– No del fango, como tú crees. ¡Bendito sea el fango! En él deposito todas mis esperanzas; es mi camino de liberación.
– ¿El fango?
– ¡El fango! ¡La vergüenza, la suciedad, este lecho, este cuerpo mordido, mancillado por todas las salivas, todos los sudores, todas las mugres del mundo! ¡No me mires de ese modo, con ojos de ternero hambriento, no te acerques, cobarde! No me gustas, me repugnas; no me toques. Para olvidar a un hombre, para liberarme de su recuerdo, me entregué a todos los hombres.
El hijo de María bajó la cabeza:
– La culpa es mía -repitió con voz ahogada; cogió la correa que le servía de ceñidor, aún salpicada de gotas de sangre-. La culpa es mía; perdóname, hermana. Pero pagaré mi deuda.
Una risa salvaje desgarró de nuevo la garganta de la mujer:
– La culpa es mía… la culpa es mía, hermana… Yo te salvaré… Lanzas estos balidos lastimosos en lugar de alzar la cabeza como un hombre y de confesar la verdad. Tú codicias mi cuerpo, pero no te atreves a decirlo y la tomas con mi alma. ¡Quieres salvarla, dices! ¿Qué alma, soñador? El alma de una mujer es su carne, y tú lo sabes, lo sabes de sobra, pero no te atreves a tomarla en tus manos como un hombre, no te atreves a abrazarla. ¡Abrazarla para salvarla! ¡Me das lástima y me asqueas!
– ¡Te poseen siete demonios, puta! -gritó entonces el joven; la vergüenza lo había hecho enrojecer hasta la raíz de los cabellos-. Tu pobre padre estaba en lo cierto.
Magdalena se sobresaltó, recogió sus cabellos con cólera, los enrolló y los ató con una cinta de seda roja. Permaneció en silencio durante un tiempo. Al fin, sus labios se movieron.
– No son siete demonios, hijo de María, no son siete demonios sino siete llagas. Debes aprender que una mujer es una cierva herida, y la desdichada no tiene otra alegría que lamer sus heridas…
Sus ojos se arrasaron de lágrimas. Con ademán brusco, las enjugó con la palma de la mano. Se encolerizó:
– ¿Por qué has venido aquí? ¿Por qué permaneces parado frente a mi lecho? ¿Qué quieres de mi?
El hijo de María avanzó un paso:
– María, acuérdate de cuando éramos niños.
– ¡No me acuerdo! ¿Qué clase de hombre eres no sigues babeando? ¿No tienes vergüenza? Jamás tuviste el valor de mantenerte erguido como un hombre, solo, sin valerte de nadie. ¡Tan pronto te cuelgas de las faldas de tu madre como de las mías o de las de Dios! No puedes valerte por ti mismo porque tienes miedo. No osas mirar de frente mi cara, a mi cuerpo, qué para el caso es lo mismo, porque tienes miedo. ¡Y vas a sepultarte en el desierto, a hundir tu rostro en el desierto porque tienes miedo! ¡Tienes miedo, tienes miedo! Me repugnas, me das lástima y, cuando pienso en ti se me parte el corazón.
Magdalena ya no podía resistir y estallé en sollozos. Se enjugó los ojos con rabia; sus afeites se disolvían con las lágrimas y ensuciaban las sábanas.
El corazón del joven se estremeció. ¡Ah, si no temiera a Dios, la estrecharía entre sus brazos, le enjugaría las lágrimas, le acariciaría los cabellos para calmarla, partiría con ella!
Si fuese un verdadero hombre, eso es lo que debería hacer para salvarla en lugar de entregarse a oraciones y ayunos en el monasterio. ¿Qué le importaban a ella las oraciones y los ayunos? ¿Acaso podía salvar a una mujer con oraciones y ayunos? El camino de la salvación consistía en que la arrancara de ese lecho, en que partiera con ella e instalara un taller en una aldea alejada, en que vivieran como marido y mujer, en que tuvieran hijos, sufrieran, fueran felices, como seres humanos. Ese era el único camino de salvación para la mujer, y el camino en el cual él se podía salvar con ella. ¡El único camino!
Caía la noche. A lo lejos se oyeron truenos. El resplandor de un rayo penetró por la rendija de la puerta e iluminó por un segundo el rostro lívido de María. Volvió a oírse un trueno más cercano. El cielo había descendido hacia la tierra, cargado de angustia.
El joven sintió de pronto una gran fatiga; las rodillas se le doblaban y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Un olor pestilente le dio en pleno rostro, un olor a almizcle, a sudor, a chivo, y se apretó la garganta con la mano para no vomitar.
Oyó la voz de María en la oscuridad:
– Vuelve la cabeza; voy a encender la lámpara y estoy desnuda.
– Me iré -dijo el joven en voz baja. Reunió todas sus fuerzas y se puso de pie.
Pero Marta simuló no haber oído:
– Mira si aún hay alguien en el patio; si es así, dile que se vaya.
El joven abrió la puerta y asomó la cabeza. El aire se había oscurecido y gruesas gotas de lluvia, espaciadas, daban contra las hojas del granado. El cielo pendía sobre la tierra, pronto a caer sobre ella. La vieja con su braserillo encendido se había metido en el patio para refugiarse bajo el ciprés. La lluvia comenzaba a arreciar.
– No hay nadie -dijo el joven. Cerró rápidamente la puerta. Ya había estallado la tormenta.
Entretanto, Magdalena había saltado del lecho. Se cubrió con una tibia pañoleta de lana que llevaba bordados leones y gacelas y que le había regalado aquella misma mañana uno de sus amantes, un árabe. Sus hombros y sus caderas acogieron con un estremecimiento de placer el dulce calor del vestido. Se puso de puntillas y descolgó la lámpara que pendía de la pared.
– No hay nadie -repitió el joven; su voz se había suavizado.
– ¿Y la vieja?
– Está bajo el ciprés. Estalló la tormenta.
María salió al patio, vio el braserillo encendido y se acercó a él.
– Anciana Noemí -dijo alargando la mano hacia el cerrojo de la puerta-, toma tu braserillo y tus cangrejos y vete. Echaré el cerrojo. ¡Esta noche no recibiré a nadie!
– ¿Tienes a tu amante en el cuarto? -silbó la vieja, furiosa porque perdía los clientes de la noche.
– Sí -respondió María-, está adentro… ¡Vete!
La vieja se levantó, murmurando, y decidió recoger sus utensilios.
– ¡Vaya con el amante que te has echado! Es un andrajoso refunfuñó por lo bajo; pero María la empujó sin más y luego atrancó la puerta de la calle. El cielo se había abierto y todo él se derramaba en el patio. Magdalena lanzó un gritito de alegría, como hada cuando era niña y miraba las primeras lluvias. Cuando volvió al cuarto, la pañoleta estaba mojada.
El joven se detuvo, en el centro de la habitación. ¿Debía partir? ¿Debía quedarse? ¿Cuál era la voluntad de Dios? Se sentía cómodo allí, en aquel ambiente cálido, y ya se había habituado al olor repulsivo. Fuera le esperaban la lluvia, el viento, el frío. No conocía a nadie en Magdala y Cafarnaum estaba lejos. ¿Debía partir? ¿Debía quedarse? Su espíritu no se decidía…
– Jesús, llueve a cántaros. Seguramente no has comido en todo el día. Ayúdame a encender el fuego y cocinaremos…
Su voz era tierna, solícita como la de un ángel.
– Me iré -dijo el joven y se volvió hacia la puerta.
– Quédate a comer conmigo -dijo Magdalena como si le impartiera una orden-. ¿Te repugna? ¿Tienes miedo de ensuciarte si comes con una puta?
El joven se inclinó sobre el hogar, ante los dos morillos; tomó un haz de leña y encendió el fuego.
Magdalena sonreía; se había calmado. Puso agua en la marmita, que colocó sobre los morillos; tomó de un saco colgado de la pared dos puñados de habas y las arrojó al agua. Se sentó en el suelo, ante el fuego encendido, y aguzó el oído; afuera, el cielo había abierto sus esclusas.
– Jesús -dijo en voz baja-, me preguntaste si me acordaba de cuando éramos niños y jugábamos.
El joven, sentado también ante el hogar, miraba el fuego y su espíritu volaba por zonas lejanas. Como si ya hubiera llegado al Monasterio del desierto y revistiera la sotana inmaculada, se paseaba por espacios solitarios, y su corazón, semejante a un pececillo de oro radiante, nadaba en las aguas calmas y profundas de Dios. Afuera, llegaba el fin del mundo; y dentro reinaba la paz, la ternura, la seguridad.
– Jesús -oyó de nuevo la voz de Magdalena junto a él-, me preguntaste si me acordaba de cuando éramos niños y jugábamos…