«Contemplaba yo en mi visión durante la noche lo siguiente: los cuatro vientos del cielo agitaron el mar grande, y cuatro bestias enormes, diferentes todas entre sí, salieron del mar. La primera era como un león con alas de águila. Mientras yo la miraba, le fueron arrancadas las alas, fue levantada de la tierra, se incorporó sobre sus patas como un hombre, y se le dio un corazón de hombre. A continuación, otra segunda bestia, semejante a un oso, levantada de un costado, con tres costillas en las fauces, entre los dientes. Y se le decía: "Levántate, devora mucha carne." Después, yo seguía mirando y vi otra bestia como un leopardo con cuatro alas de ave en su dorso; la bestia tenía cuatro cabezas, y se le dio el dominio…
El novicio se detuvo, se volvió inquieto y miró al higúmeno. Ya no lo oía suspirar ni clavar las uñas con angustia en la madera de la silla; ni siquiera oía su respiración. ¿Estaba muerto? Hacía muchos días que se negaba a probar todo alimento: estaba encolerizado contra Dios y ansiaba morir; ansiaba morir, según declaró a los monjes, para que su alma, descargada del peso del cuerpo, pudiera ascender al cielo en busca de Dios. El higúmeno Joaquín tenía motivos de queja contra Dios. Era preciso que le viera, que le hablara. Pero el cuerpo es de plomo y le impedía ascender; por eso había decidido deshacerse de él, abandonarlo aquí abajo, en la tierra, para que él, el verdadero Joaquín, pudiera subir al cielo y presentar sus quejas a Dios. Dios tenía una deuda con él. ¿No era él uno de los Padres de Israel? El pueblo poseía, es verdad, una boca, pero no poseía voz, y por ello no podía alzarse ante Dios para contarle su pena. Pero él, Joaquín, podía y debía hacerlo.
El novicio lo miró. A la luz del candelabro, la cabeza del higúmeno, estragada como una madera vieja roída por los gusanos, curtida por el sol y los ayunos, se asemejaba a los cráneos de las fieras, lavados por las lluvias, que las caravanas suelen encontrar en el desierto. ¡Cuántas visiones había tenido aquel cerebro, cuántas veces los cielos se habían abierto ante él y cuántas se habían abierto los abismos del Infierno! Su cerebro era una escala de Jacob por la que ascendían y descendían todas las angustias y esperanzas de Israel.
El higúmeno abrió los ojos. Vio al novicio frente a él, lívido. A la luz de la lámpara, el rubio terciopelo de sus mejillas cobraba un reflejo pálido, virginal; sus grandes ojos se desbordaban de turbación, de angustia.
El rostro austero del higúmeno se suavizó. Amaba mucho a aquel joven espigado. Se lo había arrancado a su padre, el viejo Zebedeo, para llevarlo al Monasterio y entregarlo a Dios. Amaba la sumisión de aquel rebelde, sus labios que callaban y sus ojos insaciables, su dulzura y su ardor. «Un día será él -pensaba- quien hable con Dios. Él logrará lo que yo no pude y transformará en alas las dos llagas que llevo en los hombros. Yo no he podido subir vivo a los cielos, pero él lo logrará.»
Un día Juan había ido con sus padres al Monasterio para festejar la fiesta de Pascua. El higúmeno era un pariente lejano de Zebedeo y recibió a los visitantes alegremente, sentándolos a su mesa. Mientras comían, Juan, que apenas tenia dieciséis años, sintió, cuando estaba inclinado, que la mirada del higúmeno caía sobre su coronilla, separaba los huesos y penetraba en su cerebro por las coyunturas del cráneo. Se aterrorizó y alzó los ojos; las dos miradas se encontraron por encima de la mesa pascual… Desde aquel día su barca de pesca y hasta el lago de Genezaret le habían resultado demasiado pequeños y suspiraba y se consumía. Un día el viejo Zebedeo se impacientó y acabó por decirle: «No tienes la cabeza puesta en la pesca. Piensas en Dios. Ve, pues, al Monasterio. Tenía dos hijos y Dios quiso repartírselos conmigo. Pues bien, ¡repartámoslos!… ¡Perdonémosle sus caprichos!»
El higúmeno veía ahora al joven, enmudecido ante él; quería regañarle pero, al mirar su rostro, se suavizó.
– ¿Por qué te detuviste, hijo mío? -le preguntó-. Abandonaste la visión por la mitad. No hay que hacer eso, pues es un profeta y le debemos respeto.
El joven se ruborizó, desplegó el manuscrito de cuero sobre el facistol y reanudó la lectura con voz monótona y salmodiando:
«Después seguí mirando, en mis visiones nocturnas, y vi una cuarta bestia, terrible, espantosa, extraordinariamente fuerte; tenía enormes dientes de hierro; comía, trituraba, y lo sobrante lo pisoteaba con sus patas. Era diferente de las bestias anteriores y tenía diez cuernos…»
– ¡Detente, es suficiente! -gritó el higúmeno.
El joven se espantó al oír aquella voz. El texto sagrado rodó por las baldosas del piso. Lo recogió, posó en él los labios y fue a colocarse en un rincón, con los ojos fijos en el anciano. Este, con las uñas clavadas en la madera de la silla, gritaba:
– Todo lo que profetizó Daniel ha ocurrido. Las cuatro bestias pasaron por encima de nosotros. El león con alas de águila pasó sobre nosotros y nos desgarró. El oso que se alimenta con la carne de los hebreos pasó sobre nosotros y nos devoró. El leopardo de cuatro cabezas pasó sobre nosotros y nos mordió en el este y en el oeste, en el norte y en el sur de nuestras tierras. La bestia infame de dientes de hierro y diez cuernos está al acecho sobre nosotros; aún no pasó y ni siquiera se puso en movimiento. Nos enviaste, Señor, todas las ignominias y todos los espantos que nos habías prometido en tus profecías… ¡y es justo que así sea! Pero también nos profetizaste el bien, ¿por qué no lo envías? ¿Por qué eres tan avaro? Nos has dado las desgracias con munificencia. ¡Danos también tus gracias! ¿Dónde está, Señor de las Naciones, el Hijo del hombre que nos prometiste? ¡Lee, Juan!
El joven abandonó el rincón en que estaba con el manuscrito sobre el pecho, se acercó al facistol y reanudó la lectura. Pero ahora su voz se había vuelto salvaje, como la del anciano:
«Yo seguía contemplando en las visiones de la noche: y he aquí que en las nubes del cielo venía como un Hijo de hombre. Se dirigió hacia el Anciano y fue llevado a su presencia. A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás.»
El higúmeno no podía contenerse. Abandonó la silla, avanzó un paso y luego otro hasta llegar al facistol; tropezó y estaba a punto de caer cuando pudo apoyar pesadamente la mano en el manuscrito sagrado, manteniendo así el equilibrio.
– ¿Dónde está el Hijo del hombre que nos prometiste? Lo dijiste ¿sí o no? No puedes negarlo. ¡Está escrito aquí!
– Golpeaba con cólera y júbilo las profecías-: ¡Está escrito aquí! ¡Relee el pasaje, Juan!
Pero el novicio no tuvo tiempo de hacerlo. El higúmeno tenía prisa; le arrancó el texto de las manos, lo alzó para ponerlo bajo la luz y comenzó, sin mirarlo, a gritar con voz triunfaclass="underline"
«A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás.»
Dejó el manuscrito abierto sobre el facistol. Se acercó a la ventana para contemplar la noche.