El rostro de Magdalena brillaba a la luz de las llamas como hierro candente. Pero el joven no oyó, pues aún estaba sumergido en el abismo del desierto.
– Jesús -repitió la mujer-, tú tenías tres años y yo cuatro. Ante la puerta de mi casa había tres peldaños; yo solía sentarme en el más alto y desde allí miraba cómo te esforzabas, durante horas, por trepar al primer peldaño, cómo caías y te levantabas una y otra vez. Yo ni siquiera te tendía la mano para ayudarte; quería que llegaras hasta mí, pero que antes sufrieras mucho… ¿Lo recuerdas?
Un demonio, uno de sus siete demonios, la aguijoneaba para hacerla hablar y tentar al hombre.
– Después de horas de esfuerzos, llegabas a subirte al primer peldaño, y entonces debías intentar encaramarte al segundo… Y luego, para llegar al tercero, donde yo estaba sentada, inmóvil, esperándote. Después…
El joven se sobresaltó; adelantó la mano y gritó:
– ¡Cállate! ¡No continúes!
El rostro de la mujer brillaba y se oscurecía; las llamas lamían sus cejas, sus labios, su barbilla, su cuello desnudo. Tomó un puñado de hojas de laurel, que arrojó al fuego lanzando un suspiro, y añadió:
– Después, me cogías la mano, me cogías la mano, Jesús. Entrábamos e íbamos a echarnos sobre las piedras del patio. Juntábamos las plantas de nuestros pies desnudos, sentíamos que el calor de nuestros dos cuerpos se mezclaba, que subía desde nuestros pies hasta nuestros muslos, desde allí hasta nuestras caderas, y cerrábamos los ojos…
– ¡Cállate! -volvió a gritar el joven; alargó la mano para cerrarle la boca, pero se contuvo pues tuvo miedo de tocarle los labios.
La mujer bajó la voz, suspiró y dijo:
– Jamás conocí en mi vida dulzura mayor. -Después de unos instantes de silencio añadió-: Desde entonces busco en los hombres aquella dulzura, aquella dulzura, Jesús, y no la encuentro…
El joven hundió el rostro en sus rodillas.
«¡Adonay -murmuró-, Adonay, acude en mi auxilio!»
En la habitación tranquila y silenciosa sólo se ola,el susurro del fuego, que devoraba los leños y silbaba, así cómo el del guisado que se cocía lentamente y despedía un agradable olor. Afuera, el chaparrón, como un macho, se derramaba desde el cielo con estrépito y la tierra abría su seno y zureaba como una paloma.
– Jesús, ¿en qué piensas? -dijo Magdalena, ya no se atrevía a mirar al joven a la cara.
– En Dios -respondió con voz ahogada-, en Dios, en Adonay…
Apenas dijo esto, se arrepintió de haber pronunciado su santo nombre en aquella casa.
Magdalena se puso en pie de un salto y echó a andar entre el hogar y la puerta. Estaba excitada.
«Ese es -pensaba-, ése es el gran enemigo, ése es quien se interpone siempre entre nosotros; es malévolo, celoso, no quiere que seamos felices.» Se detuvo tras la puerta y aguzó el oído; el cielo rugía, el huracán hacía estragos y las granadas se golpeaban unas con otras en el patio hasta casi reventar.
– Cede la lluvia -dijo Magdalena.
– Partiré -dijo el joven y se levantó.
– Gime primero para recobrar fuerzas. ¿Dónde irás a estas horas? La noche es muy oscura y aún llueve.
Descolgó de la pared una estera redonda y la colocó en el suelo. Apartó del fuego la marmita, abrió una alacena excavada en el muro y sacó un trozo de pan de centeno asado y dos platos de barro cocido.
– Esta es la comida de la puta -dijo-. Si no te asquea, hombre piadoso, cómela.
El joven tenía hambre y alargó presurosamente la mano. La mujer reventó de risa:
– ¿Es ésa la forma que tienes de comer? ¿Sin orar primero? ¿No sería mejor que le agradecieras a Dios el envío al hombre del pan, las habas y las putas?
El bocado se atascó en la garganta del joven.
– María -dijo-, ¿por qué me odias? ¿Por qué me provocas? Mira, comparto esta noche la comida contigo y nos hemos reconciliado. Lo pasado, pasado está. Perdóname. Para eso he venido.
– Come en lugar de lloriquear. Si no te otorgan el perdón, tómalo por la fuerza. Eres un hombre.
Magdalena cogió el pan y lo partió. Rió:
– Bendito sea el nombre de Aquél que da al mundo el pan, las habas y las putas. ¡Y también los píos visitantes!
Sentados uno frente al otro bajo la luz de la lámpara, no volvieron a cambiar palabra alguna. Ambos tenían hambre pues habían luchado durante el día y ahora comían para recobrar las fuerzas.
Afuera, la lluvia comenzaba a calmarse. El cielo se separó del abrazo con la tierra y ésta quedó saciada. Sólo se oía el chapoteo de los arroyos que se deslizaban alegremente por las calles de la aldea.
Terminaron la comida. Quedaba aún en la alacena un resto de vino y lo bebieron. También había algunos dátiles maduros, y los comieron como postre. Permanecieron un tiempo prolongado sin hablar, mirando el fuego que se iba extinguiendo. El espíritu de ambos se movía con libertad, danzaba al ritmo de las últimas pavesas.
El joven se levantó y echó otros leños en el hogar pues hacía frío. Magdalena tomó otro puñado de hojas de laurel y lo arrojó al fuego.
La habitación pareció embalsamarse. El joven se encaminó hacia la puerta y la abrió. Se había levantado viento y las nubes ya se habían dispersado; sobre el patio de María resplandecían ahora dos grandes estrellas, límpidas.
– ¿Continúa lloviendo? -preguntó el joven; estaba de nuevo de pie en el centro de la habitación, indeciso.
Magdalena no respondió. Desenrolló una estera, sacó del baúl gruesos cobertores de lana y sábanas, regalo de sus amantes, y tendió una cama frente al fuego.
– Dormirás aquí -dijo-. Hace frío y se levantó viento. Es cerca de medianoche. ¿Adonde ibas a ir? Te helarías. Dormirás aquí, junto al fuego.
El joven se estremeció.
– ¿Aquí? -preguntó.
– ¿Acaso te da miedo? No temas, cándida paloma. No me burlaré de ti. No te tentaré, no atentaré contra tu virginidad.
Echó más leña al fuego y bajó la mecha de la lámpara.
– Duerme tranquilo -añadió-; mañana los dos tenemos mucho que hacer; tú te pondrás en camino para ir en busca de tu liberación, y yo tomaré otro camino, el mío propio, para buscar mi propia liberación. Cada cual seguirá su camino, y nunca volveremos a encontrarnos. ¡Buenas noches!
Magdalena se echó en su cama y hundió el rostro en la almohada. Durante toda la noche mordió las sábanas para no gritar y llorar, temerosa de que la oyera el hombre que dormía junto al fuego, de que se asustara y se fuera. Magdalena escuchó toda la noche la respiración apacible del joven, semejante a la de una criatura que ha mamado hasta saciarse. Permaneció despierta, lanzando por lo bajo prolongados y tiernos sollozos que ascendían desde el fondo de su ser. Diríase que velaba su sueño como una madre.
Al despuntar el día vio a través de sus párpados entreabiertos que el joven se levantaba, se ajustaba el ceñidor de cuero y abría la puerta. Entonces el hijo de María se detuvo. Quería y no quería partir al mismo tiempo. Se volvió, miró el lecho, avanzó un paso con indecisión, se acercó y se inclinó. Aún no había mucha claridad en la habitación. Se inclinó como si quisiera ver a la mujer, tocarla. Llevaba la mano izquierda dentro del ceñidor y la derecha en la barbilla.
La mujer acostada, inmóvil, con el pecho desnudo cubierto por sus cabellos, lo miraba a través de sus pestañas y todo su cuerpo temblaba.
Los labios del joven se movieron levemente:
– María…
Pero al oír su propia voz, se aterrorizó. Llegó de un salto al umbral, cruzó presurosamente el patio, descorrió el cerrojo de la puerta…
Entonces María Magdalena se incorporó bruscamente en el lecho, arrojó las sábanas y se echó a llorar.
VIII
El Monasterio estaba del otro lado del lago de Genezaret, enclavado en medio de rocas rojas y cenicientas, construido con piedras rojas y cenicientas y encaramado en el desierto, como un nido de águilas. Era medianoche. Las aguas caían del cielo no en gotas sino en ríos. Las hienas, los lobos, los chacales y, más lejos, una pareja de leones, rugían, aterrorizados por los truenos ininterrumpidos. El Monasterio, sepultado en una oscuridad impenetrable, parecía parcialmente iluminado de vez en cuando por los relámpagos. Hubiérase dicho que el Dios del monte Sinaí lo azotaba. Los monjes, prosternados con el rostro en tierra en sus celdas, rogaban a Adonay que no inundara la tierra por segunda vez. ¿No había acaso empeñado su palabra al patriarca Noé? ¿No había acaso tendido el arco iris desde la tierra hasta el cielo en signo de reconciliación? En la celda del higúmeno [1] brillaba el candelabro de siete brazos. Joaquín, el higúmeno, estaba sentado en la alta silla de ciprés del coro, delgado, jadeante, con los brazos en cruz y los ojos cerrados; su barba blanca caía majestuosamente y el anciano escuchaba. Escuchaba a Juan, joven novicio que, en pie frente a él y ante un facistol, le leía al profeta Daniel.