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La celda del higúmeno estaba abierta. El monje cogió al visitante por el brazo.

– Espera aquí -dijo-. Pediré permiso a los hermanos. No te muevas.

Cruzó los brazos sobre el pecho y entró. Los perros se habían colocado ahora a ambos lados de la puerta. Alargaban el cuello, husmeaban y ladraban lastimeramente.

El higúmeno estaba tendido en el centro de la celda con los pies hacia la puerta. Circundándole, los monjes, agotados por una noche en vela, cabeceaban y esperaban. El moribundo, tendido sobre la estera, mantenía el rostro tenso y los ojos abiertos fijos en la puerta. El candelabro de siete brazos estaba aún encendido junto a su cabeza e iluminaba su frente cóncava y reluciente, sus ojos insaciables, su nariz de águila, sus labios azulados, su luenga barba blanca que cubría todo su pecho huesoso y desnudo. En un incensario de barro cocido habían echado incienso y esencia de rosas. El aire estaba embalsamado.

Entró el monje, olvidó la razón por la cual había entrado y se acurrucó junto a los perros en el umbral.

El sol llegaba ahora a la puerta, quería entrar y tocar los pies del higúmeno. El hijo de María estaba afuera y esperaba. Reinaba el silencio. Sólo se oían los gruñidos de los dos perros y, a lo lejos, los martillazos acompasados que caían sobre el yunque.

El visitante aguardó durante largo tiempo. Alzábase el día. Lo habían olvidado. La noche había sido glacial y ahora todo su cuerpo se calentaba voluptuosamente. De pronto, en medio de aquel solemne silencio, oyóse el grito del monje que estaba de centinela en el peñasco:

– ¡Ya llegan! ¡Ya llegan!

Los monjes se sobresaltaron, se despertaron y abandonaron la celda para ir a la colina. Dejaron al higúmeno completamente solo.

Animándose a sí mismo, el hijo de María avanzó tímidamente dos pasos y se detuvo en la puerta. Dentro reinaba la calma de la muerte, la calma de la inmortalidad. Los pies delgados del higúmeno, inundados de sol, lanzaban un pálido resplandor. Una abeja zumbaba cerca del techo y un insecto negro y velludo revoloteaba perezosamente en torno de las siete llamas e iba de una a otra como para elegir en cuál de ellas quemarse.

De pronto, el higúmeno se movió. Reunió todas sus fuerzas, alzó la cabeza… y abrió desmesuradamente los ojos y la boca al tiempo que sus narices aleteaban, ansiosas, oliendo el aire. El hijo de María se llevó la mano al corazón, luego a los labios y luego a la frente, y saludó. Moviéronse los labios del higúmeno:

– Has venido…, has venido…, has venido… -murmuró imperceptiblemente. El hijo de María no le oyó. Pero en todo el rostro del higúmeno, en aquel rostro severo y doliente, se difundió una sonrisa de mudo éxtasis. Luego sus ojos se cerraron, sus narices quedaron inmóviles, su boca se selló y sus dos brazos, que mantenía cruzados sobre el pecho, se deslizaron a ambos lados de su cuerpo, con las palmas de las manos abiertas y vueltas hacia afuera.

Entretanto los dos camellos se arrodillaban en el patio. Los monjes corrieron para ayudar al rabino a apearse, mientras el joven novicio preguntaba con angustia: ¿Vive? ¿Vive aún?»

– Aún respira -respondió el viejo-. Ve todo, oye todo, pero no habla.

El rabino entró en la celda del higúmeno, seguido por el novicio, que llevaba el saco precioso que contenía los ungüentos, las plantas y los amuletos mágicos. Los dos perros negros, con la cola entre las patas, ni siquiera volvieron la cabeza. Con el hocico en tierra, gañían lúgubremente, como seres humanos.

El rabino los oyó y sacudió la cabeza: «Llego demasiado tarde…», pensó, pero no dijo nada.

Se arrodilló junto al higúmeno, se inclinó sobre él, puso la mano sobre su corazón y acercó los labios a los suyos.

– Demasiado tarde -murmuró-, llego demasiado tarde… ¡Que Dios os guarde, padres!

Los monjes lanzaron un grito, se inclinaron y besaron al muerto, según prescribía su orden, cada cual conforme a su rango: el viejo Habacuc le besó los ojos, los otros monjes la barba y las palmas de las manos, y los novicios los pies. Uno de ellos fue a buscar el cayado sacerdotal, que estaba en la silla de coro vacía, y lo colocó a la diestra de los santos despojos.

El viejo rabino, de rodillas, miraba al higúmeno. No podía separar los ojos de él. ¿Qué significaba aquella sonrisa triunfal? ¿Qué sentido tenía aquel resplandor místico que rodeaba sus ojos cerrados? Un sol había caído sobre aquel rostro, un sol sin crepúsculo, que no lo abandonaba. ¿Qué sol?

Miró alrededor. Los monjes permanecían de rodillas y se prosternaban. Juan, con los labios pegados a los pies del muerto, lloraba. El anciano rabino miró a los monjes, uno tras otro, como si les hiciera una pregunta. De pronto advirtió la presencia, en un rincón del fondo de la celda, del hijo de María, que estaba con los brazos cruzados, de pie, inmóvil, tranquilo. Pero en su rostro se difundía la misma sonrisa, la sonrisa del muerto, triunfal y serena.

– ¡Señor de las Naciones, Adonay! -murmuró el anciano rabino con terror-. ¿Continuarás tentando mi corazón? ¡Ayuda a mi espíritu a comprender, a decidirse!

Al día siguiente surgió de la arena un sol de color rojo sangre, enfurecido, rodeado por un halo oscuro. Un viento abrasador subió del desierto hacia el sol, el mundo se ensombreció y los dos perros negros del Monasterio quisieron ladrar, pero sus bocazas se llenaron de arena y callaron. Los camellos, pegados a la tierra, cerraban los ojos y esperaban.

Los monjes, cogidos de la mano, formaban una cadena y avanzaban lentamente, a tientas, esforzándose por no caer. Aquel apretado racimo de hombres llevaba los despojos del higúmeno, protegiéndolos del viento. Iban a enterrarlos. El desierto se movía: se elevaba y descendía como el mar.

– Es el viento del desierto, es el soplo de Jehová -murmuró Juan, que se apoyaba en el hombro del hijo de María-. Seca todas las hojas verdes, ciega todas las fuentes, llena la boca de arena. Dejaremos los santos despojos en un foso que cubrirán las olas de arena.

Por un instante, en medio de la tormenta y en el momento en que franqueaban el umbral del monasterio, vieron aparecer ante ellos, inmenso, negro, con el martillo al hombro, al herrero pelirrojo, que los miraba. Pero al punto la arena lo envolvió y desapareció. El hijo de Zebedeo vio a aquel ogro en el centro del tornado de arena y se asustó. Aferró el brazo de su compañero.

– ¿Quién es? -preguntó en voz baja-. ¿Lo viste?

Pero el hijo de María no respondió. «Dios todo lo dispone del modo conveniente, según su voluntad -pensó-. He aquí que ahora, en un extremo del mundo, en el desierto, me pone frente a Judas. Pues bien, hágase tu voluntad, Señor.»

Avanzaban todos juntos, encorvados. Sus pies se asentaban firmemente en la arena ardiente. Se protegían la boca y las narices con el borde de sus túnicas. Pero la fina arena ya había penetrado en sus gargantas y sus pulmones. El anciano Habacuc abría el cortejo. El viento le hizo girar bruscamente sobre sí mismo y lo arrojó en tierra. Los monjes, cegados por las nubes de arena, no lo vieron y pasaron sobre él. El desierto silbaba, las piedras resonaban y el anciano Habacuc lanzó un ronco gemido, pero nadie lo oyó.

«¿Por qué el viento de Jehová no es el viento fresco procedente del mar grande? -pensaba el hijo de María. Quería decir esto a su compañero, pero no podía abrir la boca-. ¿Por qué el viento de Jehová no llena de agua las fuentes cegadas del desierto? ¿Por qué no ama las hojas verdes, por qué no se apiada del hombre? ¡Ah, si hubiera un hombre que se acercara a él, que cayera a sus pies y tuviera tiempo, antes de quedar reducido a cenizas, de contarle la pena de los hombres, la pena de la tierra y de las hojas verdes!»

Judas estaba aún en pie ante la puerta de la celda apartada que le habían dado por taller. Miraba con una amplia sonrisa el cortejo fúnebre que quedaba sumergido en la arena y desaparecía y reaparecía balanceándose. Había visto al hombre a quien perseguía y sus ojos negros habían brillado. «El Dios de Israel es grande -murmuró con satisfacción-. Todo lo dispone de modo perfecto. Ha puesto al traidor al alcance de mi puñal.»