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Judas lo escuchaba y fruncía el entrecejo. Le tenía sin cuidado el reino de los cielos. Su gran preocupación era el reino de la tierra. Y ni siquiera de toda la tierra sino sólo de la tierra de Israel. Aquella tierra estaba hecha de piedras y de hombres y no de oraciones y nubes. Y los romanos, bárbaros e idólatras, la pisoteaban. Primero había que arrojarlos de allí y luego podría uno pensar en el reino de los cielos.

Jesús lo veía ceñudo y leía en las arrugas que le atormentaban la frente sus secretos pensamientos. Le sonreía y le decía:

– Judas, hermano mío, el cielo y la tierra se confunden, la piedra y la nube se confunden; el reino de los cielos no está en el aire sino en nosotros, en nuestro corazón. De él hablo. Con tan sólo cambiar tu corazón, el cielo y la tierra se unirán, los israelitas y los romanos se unirán y todo será una gran unidad.

Pero el pelirrojo conservaba y alimentaba su cólera. Tenía paciencia, esperaba. «Este soñador no sabe lo que dice -murmuraba en su fuero interno-. No se da cuenta. Sólo si se cambia el mundo cambiará mi corazón. ¡Sólo sentiré consuelo cuando los romanos desaparezcan de la tierra de Israel!»

Un día el hijo menor de Zebedeo le dijo a Jesús:

– Rabí, no me agrada Judas, perdóname. Cuando me acerco a él, siento que una fuerza oscura dimana de su cuerpo, como millares de afiladas agujas que me hieren. Y anteayer, a la hora del crepúsculo, vi a un ángel negro que se inclinaba sobre su oído y le cuchicheaba algo. ¿Qué podía decirle?

– Presiento lo que le decía -respondió Jesús, suspirando.

– ¿Qué le decía? Tengo miedo, rabí. ¿Qué le decía?

– Lo sabrás cuando llegue el momento, hermano mío. Ahora ni siquiera yo lo sé muy bien.

– ¿Por qué lo llevas contigo? ¿Por qué le permites que te siga día y noche? Y cuando le hablas, tu voz es más suave que cuando te diriges a nosotros… ¿por qué?

– Es preciso que así sea, Juan, hermano mío. El necesita más amor.

Andrés seguía al nuevo maestro y día a día el mundo se iba haciendo más dulce para él. Aunque lo que se dulcificaba no era el mundo sino su corazón. Comer y reír no constituían una falta, la tierra que pisaba se volvía más firme y el cielo se inclinaba sobre ella como un padre. Y el día del Señor no era ya un día de cólera y de incendio, no era el fin del mundo, sino un día de siega, de vendimias, de bodas, de danza. La inocencia del mundo se renovaba incesantemente. Cada nuevo día veía renacer a la tierra y Dios le prometía conservarla en su santa mano.

Transcurrían los días y Andrés se apaciguaba, se reconciliaba con el reír y el comer y volvían a aparecer los colores en sus pálidas mejillas. Y cuando al mediodía o al atardecer se echaba bajo un árbol, o bien cuando los agasajaban en una casa y Jesús tomaba, según su costumbre, el pan para bendecirlo y repartirlo, súbitamente el pan cambiaba de sustancia en las entrañas de Andrés: se transformaba en amor y alegría. De tarde en tarde pensaba en los suyos y suspiraba.

– ¿Qué será de los ancianos Jonás y Zebedeo? -dijo un día, y su mirada se perdió a lo lejos. Era como si los dos viejos estuvieran en el extremo del mundo-. ¿Y dónde se hallarán Santiago y Pedro? ¿Por dónde andarán sufriendo?

– Nos reuniremos con todos -respondió Jesús, sonriendo-.

Todos se reunirán con nosotros. No te preocupes, Andrés. La mansión del Padre es vasta, suficientemente vasta para dar cabida a todo el mundo.

Un atardecer Jesús entró en Betsaida. Los niños corrían para darle la bienvenida agitando ramos de olivo y palmas. Abríanse las puertas y aparecían las mujeres que, abandonando los trabajos domésticos, echaban a correr tras él para oír la buena nueva. Los hijos llevaban a horcajadas en los hombros a sus padres paralíticos, los nietos tomaban de la mano a los abuelos ciegos, los hombres vigorosos arrastraban a los poseídos y corrían detrás de Jesús para que éste posara la mano sobre ellos y los curara.

Aquel día el buhonero Tomás, cargado como un burro, pasaba por azar por aquella aldea haciendo sonar la trompetilla y pregonando sus baratijas: peines, hilos, pendientes de plata, brazaletes de bronce y afeites milagrosos para las mujeres. Jesús lo vio e inmediatamente el aire cambió. Aquel hombre no era ya Tomás, el mercader bisojo. Empuñaba un nivel de agua, estaba en un país lejano y lo rodeaba una gran multitud. Veíanse albañiles trabajando y peones que transportaban cal y piedras. Construíase una gran obra y por doquiera había columnas de mármol. Elevábase un gran templo y Tomás, maestro albañil, corría de un lado a otro con su nivel… Jesús pestañeó; Tomás cerró también los ojos, los abrió y se halló cargado con sus mercancías frente a Jesús; sus ojillos bizcos y maliciosos reían. Jesús posó la mano sobre su hombro y le dijo:

– Tomás, ven conmigo. Te cargaré con otras mercancías, con las especias y joyas del alma, para que realices un viaje por los confines del mundo, las pregones y distribuyas entre los hombres.

– Déjame vender primero éstas -dijo el astuto comerciante riendo-. ¡Luego, veremos! -Y sin esperar más, ahuecó la voz y comenzó a ofrecer a gritos los peines, los hilos y los afeites.

Uno de los ancianos notables, muy rico, cruel y deshonesto, de pie en el umbral de su casa, con los brazos apoyados en el marco de la puerta, observaba con curiosidad la muchedumbre que se acercaba. Abría la marcha un tropel de niños, que agitaban palmas y ramas de olivo, golpeaban a las puertas y voceaban:

– ¡Llega, llega, llega, el hijo de David!

Los seguía un hombre vestido de blanco, sereno, sonriente; los cabellos le caían sobre los hombros. Extendía los brazos a derecha e izquierda, como para bendecir las casas. Tras él corrían hombres y mujeres que luchaban entre sí para tocarlo y recibir así fortaleza y santidad… Más atrás, avanzaban los ciegos y los paralíticos. Las puertas se abrían incesantemente y, a cada instante, aparecía una nueva muchedumbre.

– ¿Quién es éste ahora? -preguntaba el anciano notable con inquietud. Asía firmemente el picaporte, temeroso de que la multitud quisiera meterse en su casa para saquearla.

– Es el nuevo profeta, anciano Ananías -le respondió un hombre que se detuvo-. Aquel hombre vestido de blanco lleva en una mano la vida y en la otra la muerte para distribuirlas como mejor plazca. Te daré un buen consejo: trátalo bien.

Al oír esto, el anciano Ananías tuvo miedo. Su corazón abrigaba muchas inquietudes y a menudo se despertaba de noche sobresaltado; el miedo le pegaba la lengua al paladar. Tenía malos sueños; se veía en el Infierno, hundido hasta el cuello en las llamas… Acaso aquel hombre podría salvarlo. «Todo es mágico en el mundo, aquel hombre es mago, invitémoslo a sentarse a nuestra mesa, agasajémoslo, quizás obre un milagro…»

Se decidió, avanzó hasta el centro de la calle y, llevándose la mano al corazón, dijo:

– Hijo de David, soy el anciano Ananías. Soy pecador y tú eres santo. Me enteré de que te habías dignado a venir a nuestra aldea y te preparé un festín. Entra, si lo tienes a bien. Los santos vienen al mundo por causa de nosotros, de los pecadores. Mi casa está sedienta de santidad.

Jesús se detuvo y dijo:

– Lo que dices me agrada, anciano Ananías. Celebro verte.

Entró en la rica casa; pronto llegaron los esclavos que dispusieron las mesas en el patio y llevaron cojines; Jesús se echó en uno de ellos y, junto a él, se echaron Juan, Andrés, Judas y también el astuto Tomás, que se había hecho discípulo para comer. Frente a ellos se instaló el anciano dueño de la casa. Pensaba en el modo de llevar hábilmente la conversación adonde él deseaba, de hablar de sus sueños para que el exorcista los arrojara de su espíritu. Pronto llegaron los manjares y se sirvieron también dos cántaros de vino. El pueblo, en pie, los miraba comer y hablar del tiempo que hacía, de Dios y de los viñedos. Los esclavos presentaron luego aguamaniles y los invitados, después de lavarse las manos, se disponían a levantarse cuando el anciano Ananías no resistió más: «Me he gastado mucho -pensó-, lo agasajé en mi mesa, y él y su gente comieron y bebieron. Es justo que ahora pague -Maestro -dijo-, tengo malos sueños y sé que tienes renombre como gran exorcista. Hice lo que pude por ti y ahora haz tú algo por mí. Apiádate de mí y arroja esos sueños de mi espíritu. Me dicen que hablas y que exorcizas mediante parábolas. Di, pues, una parábola; comprenderé su sentido oculto… y curaré. ¿Acaso no es todo mágico? Obra, pues, tus sortilegios.