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– Confías al hombre, santo higúmeno -intentó replicar el padre Habacuc-, una abrumadora responsabilidad, un peso insoportable. ¿Tienes tanta confianza en él?

Pero el higúmeno ignoró la observación de Habacuc; su espíritu continuaba concentrado en el Mesías.

– Es uno de nuestros hijos -gritó-. ¡Por eso las Escrituras le llaman Hijo del hombre! ¿Por qué, según vosotros, durante generaciones y generaciones se unieron millares de hombres y mujeres de Israel? ¿Para dar satisfacción a sus muslos, para regocijar su vientre? No. ¡Esos millares y millares de hombres copulan para que nazca el Mesías!

El higúmeno golpeó viva y violentamente el suelo con el cayado.

– ¡Permaneced vigilantes, monjes! Puede llegar a mediodía, puede llegar en medio de la noche. Estad siempre prontos, lavados, en ayunas, despiertos. ¡Desgraciado de aquél a quien encuentre sucio, dormido o saciado!

Los monjes se apretaron unos contra otros; no se atrevían a mirar a la cara del higúmeno, pues sentían que su cabeza despedía llamas salvajes.

El moribundo descendió de la silla y, avanzando con paso firme, se acercó al rebaño de padres aterrorizados y los tocó uno por uno con el cayado sacerdotal.

– ¡Permaneced vigilantes, monjes! -gritó-. ¡Si la pasión cede, aunque sea por un instante, las alas se transforman en cadenas! ¡Velad, luchad, mantened día y noche la antorcha de vuestra alma encendida! ¡Batid el aire con vuestras alas, martilladlo! Yo llevo prisa y me voy, voy a hablar con Dios. Me voy, y estas son mis últimas palabras: ¡batid el aire con vuestras alas, martilladlo!

Súbitamente se le cortó el aliento. El cayado resbaló de sus manos y suave, delicadamente, el anciano cayó de rodillas y rodó sin hacer ruido por las baldosas. El novicio lanzó un grito y corrió en auxilio del higúmeno. Los monjes se agitaron, se inclinaron y lo tendieron sobre las baldosas; bajaron el candelabro de siete brazos y lo colocaron junto al rostro lívido e inmóvil. Su barba resplandecía y la túnica blanca se abrió y dejó ver la sotana áspera provista de ganchos de hierro puntiagudos, que envolvía el pecho y los lomos ensangrentados del anciano.

El padre Habacuc colocó la mano sobre el corazón del higúmeno y dijo:

– Está muerto.

– Se ha liberado -dijo otro.

– Las dos amigas se separaron para volver cada cual a su dominio: la carne a la tierra, el alma a Dios -dijo otro.

Y mientras hablaban y se disponían a calentar agua para lavarle, abrió los ojos. Los monjes retrocedieron despavoridos y lo miraron. Su rostro refulgía, sus manos alargadas y finas se movieron y sus ojos se clavaron extasiados en el vacío.

El padre Habacuc se arrodilló y volvió a colocar la mano sobre el corazón del higúmeno.

– Late -murmuró-. No está muerto.

Se volvió hacia el novicio, que había caído a los pies del anciano y los besaba.

– Levántate, Juan -dijo-. Monta el camello más rápido y corre a Nazaret en busca del anciano Simeón, el rabino. El le curará. ¡Corre, que ya nace el día!

El día nacía, en efecto. Las nubes se habían dispersado, la tierra brillaba, recién lavada, saciada y miraba al cielo con gratitud. Dos gavilanes remontaron el vuelo y comenzaron a formar círculos sobre el Monasterio para secarse las alas.

El novicio se enjugó los ojos, eligió en la cuadra el camello más rápido, un camello joven y delgado que lucía una estrella blanca en la frente, lo hizo arrodillar, lo montó y lanzó un grito modulado: el camello se levantó y se echó a correr velozmente hacia Nazaret.

La mañana brillaba sobre el lago de Genezaret, cuyas aguas centelleaban bajo el sol matinal, fangosas en las orillas a causa de las tierras arrastradas por la lluvia de la noche; más allá verdeazuladas y más lejos aún blancas como la leche. Las barcas habían desplegado las velas mojadas para que se secaran. Otras ya se habían alejado de la costa. Algunas aves marinas blancas y rosadas se mecían voluptuosamente sobre las aguas estremecidas y algunos cormoranes negros posados en los peñascos clavaban la mirada, serena en el agua a la espera de que un pez saltara de alegría para jugar con la espuma. En la orilla, Cafarnaum se despertaba, húmeda. Los gallos batían las alas, oíase rebuznar a los asnos y los terneritos mugían tiernamente. Entre aquellas voces dispares, las palabras uniformes de los hombres daban a la atmósfera una nota de seguridad y dulzura.

En una ensenada aislada, una decena de pescadores, con los pies firmemente asentados en los guijarros, canturreaban al tiempo que recogían lenta, concienzudamente, las redes. Vigilaba aquel trabajo el viejo Zebedeo, el patrón, hombre hablador y astuto. Simulaba amarlos a todos como a hijos y compadecerlos, pero en realidad no les permitía siquiera tomar aliento. Trabajaban para él por días y el codicioso anciano no permitía que sus brazos descansaran un solo instante.

Oyóse el tintineo de una esquila y pronto el rebaño de cabras y de carneros descendió hacia la orilla del lago. Los perros ladraron y alguien silbó. Los pescadores se volvieron, pero el viejo Zebedeo intervino:

– ¡Es Felipe, muchachos! ¡Vendrá con sus cuentos de siempre! -dijo irritado-. ¡Nosotros, ocupémonos de nuestros asuntos!

El mismo tomó la soga para simular que ayudaba.

Los pescadores salían ininterrumpidamente de la aldea con las redes a la espalda. Tras ellos, las mujeres llevaban en equilibrio sobre las cabezas las provisiones del día. Los muchachos, quemados por el sol, ya habían cogido los remos y mordisqueaban, cada dos o tres golpes de remo, el pan seco. Felipe apareció sobre una roca y silbó. Tenía deseos de hablar, pero el viejo Zebedeo se enfadó y poniéndose las manos en la boca a modo de corneta, gritó:

– ¡Estamos trabajando, Felipe! ¡Sé amable y vete! -y le volvió la espalda-. Allá, algo más lejos, está Jonás, que echa sus redes. Que vaya a charlar con él. ¡Nosotros, muchachos, dediquémonos a nuestro trabajo! -Tomó un nudo de la soga para tirar de ella.

Los pescadores volvieron a entonar el canto triste y monótono de su oficio. Todos tenían los ojos clavados en las calabazas rojas que servían de boyas y que iban acercándose gradualmente. Pero en el momento en que iban a sacar a la orilla la bolsa de la red, llena de peces, oyóse a lo lejos un prolongado rumor que ascendía desde todas partes de la llanura. Eran voces penetrantes que parecían entonar un canto fúnebre. El viejo Zebedeo aguzó, raudo, el oído. Los pescadores aprovecharon la ocasión y se detuvieron.

– ¿Qué ocurre, muchachos? Es una lamentación. Las mujeres entonan un canto fúnebre -dijo Zebedeo.

– Algún poderoso habrá muerto. Que Dios te conserve la vida, patrón -le respondió un viejo pescador.

Pero el viejo Zebedeo ya había trepado a una roca y sus ojos de ave de rapiña recorrieron la llanura. Vio a hombres y mujeres que corrían por los campos, que caían, se levantaban y se lamentaban. La aldea comenzó a alborotarse; pasaban mujeres que se arrancaban los cabellos y, tras ellas, desfilaban hombres silenciosos y con la cabeza gacha.

– ¿Qué ocurre, muchachos? -gritó el viejo Zebedeo-. ¿Adónde vais? ¿Por qué lloran las mujeres?

Pero los otros continuaban su camino y ganaban presurosamente las eras, sin responderle.

– ¿Adónde vais? ¿Quién murió? -gritó Zebedeo, agitando los brazos-. ¿Quién murió?

Un hombrecillo rechoncho se detuvo, sofocado, y respondió:

– ¡El trigo!

– ¡No digas necedades! Soy el viejo Zebedeo y no me gustan las bromas. ¿Quién murió?

– ¡El trigo, el centeno, el pan! -le respondieron gritos desde todas partes.

El viejo Zebedeo se quedó con la boca abierta. De pronto descargó un golpe sobre el muslo: había comprendido.

– ¡El diluvio arrastró la cosecha que estaba en las eras! -murmuró-. ¡A los pobres sólo les quedan los ojos para llorar!

Los gritos cubrían ahora toda la llanura. Los habitantes de la aldea salían de las casas, las mujeres se arrojaban al suelo en las eras, rodaban por el fango y se afanaban por recoger en los charcos y en los arroyuelos el poco trigo y centeno que se había depositado en ellos. Los pescadores sentían calambres en los brazos y les faltaban energías para recoger las redes. El viejo Zebedeo se enfureció al ver que también ellos miraban hacia la llanura con los brazos caídos.