tocaba, y terrón a terrón, la tierra se estremecía, se agitaba, ondulaba, cobraba vida y de pronto la pradera se pobló de gacelas graciosas adornadas con sus cornamentas. Dios se inclinó, miró el agua, y la fuente se llenó de peces. Alzó los ojos, miró los árboles, y las hojas de éstos se arrollaron sobre sí mismas, se transformaron en aves que se echaron a cantar. El sonido del caramillo se hizo más violento, y dos insectos, del tamaño de hombres, surgieron de la tierra y comenzaron al punto a abrazarse sobre la hierba nueva. Rodaban de una punta a otra de la pradera, se acoplaban, se separaban, volvían a acoplarse, reían impúdicamente, se mofaban del pastor y silbaban. El pastor apartó el caramillo de sus labios y miró a la pareja insolente y obscena. De pronto fue incapaz de continuar resistiendo y, con un ademán seco, rompió el caramillo aplastándolo con el pie al tiempo que las gacelas, las aves, los árboles, el agua y la pareja unida desaparecían…
El hijo de María lanzó un grito y se despertó. Pero en el instante mismo en que se despertaba tuvo tiempo de percibir dos cuerpos enlazados, el de un hombre y el de una mujer, hundidos en un rincón oscuro del fondo de sí mismo. Se incorporó aterrorizado:
– ¡Cuánto fango hay en mí, cuánta suciedad!
Se quitó el ceñidor de cuero con clavos, se bajó las vestiduras y se puso a flagelar despiadadamente, sin pronunciar palabra, sus muslos, su espalda y su rostro. Sintió que la sangre manaba y le salpicaba, y esto le alivió.
Nacía el día; las estrellas se apagaban y el aire frío de la mañana lo traspasaba hasta los huesos. Por encima de él el cedro se pobló de alas y gorgojeos. Paseó la mirada a su alrededor: el aire estaba vacío, la maldición de bronce con cabeza de águila era de nuevo, a la luz del día, invisible.
– Debo partir, debo huir -pensó-. No debo entrar en Magdala… ¡maldita sea! Debo encaminarme en línea recta al desierto y sepultarme en el monasterio. Allí mataré la carne y la transformaré en espíritu.
Alargó la mano, acarició el viejo tronco del cedro y sintió que el alma del árbol ascendía desde las raíces para difundirse hasta por las ramas más altas y tenues.
– Adiós, hermano -murmuró-. Esta noche me cubrí de vergüenza a tus pies. Perdóname.
Luego, extenuado y con lúgubres presentimientos, echó a andar sendero abajo.
Llegó al camino principal. La llanura se despertaba, los primeros rayos del sol comenzaban a caer y cubrían de oro las eras sobrecargadas. «No debo pasar por Magdala -volvió a murmurar-. Tengo miedo…» Se detuvo para elegir el lugar por donde le convendría acortar camino para llegar hasta el lago. Tomó el primer sendero que encontró a su derecha. Como sabía que Magdala quedaba a la izquierda y el lago a la derecha, avanzaba confiadamente.
Caminaba, caminaba, y su espíritu se echaba a volar desde Magdalena la puta hasta Dios, desde la cruz hasta el Paraíso, desde su madre y su padre hasta los remotos océanos, las tierras lejanas, los millares de rostros de hombres blancos, amarillos y negros.
Jamás había salido de las fronteras de Israel, pero desde su infancia cerraba los ojos y su espíritu se lanzaba a un vuelo raudo, como el gavilán adiestrado para la caza con sus cascabeles, de ciudad en ciudad, de mar en mar, y gritaba de alegría. Pero él no cazaba; su cuerpo jugaba, se desprendía de la carne y subía al cielo; no deseaba otra cosa.