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Caminaba, caminaba, el sendero daba rodeos, giraba y volvía a girar entre los viñedos, llegaba a los olivos para ascender nuevamente. El hijo de María lo seguía del mismo modo que se sigue una corriente de agua o la canción triste y monótona de un camellero. Aquel viaje le parecía un sueño; apenas tocaba la tierra y su pie apenas dejaba una leve impronta humana en el suelo. Los olivos agitaban sus ramas cargadas de frutos y le daban la bienvenida, los racimos de uvas colgaban, reposaban sobre la tierra, sus granos habían comenzado a brillar. Las muchachas que pasaban con su pañuelo blanco y sus pantorrillas firmes, quemadas por el sol, le saludaban cordialmente.

A veces, cuando no se veía a nadie en el sendero, oía nuevamente a sus espaldas el ruido de los pies descalzos, al tiempo que brillaba y se extinguía en el aire un reflejo de bronce y estallaba por encima de su cabeza una risa malévola. Pero el hijo de María no se impacientaba, pues ya se acercaba a su liberación y pronto se desplegaría ante él el lago y, más allá de sus aguas azules, entre rojos peñascos, encaramado como un nido de águilas, el Monasterio…

Mientras avanzaba por el sendero y su espíritu se lanzaba a un raudo vuelo, se detuvo de pronto, asustado: frente a él, bajo las palmeras, en un lugar abrigado, se extendía Magdala. Su espíritu oponía resistencia, pero sus piernas lo llevaban hacia aquella ciudad maldita, embalsamada de perfumes, llena de Magdalena.

– ¡No quiero! ¡No quiero! -murmuró, espantado, e hizo ademán de volverse sobre sus pasos, pero su cuerpo se resistía. Permaneció inmóvil como un perro de presa y olfateó el aire.

«Debo partir -decidió en su fuero interior, pero permaneció clavado en el sitio. Miraba el viejo pozo con su brocal de mármol, las casitas limpias y enjalbegadas; los perros ladraban, las gallinas cacareaban, las mujeres reían, los camellos cargados, arrodillados en torno del pozo, rumiaban. -Debo verla, debo verla. -Oyó en el fondo de sí mismo una débil voz-. Debo verla.

Dios conducía mis pasos, los conducía Dios y no mi espíritu, para que la vea, para que caiga a sus pies y le pida perdón… ¡Toda la culpa es mía! Antes de entrar en el Monasterio y de revestir la sotana blanca, debo pedirle perdón. De otro modo, no podré salvarme… ¡Señor, te agradezco que me hayas conducido hasta aquí contra mi voluntad!.

Se regocijó, se ajustó el ceñidor y echó a andar camino abajo hacia Magdala.

Alrededor del pozo y echados en tierra, los camellos de una caravana, que acababan de comer, rumiaban lenta, pacientemente. Aún estaban cargados y debían proceder de países remotos, embalsamados de perfumes, pues en el aire flotaba el olor de las especias.

Se detuvo frente al pozo. Una vieja que sacaba agua le alargó el cántaro y el joven bebió. Iba a preguntarle si María estaba en su casa, pero sintió vergüenza. «Dios me lleva hacia su casa, y tengo confianza. Debe de estar allí», pensó. Tomó por el sendero sombreado. Había numerosos extranjeros, unos vestidos con chilabas blancas como los beduinos, y otros con preciosos tejidos indios. Abrióse una puerta y una mujer de trasero prominente y bigotes negros apareció en el vano, le vio y se echó a reír.

– ¡Eh, carpintero!, ¡bienvenido! ¿Vas tú también a adorar el santuario? -gritó. Cerró la puerta lanzando una carcajada.

El hijo de María se ruborizó. «¡Es preciso, es preciso -pensó- que caiga a sus pies, que le pida perdón…»

Apuró el paso; la casa se hallaba en el otro extremo de la aldea, en medio de un huerto de granados. La recordaba bien: una puerta verde de un solo batiente donde uno de sus amantes, un beduino, había pintado dos serpientes entrelazadas, una blanca y una negra y, sobre la puerta, un lagarto amarillo crucificado.

Se extravió, dio vueltas y más vueltas y no se atrevía a preguntar. Era casi mediodía y se detuvo a la sombra de un olivo para recobrar aliento. Acertó a pasar por allí un rico mercader, de barba negra y ensortijada, de ojos negros en forma de avellana, con los dedos cargados de anillos y que olía a almizcle. El hijo de María lo siguió.

«Debe ser un ángel de Dios -pensó mientras lo seguía y admiraba la línea esbelta de su cuerpo y el manto precioso, bordado con flores y aves tornasoladas, que le cubría los hombros-; debe ser un ángel de Dios… Bajó del cielo para señalarme el camino.»

El joven extranjero recorría con seguridad las callejas tortuosas hasta que de pronto la puerta verde apareció con sus dos serpientes entrelazadas. Una viejecita estaba sentada frente a ella en un escabel. Tenía un braserillo encendido y en él cocía cangrejos; al lado, y en una gran bandeja, ofrecía a la venta tortas calientes de garbanzos, bien condimentadas, y semillas de calabazas asadas.

El joven noble se inclinó, dio una moneda de plata a la vieja y entró. El hijo de María entró tras él.

En el patio y en fila uno tras otro, cuatro mercaderes estaban sentados en el suelo al modo orientaclass="underline" dos viejos con las uñas y las cejas teñidas y dos jóvenes con barbas y bigotes de ébano. Los cuatro tenían la mirada clavada en la pequeña puerta cerrada del cuarto de María. De allí partía de vez en cuando un susurro, una risa, un chirrido de las tablas del piso… y los adoradores interrumpían la conversación que habían entablado en voz baja y cambiaban nerviosamente de posición. El beduino se demoraba una eternidad. Hacía mucho que había entrado y, en el patio, todos, jóvenes y viejos, estaban ansiosos. El joven señor indio se sentó en el sitio que le correspondía y, tras él, lo hizo el hijo de María.

Un inmenso granado cargado de frutos se alzaba en el centro del patio y a ambos lados de la puerta erguíanse dos sólidos cipreses, uno macho y recto como una espada, y el otro hembra con sus ramas extendidas y desplegadas. Del granado colgaba una jaula de mimbre con una perdiz pardilla, que revoloteaba a derecha e izquierda, picoteaba, golpeaba los barrotes y chillaba.

Los adoradores sacaban de los ceñidores dátiles que se llevaban a la boca, mordían nueces moscadas para perfumar el aliento y hablaban entre sí para entretenerse. Se volvieron, saludaron al joven señor y miraron luego con menosprecio al hijo de María, pobremente vestido. El primer anciano suspiró y dijo:

– No hay martirio más grande que el mío: estoy frente al Paraíso y la puerta está cerrada.

Un hombre joven que lucía aros de oro en los tobillos, se echó a reír:

– Transporto especias desde el Eufrates hasta la orilla del mar. ¿Veis aquella perdiz de patas rojas? Pues bien, daría un cargamento de canela y pimienta para comprar a María; la metería en una jaula de oro y me la llevaría. ¡Haced pronto lo que tengáis que hacer, alegres compañeros, porque ésta será la última vez que la veáis!

– Te lo agradezco, muchacho -dijo entonces otro viejo de barba perfumada, de manos finas con dedos alargados-, te lo agradezco porque lo que acabas de decir realzará el sabor de sus besos.

El joven señor había bajado los ojos de tupidas pestañas; balanceó luego lentamente el torso al tiempo que sus labios se movían, como si orara. Antes de entrar en el Paraíso, se había sumergido en la beatitud eterna. Oía los chillidos de la perdiz, las respiraciones entrecortadas y los crujidos del otro lado de la puerta, así como a la vieja que, en la puerta, colocaba en el braserillo los cangrejos vivos, que saltaban…

«He aquí el Paraíso -pensó, agitado-, he aquí el sueño espeso que llamamos vida y que soñamos como el Paraíso. No hay otro Paraíso. Ahora puedo levantarme y partir; ya no necesito ninguna otra alegría…»

Un hombre de talla gigantesca y turbante verde, que estaba delante de él, le tocó la rodilla y se echó a reír.

– Príncipe indio -le dijo-, ¿qué dice tu Dios de todo esto?

El joven señor abrió los ojos:

– ¿De qué?

– De lo qué tienes ante ti, de los hombres, las mujeres, los cangrejos, el amor…

– Que todo es un sueño, hermano.

– Entonces, hay que andar con cuidado, compañeros -dijo el viejo de barba blanca, que ahora desgranaba un gran rosario de cuentas de ámbar-, ¡no sea cosa que nos despertemos!