Afuera, el viento de Jehová batía aún la puerta y quería entrar. No se oía ninguna otra voz. No había ni un chacal en la tierra, ni un cuervo en los aires. Todos los seres se habían acurrucado, aterrorizados, esperando a que pasara la cólera del Señor.
XI
El hijo de María se recostó contra la pared y cerró los ojos. Su. boca estaba agria como la hiel. El rabino había vuelto a hundir su anciana cabeza en las rodillas y pensaba en el Infierno, en los demonios y en el corazón del hombre… No, el infierno y los demonios no están en el fondo del abismo de la tierra sino en el corazón del hombre, inclusive del más virtuoso y del más justo. Dios es un abismo, el hombre también es un abismo y el anciano rabino no se atrevía a abrir su propio corazón para ver qué contenía.
Permanecieron durante un largo rato sin hablar. Reinaba un silencio profundo. Hasta los perros se habían fatigado de llorar al muerto y se habían dormido. Repentinamente oyóse en el patio un silbido suave y penetrante.
Jeroboam, el monje medio loco, fue el primero que lo escuchó y se puso en pie de un salto. Cada vez que el viento de Jehová se alzaba, oíase en el patio aquel suave silbido y el monje brincaba de alegría. El sol se inclinaba, pero el patio estaba aún inundado de luz y los ojos del monje percibieron en las baldosas, junto a la cisterna cegada, una gran serpiente negra con listas amarillas que alzaba el cuello hinchado, sacaba el dardo de su lengua y silbaba. Jeroboam no había oído jamás un sonido de flauta que tuviera la seducción de aquel silbido. A veces, en verano, cuando soñaba con una mujer, veía a la mujer que se deslizaba como una serpiente hasta la estera donde él dormía, acercaba la lengua a su almohada y silbaba…
Aquella noche Jeroboam salió presurosamente de su celda y se acercó, reteniendo el aliento, a la serpiente enardecida que silbaba. La miraba, la miraba, y también él comenzó a silbar y a sentir que el calor de la serpiente pasaba a su cuerpo. De la cisterna cegada, de las higueras que rodeaban el patio, de la arena, comenzaron a salir suavemente una serpiente de cabeza azul, otra verde, otras con manchas amarillas, otras completamente negras… Se arrastraban muy rápidamente, como el agua, y pronto se reunieron con la primera serpiente, la que había llamado, y formaron un apretado haz. Se frotaban una contra otra y se lamían entre sí. Un racimo de serpientes quedó suspendido en medio del patio. El viejo Jeroboam las miraba, pasmado, y se le caía la saliva de la boca. «El amor es esto, así el hombre se une con la mujer -pensaba-, y por esto Dios nos arrojó del Paraíso…» Su cuerpo giboso y vacío de amor se balanceaba a derecha e izquierda, como las serpientes.
El anciano rabino oyó la flauta fascinadora, alzó la cabeza y aguzó el oído. «Las serpientes se acoplan en él viento abrasado de Dios -pensó-. Dios sopla, quiere quemar el mundo y las serpientes se alzan y se ayuntan…» Durante unos instantes, el espíritu del anciano se abandonó a aquella seducción. Pero repentinamente se estremeció. «Todo procede de Dios -reconoció-, todo tiene un doble sentido, un sentido visible y otro oculto. La mayoría de la gente sólo percibe el sentido visible y se dice: es una serpiente, y su espíritu no va más allá. Pero el espíritu habitado por Dios ve, tras la serpiente visible, su sentido oculto. Hoy, en este instante, después de la confesión del hijo de María, las serpientes que acaban de reunirse y que silban ante la puerta de la celda poseen ciertamente un sentido oculto… ¿Cuál es?»
Su abuelo, el gran exorcista Josafat, que era higúmeno cuando Simeón habían ingresado como monje en aquel Monasterio, le había enseñado el lenguaje de las aves; el viejo rabino sabía qué dicen las golondrinas, las palomas, las águilas. Josafat le había prometido enseñarle también el lenguaje de las serpientes, pero no había tenido tiempo para ello y murió llevándose el secreto consigo… Aquella noche, aquellas serpientes traían con seguridad algún mensaje. ¿Cuál era?
Nuevamente se hizo un ovillo y apretó en las manos su cabeza, que zumbaba. Durante largo tiempo se volvió de un lado a otro y suspiró. Sentía que relámpagos negros y blancos desgarraban su espíritu. ¿Qué sentido? ¿Qué mensaje? De pronto lanzó un grito. Se levantó, empuñó el cayado del higúmeno y se apoyó en éclass="underline"
– Jesús -dijo en voz baja- Jesús ¿cómo sientes tu corazón?
El joven no oyó. Estaba sumergido en una alegría muda. Por primera vez después de tantos años, aquella noche en que había tomado la decisión de confesarse, de hablar, había distinguido, una por una en la noche de su corazón, las serpientes que silbaban en él, les había dado un nombre, y al darles un nombre, le pareció que salían de su seno, que se deslizaban fuera de él; estaba aliviado.
– Jesús -volvió a preguntar el rabino-, ¿cómo sientes tu corazón? ¿Está aliviado?
Se inclinó y le tomó la mano:
– Ven -le dijo con ternura, llevándose un dedo a los labios.
Abrió la puerta y, sin soltarle la mano, franquearon el umbral. Ahora las serpientes, enardecidas, pegadas unas a otras, unidas a la tierra sólo por la cola, se había alzado formando un haz y danzaban en el torbellino de arena abrasadora, al capricho del viento de Dios; a veces se petrificaban y quedaban inmóviles.
El hijo de María retrocedió al verlas, pero el rabino le apretó el puño. Adelantó el cayado y tocó con la punta el racimo de serpientes.
– Mira -le dijo con dulzura, mirando al joven con una sonrisa-, se han ido. -¿Se han ido? -dijo el joven, desconcertado-. ¿Se han ido? Pero, ¿de dónde?
– ¿No sientes aliviado tu corazón? Se han ido de tu corazón.
El hijo de María abrió desmesuradamente los ojos y se puso a mirar ora al rabino que le sonreía, ora a las serpientes que, todas juntas, se desplazaban ahora danzando y dirigiéndose hacia la cisterna cegada. Se llevó la mano al corazón y lo sintió latir rápida, alegremente.
– Entremos -dijo el anciano, volviendo a cogerle la mano.
Entraron y el rabino cerró la puerta.
– Alabado sea Dios -dijo, conmovido. Miró al hijo de María con extraña turbación.
«Es un milagro -pensaba-, todo es un milagro en la vida del joven que en este momento está frente a mí…» Sentía deseos de extender la mano sobre él para bendecirlo, de inclinarse para besarle los pies… Pero se contuvo. ¡Cuántas veces le había engañado Dios! Cuántas veces, al oír a los profetas que bajaban en los últimos tiempos de la montaña o llegaban del desierto, había exclamado: «¡He aquí el Mesías! ¡Es él!»
Pero Dios le engañaba y el corazón del rabino, que estaba a punto de abrirse como una flor, pronto volvía a ser una cepa muerta. Por eso se contuvo. «Primero hay que ponerlo a prueba -pensó en su interior-. Se liberó de las serpientes que lo corroían. Se ha purificado. Ahora quizá se yerga y hable a los hombres; entonces veremos.»
Abrióse la puerta y entró Jeroboam, el padre hospitalario. Llevaba a los huéspedes su pobre comida: pan de centeno, aceitunas y leche. Se volvió hacia el joven:
– Esta noche puse tu estera en otra celda; tendrás compañía.
Pero el espíritu de los dos visitantes estaba muy lejos y no lo oyeron. Desde el fondo de la cisterna cegada les llegó nuevamente el canto de las serpientes, medio ahogado ahora.
– Se acoplan -rió burlonamente el monje-… El viento de Dios sopla, ¡y aquellas malditas serpientes no tienen miedo! ¡Se acoplan!
Miró al anciano guiñando un ojo. Pero éste mojaba el pan en la leche y masticaba para cobrar fuerzas, para transformar el pan, las aceitunas y la leche en inteligencia, a fin de poder hablar al hijo de María. El monje giboso miraba al uno y al otro. Al fin se cansó y se fue.
Ahora comían los dos, sentados con las piernas cruzadas uno frente a otro, silenciosos. Las penumbras inundaban la celda; los escabeles, la silla del higúmeno, el facistol en que aún se veía, abierto, el libro del profeta Daniel, devolvían un resplandor aterciopelado en la oscuridad. El aire de la celda olía aún a incienso. Fuera, el viento se calmaba.