Al oírlo, el viejo Zebedeo estuvo a punto de explotar. Su nuca rolliza se volvió escarlata y se le hincharon las venas del cuello. Se puso en pie de un salto y levantó el garrote para descargarlo sobre Andrés, pero la anciana Salomé tuvo tiempo de agarrarle el brazo.
– ¿No tienes vergüenza? -le dijo en voz baja-. ¡Vámonos!
– ¡Los menesterosos y los zarrapastrosos no dictarán la ley en mi aldea! -gritó con voz fuerte para que todos le oyeran. Jadeaba; se volvió hacia el hijo de María y dijo:
– Y tú, artesano, no vengas a representar el papel de Mesías porque, ¡ten cuidado, desgraciado! Te crucificarán a ti también para que te sosiegues. No me apiado de ti, inútil, sino de tu pobre madre que no tiene otro hijo.
Al decir esto señaló a María que, echada en tierra, se golpeaba la frente contra las piedras.
Pero la cólera del anciano no se calmaba. Continuaba golpeando el suelo con el garrote y gritando:
– Amor -dijo enfrentándose a la muchedumbre-, todos sois hermanos, así que podéis coger lo que os apetezca, todo cuanto queráis. Pero, ¿puedo yo amar a mi enemigo? ¿Puedo amar al pobre que ronda mi casa y quiere forzar la puerta para robarme? Amor… ¡Vaya un cabeza de chorlito! ¡Vivan los romanos! Eso es lo que digo, aunque sean idólatras. ¡Mantienen el orden!
Estalló un rugido y el rebaño de pobres se agitó. Judas se separó violentamente del pino. La anciana Salomé, espantada, puso la mano sobre la boca de su marido para silenciarlo. Se volvió luego hacia la multitud que se acercaba de forma amenazante:
– ¡No le hagáis caso, hijos míos! Está encolerizado y no sabe lo que dice.
Se volvió hacia el anciano:
– ¡Vámonos! -ordenó.
Hizo una señal a su hijo menor, que estaba sentado tranquilo, feliz, a los pies, de Jesús.
– Vámonos, hijo mío -dijo-. Ya es de noche.
– Yo me quedaré, madre -respondió el joven.
María se levantó de las piedras sobre las que se había arrojado, se enjugó los ojos y se dirigió con paso vacilante hacia su hijo, para llevárselo consigo. La pobre se había asustado del amor que le mostraban los pobres y de las amenazas proferidas por el rico y poderoso Zebedeo.
– Os suplico, en nombre del cielo -decía a unos y otros al pasar-, que no le hagáis caso. Está enfermo… enfermo… enfermo…
Temerosa, se acercó a su hijo que, en pie y con los brazos cruzados, miraba ahora a lo lejos, hacia el lago.
– Ven, hijo mío -le dijo con ternura-, ven, volvamos a casa…
Jesús oyó la voz de María, se volvió y la miró con sorpresa como si se preguntara quién era…
– Ven, hijo mío -repitió María enlazando su cintura-, ¿por qué me miras así? ¿No me reconoces? Soy tu madre. Ven, tus hermanos te esperan en Nazaret y tu anciano padre…
El hijo sacudió la cabeza y dijo tranquilamente:
– ¿Qué madre? ¿Qué hermanos? He ahí a mi madre y mis hermanos…
Tendió el brazo, señaló a los menesterosos y a sus mujeres, y al pelirrojo Judas que de pie, silencioso ante un pino, lo miraba con furia.
– Y mi padre… -señaló el cielo con el dedo- es Dios.
Los ojos de la pobre desgraciada, víctima del rayo divino, comenzaron a derramar lágrimas.
– ¿Habrá en el mundo una madre más desdichada que yo? -gritó-. Tenía un hijo, un solo hijo, y ahora…
La anciana Salomé oyó aquella voz desgarradora, abandonó a su marido y volvió sobre sus pasos. Tomó a María de la mano, pero ésta oponía resistencia. Se dirigió otra vez a su hijo:
– ¿No vienes? -gritó-: ¿No vienes? Te lo suplico por última vez: ¡Ven conmigo!
María esperó. El hijo, mudo, había vuelto el rostro nuevamente hacia el lago.
– ¿No vienes? -La madre lanzó un grito de dolor y alzó la mano-. ¿No temes la maldición de tu madre?
– Nada me inspira temor -respondió el hijo, sin volverse-. No temo a nadie, fuera de Dios.
Una expresión feroz apareció en el rostro de María. Alzó el puño y ya abría la boca para maldecirlo cuando la vieja Salomé le puso la mano sobre los labios:
– ¡No! ¡No! -le dijo-. ¡No!
La tomó por la cintura y violentamente la atrajo hacia sí.
– Vámonos -le dijo-, vámonos. Tengo algo que decirte, querida María. Las dos mujeres echaron a andar camino abajo hacia Cafarnaum. El anciano Zebedeo iba adelante, furioso, y decapitaba los cardos a garrotazos. La anciana Salomé hablaba a María.
– ¿Por qué lloras, María querida? -le decía-. ¿Acaso no has visto?
María la miró, asombrada. Interrumpió su queja para preguntar:
– ¿Qué?
– ¿No has visto alas azules cuando hablaba, millares de alas azules tras él? ¡Te juro, María, que tras él había ejércitos de ángeles!
Pero María, desesperada, sacudía la cabeza y murmuraba:
– Yo no vi nada… Yo no vi nada… -Luego, al cabo de un momento añadió-: ¿Cómo pueden importarme los ángeles, Salomé? ¡Querría que lo siguieran sus hijos y sus nietos, sus hijos y sus nietos en lugar de los ángeles!
Pero los ojos de la anciana Salomé estaban llenos de alas azules. Adelantó la mano, tocó el pecho de María y murmuró en voz baja, como si le confiara un gran secreto:
– Bendita eres, María, y bendito es el fruto de tus entrañas.
Pero la otra sacudía la cabeza y lloraba mientras avanzaba, inconsolable.
Durante aquel tiempo los menesterosos, sobreexcitados, habían rodeado a Jesús; golpeaban el suelo con los bastones, amenazantes, y agitando los cestos vacíos, gritaban:
– ¡Has hablado bien, hijo de María! ¡Mueran los ricos!
– ¡Sé nuestro cabecilla! ¡Vayamos a quemar la casa del viejo Zebedeo!
– No, no la quememos -decían otros-. Forcemos la puerta y repartámonos el trigo, el aceite, el vino, los cofres llenos de ricas vestiduras… ¡Mueran los ricos!
Jesús agitaba desesperadamente los brazos y gritaba:
– ¡Yo no dije eso! ¡Yo no dije eso! Yo dije, hermanos: ¡Amor!
Pero los pobres, exasperados por el hambre, ya no lo escuchaban.
– ¡Andrés tiene razón! -gritaban-. ¡Primero el hierro y el fuego, y después el amor!
Junto a Jesús, Andrés escuchaba, con la cabeza baja, pensativo, y callaba. Cuando su maestro hablaba allá en el desierto, sus palabras quebraban, como piedras, la cabeza de los hombres. Pero este hombre hablaba como si estuviera distribuyendo pan. ¿Quién estaba en lo cierto? ¿Cuál de los dos caminos llevaba a la salvación del mundo? ¿La violencia? ¿El amor?
Y mientras rumiaba estos pensamientos, sintió que dos manos se posaban en su coronilla. Jesús se había acercado a él y había puesto delicadamente las manos sobre su cabeza. Los dedos, muy alargados y finos, aprisionaban cuanto tocaban y habían cubierto toda la cabeza de Andrés. Este no se movió. Sentía que las coyunturas de su cráneo se abrían, sentía que una ternura indecible se derramaba sobre él, espesa como la miel, que entraba en su cerebro, llegaba a su boca, a su cuello, a su corazón para descender a los riñones y ramificarse luego hasta la planta de los pies. Experimentaba una profunda alegría en todo su cuerpo y en toda su alma, una profunda alegría en las raíces de su ser, como el árbol sediento que recibe la lluvia. No hablaba. ¡Si aquellas manos no abandonaran jamás su cabeza!… Sentía por fin que lo invadía, después de una lucha tan larga, la paz y la seguridad.
Algo más lejos, los dos amigos inseparables, Felipe y Natanael, discutían con calor.
– Me agrada -decía el hombretón cándido-. Sus palabras son dulces como la miel. No me creas si quieres, pero cuando le oía me relamía.
– No me agrada -replicaba el pastor-, no me agrada. Dice una cosa y hace otra. Proclama: ¡amor! ¡amor!, y fabrica cruces para crucificar.
– Te repito que eso se acabó, Felipe. Se acabó. Debía cumplir esa etapa, y ya la cumplió. Ahora va por el camino de Dios.
– ¡Quiero ver acciones! -insistía Felipe-. Que vaya primero a bendecir mis carneros, que comienzan a tener sarna, y creeré en él si se curan. De lo contrario, ¡que se vaya al diablo junto con los otros profetas! ¿Por qué meneas la cabeza? Si quiere salvar el mundo, que comience por mis carneros.