– ¡Ocupémonos de nuestro trabajo, muchachos! -gritó al tiempo que bajaba del peñasco-. ¡Arriba! -Volvió a coger la soga y aparentó tirar de ella-. Nosotros somos pescadores, gracias a Dios, y no labradores. ¡Aunque venga otro diluvio, los peces saben nadar y no se ahogarán! ¡Dos y dos son cuatro!
Felipe abandonó su rebaño y avanzó saltando de roca en roca. Tenía deseos de charlar.
– ¡Es un nuevo diluvio, muchachos! -gritó-. Deteneos, en nombre del cielo, para que podamos hablar. ¡Esto es el fin del mundo! Contad las catástrofes: anteayer crucificaron al zelote, que era nuestra gran esperanza; ayer Dios abrió las esclusas del cielo, justamente en el momento en que las eras estaban llenas, y nos hemos quedado sin pan; y no hace mucho tiempo una de mis ovejas parió un cordero con dos cabezas… Esto es el fin del mundo, os lo digo. ¡Dejad vuestro trabajo, por amor de Dios, para que podamos charlar un momento!
El viejo Zebedeo se puso frenético y la sangre afluyó a su rostro:
– ¿Nos dejarás tranquilo, Felipe? -gritó-. ¿No ves que estamos trabajando? Nosotros somos pescadores y tú eres pastor. Que lloren los labradores. ¡Al trabajo, muchachos!
– ¿Y no te apiadas, viejo Zebedeo, de los campesinos que van a morir de hambre? -respondió el pastor-. También ellos son israelitas, ¿no es cierto? Son nuestros hermanos y todos no formamos más que un solo árbol, del cual, créeme, los labradores son las raíces. Si éstas se secan, todos nos secaremos… Mira, además hay un problema, viejo Zebedeo: si el Mesías llega y nos encuentra a todos muertos, ¿a quien ha de salvar?, dímelo.
El viejo Zebedeo resoplaba de rabia. Si le hubieran apretado las narices, habría estallado.
– Vaya, si tú crees en Dios sigue con tus cuentos, pero yo ya estoy harto de oír hablar de mesías. Llega uno y lo crucifican, llega otro y también lo crucifican. ¿Sabes lo que Andrés le ha dicho a su padre Jonás? Que dondequiera que uno vaya, dondequiera que uno se detenga, hay una cruz, y que los calabozos están llenos de mesías… Eh, ya estamos hartos de esas historias, y no necesitamos para nada tantos mesías; nos fastidian. Ve a traerme un queso y yo te daré algunos peces. Toma y daca… ¡eso es para mí el Mesías!
Se echo a reír y se volvió hacia sus hombres:
– ¡Apresurémonos, muchachos! ¡Encended el fuego para poner a cocer la sopa de pescado! El sol ha subido un metro y ya es hora de comer.
Pero cuando Felipe se disponía a ir a reunirse con su rebaño, vio aparecer en el sendero estrecho que abrazaba el lago, bordeando la orilla, un asno muy cargado y, tras él, un hombre de talla gigantesca; iba con los pies descalzos y el pecho descubierto y era pelirrojo. Empuñaba un cayado ahorquillado y aguijaba a la bestia. Tenía prisa.
– ¡Creo que es Judas Iscariote, el mismísimo diablo! -dijo el pastor-. Vuelve a realizar sus giras habituales por las aldeas para fabricar azadas y herrar mulos. Veamos qué noticias trae.
– ¡Maldito sea! -murmuró el viejo Zebedeo-. No me gusta. Al parecer, su ancestro Caín tenía una barba parecida a la suya.
– El pobre nació en el desierto de Idumea, donde aún rondan los leones. No hay que tenerle ojeriza -dijo Felipe. Se llevó dos dedos a la boca y comenzó a silbar al herrero.
– ¡Bienvenido, Judas! -gritó-. ¡Ven aquí que podamos echarte el ojo encima!
El pelirrojo escupió y soltó una blasfemia. No le resultaba más simpático Felipe, el pastor, que Zebedeo, el holgazán y explotador. Pero como eirá herrero y necesitaba trabajar para vivir, se acercó.
– ¿Qué nuevas nos traes de las aldeas por donde has pasado? ¿Que ocurre en la llanura?
El pelirrojo cogió al asno por la cola y lo obligó a detenerse.
– ¡Todo marcha a las mil maravillas! El Señor desborda de misericordia, ama a su pueblo… ¡alabado sea! -respondió con una risa seca-. En Nazaret, crucifica a los profetas, y envía el diluvio a la llanura arrebatando el pan a su pueblo. ¿No oís el lamento fúnebre que se eleva? Las mujeres lloran la pérdida del trigo como si fuera la de un hijo.
– Lo que Dios hace está bien hecho -replicó el viejo Zebedeo, furioso al ver que aquella charla interrumpía el trabajo de sus hombres-. Haga Dios lo que hiciere, yo tengo confianza en él. Dios me protege cuando todo el mundo se ahoga y yo soy el único que se salva. Dios también me protege cuando todo el mundo se salva y yo soy el único que se ahoga. Os digo que tengo confianza en él. Dos y dos son cuatro.
Al oír aquellas palabras, el pelirrojo olvidó que debía trabajar para vivir, que no todos los días comía y que necesitaba a aquellos hombres. Poseído por el furor, no midió sus palabras:
– Tú tienes confianza, viejo Zebedeo, porque el Todopoderoso soluciona tus problemitas. Claro que posees cinco barcas, tienes cincuenta pescadores que te sirven como esclavos, les das de comer sólo lo necesario para que no mueran de hambre y tengan energías para trabajar para ti, al tiempo que vas llenando día a día tus cofres, tu vientre y tu despensa. Entonces alzas tus brazos al cielo y dices: «¡Dios es justo y yo tengo confianza en él! ¡El mundo está bien hecho, espero que nunca cambie!» ¡Pero pregunta al zelote crucificado anteayer por qué luchaba para liberarnos, pregunta a los campesinos a quienes Dios ha arrebatado en una sola noche el trigo de todo el año, que se revuelcan por el fango, que lo recogen grano a grano y que lloran, pregúntame a mí, que recorro las aldeas, que veo y oigo el sufrimiento de Israel! ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo? ¿Jamás te preguntaste esto en tu vida, viejo Zebedeo?
– Para serte franco, en quien no tengo confianza es en los pelirrojos. Tú eres de la raza de Caín, que mató a su hermano. ¡Y ahora vete! ¡No tengo deseos de discutir contigo! -le respondió el viejo Zebedeo y le volvió la espalda.
El pelirrojo descargó un bastonazo en el anca del asno, que se encabritó y partió al galope.
– No te preocupes -murmuró-, viejo parásito. Vendrá el Mesías y te arreglará las cuentas.
Una vez que hubo bordeado los peñascos, se volvió para gritar:
– Ya volveremos a hablar, viejo Zebedeo. El Mesías vendrá un día, ¿no es cierto? Vendrá. Y entonces pondrá a todos los pillos en su lugar. Tú no eres el único que tiene confianza. ¡Hasta la vista, patrón, hasta el día del juicio!
– ¡Que el diablo te acompañe, pelirrojo! -le respondió Zebedeo. Acababa al fin de aparecer la bolsa de la red, repleta de doradas y de pajeles.
Felipe estaba aún entre ambos, indeciso. Las palabras de Judas eran justas, valerosas. Con frecuencia él también sentía deseos de lanzárselas a la cara, de cantarle cuatro verdades a aquel viejo codicioso, pero siempre le faltaba valor. Aquel incrédulo era un gran propietario, poderoso tanto en la tierra como en el agua, y todas las praderas adonde Felipe llevaba a pacer sus carneros y cabras le pertenecían. ¿Cómo enemistarse con él?
Hubiera sido preciso ser un loco o un héroe, y Felipe no era una cosa ni otra; era hablador y fanfarrón pero prudente.
Había callado, pues, mientras los otros dos disputaban, estaba aún avergonzado e indeciso. Los pescadores ya habían recogido las redes y se inclinó con ellos para ayudarles a llenar los cestos. El viejo Zebedeo se metía también en el agua hasta la cintura; reinaba sobre los peces y sobre los hombres.
Pero mientras todos se extasiaban ante los cestos desbordantes, la poderosa voz ronca del pelirrojo resonó repentinamente desde el peñasco de enfrente:
– ¡Eh, viejo Zebedeo!…
Zebedeo aparentó no oír. La voz rugió de nuevo:
– ¡Eh, viejo Zebedeo! ¡Un buen consejo: ve a buscar a tu hijo Santiago!
:-¡Santiago! -gritó el viejo, turbado; lo de Juan, su hijo menor no tenía remedio, y lo había perdido. Ahora no quería perder al otro. No tenía más hijos y los necesitaba para su trabajo-. ¡Santiago! -repitió, inquieto-. ¿Qué sabes de Santiago, maldito pelirrojo?