La puerta se abrió y el beduino salió de la habitación andando con paso lento. Tenía los ojos abotagados y se relamía. El viejo a quien le correspondía pasar se puso en pie de un salto, ágil como un joven de veinte años.
– ¡Anda, anciano y apresúrate! ¡Apiádate de nosotros! -gritaron los otros tres.
El viejo ya avanzaba quitándose el ceñidor… ¡no era aquel momento para hablar! Cerró bruscamente la puerta tras él.
Todos miraban al beduino con envidia y nadie osaba hablar. Sentían que navegaba muy lejos, en aguas profundas y, en efecto, no se volvió ni siquiera para mirarles. Marchaba por el patio con paso vacilante. Llegó a la puerta de la calle donde estuvo a puntó de tropezar con el braserillo; luego se perdió en las callejuelas tortuosas. Entonces, para alejar la fijación de su mente, el hombre grueso con el turbante verde se puso a hablar, sin ton ni son, dé leones, de mares cálidos y de islas remotas hechas de coral…
Transcurrió el tiempo; cada poco oíase el murmullo producido por las cuentas de ámbar del rosario al chocar unas con otras suave, delicadamente. Los ojos habían vuelto a clavarse en la puerta. El viejo tardaba, tardaba mucho en salir…
El joven indio se levantó, feliz. Todos se volvieron sorprendidos. ¿Por qué se había levantado? ¿No iba a estrecharla entre sus brazos? ¿Partía? Su rostro resplandecía y sus mejillas se habían hundido ligeramente. Se ajustó el manto, se llevó la mano al corazón y luego a los labios, saludó y su sombra traspuso tranquilamente el umbral…
– Se despertó… -dijo el joven que llevaba anillos de oro en los tobillos. Estaba por echarse a reír, aunque todos se sintieron repentinamente invadidos por un pavor extraño y se pusieron precipitadamente a hablar de los mercados de esclavos de Alejandría y Damasco, de pérdidas y de ganancias… Pero pronto volvieron a sus chistes impúdicos sobre mujeres y adolescentes. Sacaban la lengua y se relamían.
– ¡Señor! ¡Señor! -murmuró el hijo de María-. ¿Dónde me has hecho caer? ¿En qué patio? ¡Me obligas a formar fila detrás de estos hombres! ¡Esta es la vergüenza mayor, Señor! ¡Dame fuerzas para soportarla!
El hambre se apoderó de los adoradores; uno de ellos llamó a la vieja, la cual distribuyó entre los cuatro hombres pan, cangrejos y tortas de garbanzos; también llevó un gran cántaro de vino de dátiles. Se sentaron al modo oriental en torno de los alimentos y comenzaron a mover las mandíbulas. Uno de ellos sintió deseos de bromear y arrojó un grueso caparazón de cangrejo contra la puerta, gritando:
– ¡Eh! ¡Eh! ¡Apresúrate, anciano! ¡Acaba de una vez!
Todos se echaron a reír.
– ¡Señor! ¡Señor! -volvió a murmurar el hijo de María-. ¡Dame fuerzas para soportar esto hasta que llegue mi turno!
El viejo de barba perfumada se volvió y se apiadó de éclass="underline"
– ¡Eh, muchacho! ¿no tienes hambre ni sed? Acércate; come un bocado con nosotros para cobrar fuerzas.
– Sí, para cobrar fuerzas, desdichado -dijo riendo el gigante de turbante verde-, y para que cuando llegue tu turno no hagas quedar mal a los hombres.
El hijo de María enrojeció hasta la raíz del cabello, bajó la cabeza y calló.
– Este es otro que sueña -dijo el viejo sacudiendo la barba que se había llenado de migas de pan y de trozos de cangrejos-. Os juro que sueña, por san Belcebú. Acordaos de lo que os digo: ¡se va a levantar como el otro y se va a ir!
El hijo de María se sintió invadido por el terror y miró a su alrededor. ¿Tendría razón el indio y todo aquello, los patios, los granados, los braserillos, las perdices, los hombres, no serían más que un sueño? ¿No es aria soñando aún al pie del cedro?
Se volvió como si buscara socorro y entonces vio en la puerta de la calle de pie junto al ciprés macho, vestida con la armadura de bronce, inmóvil, a su compañera de cabeza de águila y, al mirarla, se sintió por primera vez aliviado y tranquilo.
El viejo salió jadeando del cuarto de Magdalena y el hombre del turbante verde entró. Transcurrieron algunas horas y luego le tocó el turno al joven de aros de oro y, por último, al viejo, del rosario de ámbar. El hijo de María permaneció solo esperando en el patio.
El sol declinaba y dos nubes que navegaban por el alto cielo se detuvieron, cargadas de oro. Una leve bruma dorada cayó sobre los árboles, sobre los rostros de los hombres y sobre la tierra.
El viejo del rosario de ámbar salió, se detuvo un instante en el umbral, se enjugó los ojos, las narices y los labios y se arrastró, encorvado, hacia la puerta.
El hijo de María se levantó. Se volvió hacia el ciprés y su compañera adelantó también la pierna para seguirle. Estaba por hablarle, por suplicarle; espérame afuera, quiero estar solo, no me escaparé… pero sabía que era una vana súplica y guardó silencio. Ajustó la correa a su cintura, alzó los ojos, vio el cielo, vaciló, pero entonces oyó una voz ronca, irritada, procedente de la habitación: «¿Hay alguien ahí? ¡Que entre!» Era Magdalena, que llamaba. Reunió todas sus fuerzas y avanzó. La puerta estaba entornada y entró temblando.
Magdalena estaba echada en la cama, enteramente desnuda y bañada en sudor; sus cabellos de ébano aparecían diseminados por la almohada, sus brazos replegados en la nuca, el rostro vuelto hacia la pared. Bostezaba. Estaba fatigada: había luchado con los hombres desde el alba; todo su cuerpo, sus cabellos y sus uñas estaban impregnados de los perfumes de todos los países; sus brazos, su cuello y sus senos aparecían cubiertos de mordiscos.
El hijo de María bajó los ojos; permanecía en pie en el centro de la habitación y no podía avanzar. Magdalena esperaba con el rostro vuelto hacia la pared, inmóvil. Pero no oía cerca de ella ningún gruñido de macho, ningún ruido de hombre que se desviste, ninguna respiración jadeante. Sintió miedo y volvió bruscamente la cabeza. Al ver al hijo de María, lanzó un grito, cogió la sábana y se tapó con ella.
– ¡Tú! ¡Tú! -gritó y se cubrió con las manos los ojos y los labios.
– María, perdóname.
Ronca, desgarradora como si quebrara parte de su garganta, estalló la risa de Magdalena.
– María, perdóname -repitió.
Entonces ella se puso de rodillas, se arrodilló en las sábanas y alzó el puño:
– ¿Para decirme esto te mezclaste con ellos? ¿Te has metido aquí, donde nadie te llamaba, para meter en la habitación al coco de tu Dios? Llegas tarde, demasiado tarde muchacho. ¡No quiero saber nada de tu Dios! ¡Me ha partido el corazón! Hablaba, gemía, su pecho irritado se henchía la sábana.
– ¡Me ha partido el corazón!… Me ha partido el corazón… -volvió a gemir; de sus ojos brotaron dos lágrimas que quedaron suspendidas de las pestañas.
– No blasfemes, María. Toda la culpa no fue de Dios. Por eso vine a pedirte perdón.
Magdalena estalló:
– Tu Dios tiene tu sucio rostro, tú y él se confunden y yo no los distingo. Cuando, de noche, me da por pensar en ti pienso en él -¡maldita sea esa hora!-, mira, ¡se me aparece en la oscuridad con tu rostro! Y cuando -¡maldita sea la hora!- te encuentro por la calle, me parece que veo a Dios lanzándote sobre mí.
Agitó el puño.
– ¡No me hables de Dios! -gritó-. Vete, no quiero volver a verte. ¡No me queda más que un solo refugio, que un solo consuelo… el fango! No me queda más que una sinagoga donde entro para orar y purificarme: ¡el fango!
– María, escúchame, déjame hablarte. No te desesperes. Para eso vine, hermana, para sacarte del fango. Son muchas mis faltas y voy al desierto para expiarlas. Son muchas mis faltas, pero la más grave es haber ocasionado tu desdicha, María.
Magdalena alargó con rabia sus uñas puntiagudas hacia el visitante inesperado, como si quisiera desgarrarle las mejillas.
– ¿Qué desdicha? -gritó-. ¡Mi vida es feliz, muy feliz, y no necesito que Su Santidad me compadezca! Lucho sola, completamente sola, y no llamo en mi auxilio ni a los hombres ni a los demonios, ni a los dioses. ¡Lucho para liberarme y me liberaré!
– ¿Liberarte de qué, de quién?