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«Ahora vendrá la noche, la oscura hija de Dios con sus caravanas de estrellas…», pensó el hijo de María, y antes de que las estrellas tuvieran la oportunidad de poblar el firmamento, poblaron su mente.

Se disponía a levantarse para ponerse en camino cuando oyó á sus espaldas el sonido de una trompetilla y luego un caminante lo llamó por su nombre. Se volvió y, a la escasa luz del crepúsculo, percibió a un hombre cargado con un fardo de ropa que le hacía señas y avanzaba hacia él. «¿Quién será?», pensó. Esforzábase por distinguir las facciones del caminante medio ocultas por el fardo. En alguna parte había visto aquella faz lívida, aquella barbita rala y aquellas piernas zambas. De pronto lanzó un grito.

– ¿Eres tú, Tomás? ¿Has vuelto a recorrer las aldeas?

El buhonero bisojo y astuto estaba ahora frente a él; respiraba entrecortadamente. Dejó el paquete en tierra y enjugó el sudor de su frente huesosa y de sus ojos que bizqueaban, y cuya ambivalencia hacía imposible afirmar si eran alegres o burlones.

El hijo de María lo amaba. A menudo lo veía pasar frente a su taller, con la trompetilla colgada del ceñidor. Volvía de la gira por las aldeas; colocaba el fardo en el banco y comenzaba a hablar de lo que había visto; bromeaba, reía y se mostraba ingenioso. No creía en el Dios de Israel ni en los otros dioses. «Todos se burlan de nosotros -decía-, nos convierten en niños para que les sacrifiquemos cabritos, les quememos incienso y nos desgañitemos celebrando sus encantos…» El hijo de María lo escuchaba con el corazón encogido: luego iba aflojándose poco a poco la tensión y admiraba entonces aquel ingenioso cerebro que, a pesar de su pobreza, de la servidumbre y la miseria de su raza, hallaba fuerzas, riendo y burlándose, para triunfar de la servidumbre y la pobreza.

Por su parte, el buhonero Tomás amaba también al hijo de María; lo miraba como a un cándido cordero que, balando asustado, buscaba a Dios para esconderse bajo su sombra.

– Eres un cordero -le decía a menudo, desternillándose de risa-, eres un cordero, hijo de María. ¡Pero llevas en ti un lobo y ese lobo te devorará!

Sacaba entonces de la camisa ya un puñado de dátiles, ya una granada o una manzana que había robado en los huertos y que le regalaba.

– Por fortuna te encontré -le dijo cuando recobró el aliento-. Dios te ama. ¿Adónde vas ahora, si es que puede saberse?

– Al Monasterio -respondió el otro, señalando con la mano a lo lejos, más allá del lago.

– Entonces me alegro por partida doble de encontrarte. ¡Desanda tu camino! -¿Por qué? Dios…

Tomás se enfureció.

– Hazme un favor. No comiences otra vez con Dios. Es algo que no tiene límites. Te puedes pasar toda la vida, ésta y la próxima, intentando alcanzarle, pero nunca tiene final. Así que olvídalo y no lo mezcles en nuestros asuntos. Escúchame. Aquí nos enfrentamos al hombre, al hombre deshonesto y siete veces astuto. ¡Guárdate del pelirrojo Judas! Antes de salir de Nazaret lo vi conspirar con la madre del crucificado y luego con Barrabás y otros dos o tres zelotes degolladores, y oí tu nombre, de modo que anda con cuidado, hijo de María, y no vayas al Monasterio.

Pero el otro bajó la cabeza.

– Todos los seres vivos -dijo- están en la mano de Dios. Dios salva a quien quiere y mata a quien quiere. ¿Qué resistencia podemos oponerle nosotros? Iré, ¡y que Dios me ampare!

– ¿Irás? -gritó Tomás furioso-. Te advierto que Judas se halla, en este preciso momento en que te hablo, en el Monasterio, y lleva un puñal oculto en el pecho. ¿Tienes tú un puñal?

El hijo de María se estremeció y dijo:

– No. ¿Qué podría hacer con él?

Tomás se echó a reír:

– Cordero…, cordero…, cordero… -murmuró.

Levantó el fardo y dijo:

– Adiós, y haz lo que quieras. Pero te lo repito: ¡no vayas! Tú me dices: ¡voy! ¡Ve, pues, y te arrepentirás cuando sea demasiado tarde!

Sus ojillos bizcos danzaban y silbando echó a andar camino abajo.

La noche ya había caído; la tierra se oscureció, el lago quedó sepultado en las tinieblas y las primeras lámparas se encendieron en Cafarnaum. Las aves diurnas habían metido la cabeza bajo el ala para dormir y las nocturnas se despertaban y partían de caza.

«Esta hora es hermosa y santa -pensó el hijo de María-. Nadie me verá. En marcha.»

Recordó las palabras de Tomás.

«Sucederá lo que Dios disponga -murmuró-. Si él me empuja hacia mi asesino, sólo me queda ir a dejarme matar sin demora. Esto, al menos, soy capaz de hacerlo y voy a hacerlo.»

Se volvió y dijo a su compañero invisible:

– En marcha.

Se dirigió hacia, el lago.

La noche era suave, cálida, húmeda, y soplaba un viento leve del sur. Cafarnaum olía a pescado y a jazmín. El viejo Zebedeo estaba en el patio de su casa, bajo el gran almendro, con su mujer, Salomé. Acababan de comer y charlaban. En la casa, su hijo Santiago se revolvía en el lecho: el zelote crucificado, el hijo del carpintero convertido en espía y la nueva injusticia de Dios para con los hombres al haberles arrebatado el trigo, se mezclaban en su espíritu, agitaban y conturbaban su corazón y no lo dejaban dormir. Asimismo, le irritaba la charla de su padre en el patio. Hervía de impaciencia. Saltó de la cama, salió al patio y franqueó el umbral de la casa.

– ¿Adónde vas? -le preguntó su madre, inquieta.

– Al lago -gritó.

Desapareció en la noche.

El viejo Zebedeo sacudió la cabeza y suspiró.

– El mundo está patas arriba, mujer -dijo-. Ahora los jóvenes sienten que su pellejo les viene pequeño. No son ni aves ni peces, sino peces voladores. El mar les resulta demasiado pequeño y se echan a volar por el aire, pero no soportan el aire y vuelven a hundirse en el mar. Y, ¡zas, otra vez se echan a volar! Han perdido la cabeza. Mira, fíjate en nuestro hijo Juan, tu niño querido. Te habla del Monasterio, de oraciones, de ayunos, de Dios. Su barca le parece demasiado estrecha, no se acopla en ella. Y ahora he aquí que el otro, Santiago, a quien creía sensato, pues bien, acuérdate de lo que te digo, él también ha puesto proa al desierto. ¿Has visto esta noche cómo se inflamaba, cómo se excitaba? La casa le resultaba demasiado pequeña. A mí no me importa, pero ¿quién va a gobernar mis barcas de pesca y mis hombres? ¿Todos mis esfuerzos habrán sido vanos? Estoy trastornado… ¡Mira, mujer, tráeme algo de vino y algunos trozos de pulpo para reponerme!

La vieja Salomé aparentó no oír. Su marido había bebido demasiado aquella noche. Intentó desviar la conversación.

– Son jóvenes -dijo-. No te preocupes, que ya se les pasará.

– En verdad, tienes razón, mujer -dijo-. Tienes un verdadero cerebro de mujer: ¿qué gano con atormentarme? Son jóvenes, y ya se les pasará. La juventud es una enfermedad…, ya se irá. Yo también, cuando era joven, tenía ataques de fiebre y me revolvía en la cama. Creía que buscaba a Dios, pero en realidad buscaba una mujer. Te buscaba a ti, vieja Salomé. Te tomé y me calmé. Lo mismo ocurre con nuestros hijos. ¡Entonces, basta de preocupaciones! ¡Mira, mujer, estoy contento; tráeme un poco de vino y de pulpo! ¡Beberé a tu salud, Salomé!

Algo más lejos, en el barrio vecino, el viejo Jonás, solo en su casita, remendaba la red a la luz de la lámpara. Remendaba, remendaba, pero su espíritu y sus pensamientos no se dirigían ni a su pobre mujer que había perdido el año anterior, en esta misma estación, ni a su hijo Andrés, el visionario, ni a su otro hijo, el veleta Pedro, que se arrastraba aún por las tabernas de Nazaret y que lo había abandonado, viejo como estaba, dejándolo luchar solo contra los peces. Pensaba en las palabras de Zebedeo y le desasosegaba una gran preocupación. ¿Era él de verdad el profeta Jonás? Miró sus manos, sus pies, sus muslos: no eran más que escamas. Su aliento también olía a pez, y lo mismo ocurría con su sudor. Y ahora recordaba que hacía dos días, cuando lloraba a su mujer, hasta sus lágrimas olían a pez. Y aquel viejo astuto de Zebedeo tenía razón, a veces se encontraba cangrejos en la barba… ¿Era de verdad el profeta Jonás? ¡Ah! ¡Por eso no tenía deseos de hablar, por eso había que sacarle las palabras con cuentagotas y, cuando caminaba, tropezaba continuamente y daba tantos pasos en falso! ¡Pero cuando navegaba por el lago sentía un gran alivio, una gran alegría! ¡El agua parecía llevarlo en sus brazos, lo acariciaba, lo lamía, lo mecía, le hablaba! ¡Y él, como los peces, le respondía sin palabras y de su boca salían burbujas!