Jesús sonrió. Miró al anciano a los ojos. No era la primera vez que veía las ávidas mandíbulas, las nucas rollizas y los ojos inquietos del saciado. Lo estremecían. Son gente que comen, beben y ríen como si todo el mundo les perteneciera; roban, bailan, fornican, sin la más mínima idea de que se están quemando en el fuego del Infierno. Sólo cuando duermen, a veces, abren los ojos y ven… Jesús continuaba mirando a aquel viejo glotón; miraba su carne, sus ojos, su miedo… y una vez más la verdad se transformó en sus labios en cuento.
– Abre tus oídos, anciano Ananías -dijo-, abre tu corazón. Te hablaré.
– He abierto mis oídos, he abierto mi corazón. Que el cielo te inspire; te escucho.
– Había una vez, anciano Ananías, un hombre rico, cruel y deshonesto. Comía y bebía, vestía, ropas de seda y de púrpura y ni siquiera ofrecía un vaso de agua a su vecino Lázaro, que pasaba hambre y frío. Lázaro se arrastraba bajo las mesas para recoger las migajas de pan y roer los huesos. Pero los esclavos lo arrojaban fuera de la casa y él permanecía sentado en el umbral; los perros le lamían las heridas. Llegó entonces la hora señalada y ambos murieron. Uno fue al fuego eterno, el otro al seno de Abraham. Un día el rico alzó los ojos y vio a su vecino Lázaro, que reía y vivía alegre en el seno de Abraham. Lanzó un grito: «Padre Abraham, padre Abraham, envíame a Lázaro; ordénale que se humedezca la punta de los dedos para que me refresque la boca. ¡Me quemo!» Pero Abraham le respondió: «Acuérdate de cuando tú comías, bebías y gozabas de los bienes del mundo y él pasaba hambre y frío. ¿Le ofreciste alguna vez un vaso de agua? Pues bien, ahora ha llegado para él la hora de disfrutar y para ti la de abrasarte eternamente Jesús suspiró y calló. El anciano Ananías esperaba aún con la boca abierta la continuación de la parábola; tenía secos los labios y la garganta. Miró a Jesús con aire suplicante:
– ¿Es todo? -preguntó con voz trémula-. ¿Es todo? ¿No hay nada más?
Judas se echó a reír y dijo:
– Te va como anillo al dedo. El que come y bebe demasiado en esta tierra lo vomitará en los Infiernos.
Pero el hijo menor de Zebedeo se inclinó sobre el pecho de Jesús y le dijo en voz baja:
– Rabí, tus palabras no apaciguaron mi corazón. Muchas veces nos has dicho: «Perdona a tu enemigo, ámalo. Aun cuando te haga el mal siete veces y setenta veces siete, devuélvele el bien setenta veces siete. Sólo así podrá extirparse la maldad del mundo.» ¿Y ahora Dios no puede perdonar?
– Dios es justo -dijo el pelirrojo, lanzando una mirada zumbona al anciano Ananías.
– Dios es la bondad misma -replicó Juan.
– Entonces, ¿no hay esperanza? -balbuceó el viejo hacendado-. ¿Terminó la parábola?
Tomás se levantó, avanzó unos pasos hacia la puerta de la calle y se detuvo.
– No, no terminó, señor -dijo burlonamente-. Falta el final.
– Habla, hijo mío. Que Dios te bendiga.
– El rico se llamaba Ananías -dijo. Tomó su hatillo de baratijas y salió de la casa. Se detuvo en el centro de la calle y se echó a reír a carcajadas con los vecinos.
La sangre afluyó al rostro del viejo y sus ojos enrojecieron.
Jesús adelantó la mano y acarició la barba ensortijada de su amado compañero:
– Juan -dijo-, todos tienen oídos y han oído; todos tienen inteligencia y han juzgado. Dijeron que Dios es justo, pero no han ido más allá de esa frase. Pero tú además tienes corazón y dijiste: Dios es justo pero eso no basta. También es la bondad misma. Por consiguiente esta parábola tiene que tener otro final.
– Rabí -dijo Juan-, perdóname. Esto es lo que dice mi corazón: si el hombre perdona, ¿cómo no ha de perdonar Dios? No es posible, es una gran blasfemia. Es preciso que la parábola tenga otro final.
– Y lo tiene, querido Juan -dijo Jesús, sonriendo-. Anciano Ananías, escucha y tu corazón quedará aliviado. Escuchad también todos los que estáis en el patio y vosotros, los vecinos, que os reís a carcajadas en la calle. Dios no es sólo justo sino también bueno. Y no sólo es bueno sino que también es Padre. Lázaro oyó las palabras de Abraham y suspiró: «Dios mío -se dijo para sus adentros- ¿cómo puede ser uno feliz en el paraíso cuando sabe que hay un hombre, un alma que arde por toda la eternidad? Refréscalo, Señor, para que yo me sienta refrescado. Libéralo, Señor, para que yo me sienta liberado. De lo contrario, yo también comenzaré a quemarme.» Dios oyó su pensamiento, se regocijó y le dijo: «Amado Lázaro, baja y toma de la mano al sediento. Mis fuentes son inagotables y tráelo contigo para que beba y se refresque. Así tú podrás refrescarte con él.» «¿Por toda la eternidad?», preguntó Lázaro. «Por toda la eternidad», respondió Dios.
Jesús se levantó y calló. Había caído la noche y el pueblo se dispersó cuchicheando. Los hombres y las mujeres volvían a sus casuchas con el corazón saciado. «¿Puede alimentar la palabra?», se preguntaron a sí mismos. «Sí, puede, cuando es la palabra verdadera.»
Jesús tendió la mano para despedirse del anciano Ananías, pero éste cayó a sus pies:
– Rabí -murmuró-, ¡perdóname! -Y se deshizo en lágrimas.
Se echaron bajo unos olivos para pasar la noche y Judas fue a buscar allí al hijo de María. No lograba calmarse; debía verle y hablarle para poner las cosas en su lugar. Debían hablar claramente. En la casa del cruel Ananías, cuando él se regocijaba al ver quemarse al rico en el Infierno, cuando batió las palmas y gritó: «¡Lo tiene merecido!», Jesús había fijado durante largo rato sus ojos en él, como censurándole y aquella mirada aún le traspasaba. Era preciso, pues, que tuvieran una explicación; no le agradaban las insinuaciones ni las miradas furtivas.
– Eres bienvenido -le dijo Jesús-. Te esperaba.
– Yo no pertenezco a tu gente, hijo de María -dijo en seguida el pelirrojo-. Carezco de la inocencia y del candor de Juan, tu niño mimado. Tampoco soy un visionario ni un soñador y veleta como Andrés, que gira al capricho del viento. Soy una fiera de carácter íntegro; mi madre me dio a luz a escondidas y me arrojó al desierto, donde mamé la leche de una loba. Me hice rudo, de una sola pieza, leal. Por el que amo soy capaz de echarme en el polvo para que me pisotee, y al que no amo, lo mato.
Al hablar, su voz se volvía ronca. Sus ojos despedían chispas en la oscuridad. Jesús posó la mano en aquella cabeza amenazante para apaciguarla. Pero el pelirrojo rechazó la mano pacífica con un movimiento brusco. Lanzó un suspiro:
– Puedo -dijo pesando sus palabras una por una-, puedo matar también al que amo si veo que quiere dejar el camino recto.
– ¿Cuál es el camino recto, Judas, hermano mío?
– La salvación de Israel Jesús cerró los ojos y no respondió. Las dos llamas que brillaban en la noche le quemaban. También le quemaban las palabras de Judas. ¿Qué era Israel? ¿Por qué sólo Israel? ¿Acaso no eran todos hermanos?
El pelirrojo aguardaba una respuesta, pero el hijo de María callaba. El pelirrojo lo tomó por el brazo, lo sacudió como si quisiera despertarlo, y preguntó:
– ¿Entendiste? ¿Oíste lo que te dije?
– Entendí -respondió el otro, abriendo los ojos.
– Te lo digo brutalmente para que sepas quién soy yo y qué quiero y para que me des una respuesta. ¿Quieres, sí o no, que te siga? Deseo saberlo.
– Sí, lo quiero, Judas, hermano mío.