– ¡Dios de Israel, ha sonado la hora! ¡Hoy, no mañana, hoy!
Se volvió hacia el joven:
– ¿Estás dispuesto? -volvió a preguntar y, sin esperar la respuesta, añadió:
– ¡No y no! ¡No les entregarás la cruz, te lo juro! El pueblo se ha reunido, el propio Barrabás bajó de la montaña con sus hombres, destruiremos la prisión, liberaremos al zelote y entonces el milagro -¡no sacudas la cabeza!-, el milagro se producirá. Pregunta a tu tío, el rabino. Nos reunió ayer en la sinagoga. ¿Por qué no te dignaste venir? Se levantó y nos habló: «El Mesías no vendrá -vociferaba-, no vendrá mientras permanezcamos con los brazos cruzados. ¡Para que venga el Mesías es necesario que Dios y el pueblo combatan juntos!» Esto es lo que nos dijo, si quieres saberlo. Dios no basta, el pueblo no basta, y han de luchar los dos juntos. ¿Entiendes?
Lo tomó por el brazo y se puso a sacudirlo.
– ¿Entiendes? ¿En qué piensas? ¡Hubieras debido estar allí y oír a tu tío para recobrar el valor, desdichado! Dijo que el zelote que los infieles romanos quieren crucificar hoy, quizá sea Aquél que esperamos desde hace muchas generaciones. Si no le socorremos, si no acudimos a salvarle, entérate, morirá sin revelar quién es. Pero si nos precipitamos para salvarle, se producirá el milagro. ¿Qué milagro? Arrojará sus harapos y la corona real de David brillará en su cabeza. Todos nos deshicimos en lágrimas. El viejo rabino levantó los brazos al cielo y gritó: «¡Dios de Israel, hoy, no mañana, hoy!» Entonces todos levantamos los brazos, miramos el cielo, gritamos, amenazamos, lloramos: «¡Hoy, no mañana, hoy!» ¿Me oyes, hijo del carpintero, o estoy hablando con una pared?
Con los ojos entrecerrados y la mirada clavada en la pared de que pendía la correa con clavos puntiagudos, el joven aguzaba el oído. Ahogados por la voz áspera y amenazadora del pelirrojo, oíanse en la habitación contigua los sonidos entrecortados y roncos del combate que libraba su anciano padre, quien continuaba moviendo incesantemente los labios, esforzándose en vano por hablar… Las dos voces se mezclaban en el corazón del joven y repentinamente comprendió que toda la lucha de los hombres no era más que una gran parodia.
El pelirrojo lo tomó entonces por un hombro y lo sacudió:
– ¿Con qué sueñas, iluminado? ¿Te has enterado de lo que dijo el hermano de tu padre, el viejo Simeón?
– El Mesías no viene de ese modo… -murmuró el joven; había fijado los ojos en la cruz que acababa de construir y sobre la cual caía, rosada y tierna, la luz de la aurora-. No, el Mesías no viene de ese modo; no reniega jamás de sus harapos, no lleva una corona real y el pueblo no se precipita para salvarlo. Dios tampoco. No lo salvan. Muere con sus harapos y todos, aun los más fieles, lo abandonan; muere completamente solo en la cima de una montaña solitaria y lleva en la cabeza una corona de espinas.
El pelirrojo se volvió y lo miró azorado. La mitad de su rostro brillaba y la otra mitad estaba envuelta en sombras.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Quién te lo dijo?
Pero el joven no respondió. Se puso en pie de un salto. Ya era completamente de día. Recogió el martillo y un puñado de clavos y se acercó a la cruz. Pero el pelirrojo fue más ligero. De una zancada llegó a la cruz y comenzó a asestarle rabiosamente puñetazos y a escupirla, como si fuera un hombre. Se volvió y sus bigotes, su barba, sus cejas rozaron el rostro del joven:
– ¿No tienes vergüenza? -gritó-. Todos los carpinteros de Nazaret, de Cana, de Cafarnaum, se negaron a construir una cruz para el zelote, y en cambio tú… ¿No tienes vergüenza? ¿No tienes miedo? ¿Y si el Mesías llegara y te sorprendiera construyendo su cruz? ¿Y si ése, el zelote, a quien crucifican hoy, fuera el Mesías? ¿Por qué no tuviste, como los demás, el valor de responder al centurión: «No construyo cruces para los héroes de Israel»?
Zarandeó por el hombro al carpintero, que permanecía absorto.
– ¿Por qué no respondes? ¿Adónde miras?
Le dio un golpe, lo arrastró hasta la pared:
– Eres un cobarde -le dijo con desprecio-, un cobarde, un cobarde, ¡eso es lo que eres! Nunca servirás para nada en la vida.
Una voz aguda rasgó el aire. El pelirrojo soltó al joven, volvió la cabeza hacia la puerta y prestó atención. Oyóse un tumulto; avanzaban hombres, mujeres, una gran multitud, y oíanse gritos: «¡El pregonero! ¡El pregonero!» La voz aguda volvió a elevarse:
«¡Hijos e hijas de Abraham, de Isaac y de Jacob! Por orden imperial, prestad atención y escuchad: ¡Cerrad las tiendas y las tabernas, no vayáis a trabajar a los campos; madres, llevad a vuestros hijos, y vosotros, ancianos, tomad vuestros bastones e id todos, los cojos, los sordos, los paralíticos, id todos a ver! Id a ver la tortura que sufren quienes levantan las manos contra nuestro amo el emperador… ¡que los dioses le concedan larga vida! Id a ver la muerte del zelote rebelde y trasgresor de las leyes.»
El pelirrojo abrió la puerta, vio la multitud callada, agitada, vio al pregonero subido a una piedra, delgado, vio su largo cuello y su cabeza descubierta. Escupió. «Maldito seas, traidor», gruñó mientras cerraba con rabia la puerta. Se volvió hacia el joven. La hiel le había subido hasta los ojos.
– ¡Puedes estar orgulloso de tu hermano, Simón, el traidor! -vociferó.
– La culpa no es suya sino mía -dijo el joven con remordimiento-. Fui yo quien…
Se detuvo un momento y después:
– Por mí, mí madre lo arrojó de casa, por mí… Y él ahora…
La mitad del rostro del pelirrojo, iluminada durante un instante por la compasión, se suavizó.
– ¿Cómo pagarás todos tus pecados, desgraciado?
El joven permaneció en silencio durante un largo rato. Sus labios se movían pero su lengua estaba paralizada. Por último logró decir:
– Con mi vida, Judas, hermano mío, con mi vida… No tengo otra cosa.
El pelirrojo se sobresaltó. La luz entraba ahora en el taller por las rendijas de la puerta y, desde lo alto, por el tragaluz; los ojos del joven brillaban, grandes, completamente negros, y su voz rebosaba amargura y terror.
– ¿Con tu vida? -dijo el pelirrojo y asió la barbilla del joven-. No apartes el rostro, eres un hombre, ¿no es cierto?. Mírame a los ojos. ¿Con tu vida? ¿Qué quieres decir?
– Nada. -Bajó la cabeza silenciosamente. Luego gritó de pronto-: ¡No me preguntes nada, no me preguntes nada, Judas, hermano mío!
Judas tomó entre sus manos el rostro del joven, lo levantó y lo miró durante largo tiempo, sin hablar. Luego, tranquilamente; lo soltó. Se dirigió hacia la puerta. Su corazón se había despertado.
Afuera los rumores se hacían más densos. Oíase ascender el zumbido de los pies descalzos y de los zuecos arrastrados y en el aire resonaba el tintineo de los brazaletes de bronce de las mujeres y de las gruesas pulseras que lucían en los tobillos. De pie en el umbral, el pelirrojo contemplaba la multitud que desembocaba incesantemente de las callejas, cada vez más compacta. Ascendía hacia la colina maldita donde debía tener lugar el suplicio. Los hombres no hablaban, juraban entre dientes, golpeaban el suelo con los bastones; otros escondían, apretándolo contra el pecho, un puñal; las mujeres gritaban. Muchas de ellas se habían quitado ya los pañuelos, se habían soltado los cabellos y entonaban el canto fúnebre.
Delante, carnero conductor del rebaño, marchaba Simeón, el viejo rabino de Nazaret. Pequeño, encorvado por los años, encogido por una tisis maligna, no era más que una osamenta seca mantenida en pie por un alma invulnerable; sus manos eran las de un esqueleto, y los dedos, inmensas garras de ave de presa que apretaban y golpeaban contra las piedras el cayado sacerdotal, cuya parte superior estaba adornada con dos serpientes entrelazadas. Aquel muerto viviente despedía el olor de una ciudad que se incendia. Sentíase al verle los ojos llameantes que sus ojos, su carne, sus cabellos, todo aquel viejo esqueleto estaba abrasado en fuego. Y cuando abría la boca para gritar: «Dios de Israel», una columna de humo ascendía de su cabeza. Tras él marchaban en fila los ancianos, inclinados sobre sus bastones, con las cejas espesas, la barba ahorquillada y los cuerpos sólidos; tras éstos, seguían los hombres y, tras éstos, las mujeres; cerraban la marcha los niños, cada uno con una piedra en la mano, y algunos con una honda colgada del hombro. Avanzaban todos juntos con un rugido débil y sordo, como el del mar.