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Pero Pedro y Santiago se encogían de hombros y volvían a inclinarse sobre las redes. Deseaban llorar para consolar su corazón. A veces, cuando los caminantes se alejaban, Pedro le decía a su compañero: «¿Crees en esos milagros, Santiago?» «Tira de la red y calla», respondía el hijo de Zebedeo, el hablador, y con un movimiento brusco acercaba una braza a tierra la red cargada.

Y aquel día, al amanecer, pasó por allí un carretero.

– Parece que el nuevo profeta comió en la mansión del anciano Ananías, el usurero, en Betsaida. Cuando terminó de comer, los esclavos le presentaron agua para lavarse las manos y entonces él se acercó al anciano Ananías y le dijo algo en voz baja. El viejo se sintió terriblemente turbado, derramó abundantes lágrimas y comenzó a distribuir las riquezas que poseía entre los pobres del lugar.

– ¿Qué le dijo? -preguntó Pedro; su mirada volvió a perderse a lo lejos, más allá del lago.

– ¡Ah, si yo lo supiera! -dijo el carretero riendo-. Deslizaría esas palabras al oído de todos los ricos para que los pobres respiraran un poco… Hasta la vista y buena pesca -dijo, y se puso en marcha.

Pedro se volvió para hablar a su compañero, pero inmediatamente cambió de idea. ¿Qué podía decirle? ¿Más palabras aún? ¡Como si no estuviera harto de ellas! Sintió el deseo de dejarlo todo y ponerse a caminar sin volver la espalda. ¡Irse! La choza de Jonás le resultaba ahora demasiado pequeña, y también aquella tina de agua, el lago de Genezaret. «¡Esto no es vida, no, no es vida! -murmuró-. ¡Hay que marcharse!»

Santiago se volvió y le preguntó:

– ¿Qué andas gruñendo? Cállate.

– ¡El diablo me lleve! ¡Nada! -respondió Pedro y comenzó a tirar de la red con rabia.

Y precisamente en aquel instante Judas apareció en la cima de la verde colina donde Jesús había hablado por primera vez a los hombres. Empuñaba un bastón nudoso que había arrancado en el camino a un roble. Lo apoyaba en el suelo y avanzaba. Tras él aparecieron, sin aliento, sus tres compañeros. Se detuvieron unos instantes en la cima para mirar a su alrededor. El lago brillaba feliz; el sol lo acariciaba y le arrancaba destellos. En el lago, semejantes a mariposas blancas y rojas, veíanse las barcas de pesca y, por encima de los pescadores, las gaviotas. Al fondo zumbaba Cafarnaum. El sol estaba alto en el cielo y el día resplandecía.

– ¡Ahí está Pedro! -dijo Andrés señalando a su hermano, que recogía las redes.

– ¡Y Santiago! -dijo a su vez Juan, lanzando un suspiro-. Aún están atados a la tierra…

Jesús sonrió.

– No nos mires -le dijo-. Echaos aquí para descansar; yo iré a buscarlos.

Echó a andar sendero abajo con paso rápido y leve. «Parece un ángel -pensó Juan con orgullo-. No le faltan más que las alas.» Iba descendiendo de piedra en piedra. Pronto llegó a la orilla y aminoró la marcha. Se detuvo a las espaldas de los dos pescadores encorvados sobre las redes. Permaneció largo tiempo inmóvil, mirándolos. Los miraba y no pensaba en nada. Sólo sentía que una fuerza salía de él; se consumía. El mundo perdía peso, flotaba en el aire, navegaba como una nube sobre el lago. Y junto con él perdían materialidad y flotaban los dos pescadores y su red se metamorfoseaba. Aquello ya no era una red ni aquellos eran ya peces. Eran hombres, millares de hombres felices que bailaban.

Los dos pescadores sintieron repentinamente un hormigueo dulce y extraño en la coronilla, y se asustaron. Se irguieron y se volvieron. Allí estaba Jesús, en pie, inmóvil y silencioso: los miraba.

– ¡Perdónanos, maestro! -exclamó Pedro, avergonzado.

– ¿Por qué, Pedro? ¿Qué habéis hecho para que os tenga que perdonar?

– Nada -murmuró Pedro, para añadir en seguida-: ¡Estoy harto de esta vida!

– Yo también -dijo Santiago, dejando caer en tierra la red.

– Venid conmigo -dijo Jesús tendiéndoles una mano a cada uno-. Venid conmigo y seréis pescadores de hombres.

Sin soltarles la mano, añadió:

– Vamos.

– ¿Sin despedirme del viejo Jonás? -dijo Pedro, pensando en su padre.

– No vuelvas la cabeza, Pedro. No tenemos tiempo.

– ¿Adonde? -preguntó Santiago, indeciso.

– ¿Por qué lo preguntas? No más preguntas, Santiago; vamos.

Entretanto, el anciano Jonás, inclinado sobre el hogar, cocinaba y esperaba a su hijo Pedro para comer. Sólo le quedaba un hijo, ¡que Dios le conservara la vida! Pedro era un muchacho lleno de buen sentido, ordenado. En cuanto a Andrés, hacía mucho tiempo que sabía a qué atenerse respecto de él. Ya seguía a un charlatán, ya a otro y dejaba a su anciano padre luchando solo con los vientos y la vieja barca. Ahora Jonás debía remendar las redes, cocinar y realizar las tareas domésticas. Desde que su vieja mujer había muerto, debía enfrentarse a todos aquellos demonios domésticos. Pero Pedro, ¡bendito sea!, le ayudaba y le infundía valor. Saboreó el guiso: estaba a punto. Miró el soclass="underline" faltaba poco para mediodía. «Tengo hambre -murmuró-, pero le esperaré. No comeré hasta que vuelva.» Cruzó los brazos y esperó.

Más allá, la casa del viejo Zebedeo estaba abierta, el patio lleno de cestos y de cántaros, y se veía el alambique en un rincón. Era el momento en que vaciaban los calderones de las cascas y toda la casa olía a orujo de uva. El viejo Zebedeo estaba sentado con su mujer bajo la parra desnuda, ante una mesita baja; almorzaban. Zebedeo masticaba como podía con sus encías desdentadas y hablaba de sus intereses. Desde hacía tiempo tenía puestos los ojos en la casita de su vecino; el viejo Nahum le debía dinero y no podía pagarle. Con la ayuda de Dios, Nahum la semana siguiente la pondría en venta al mejor postor. El la adquiriría, ¡hacía años que lo deseaba!; echaría abajo el muro medianero y ampliaría su patio. Poseía, sí, una tina para pisar la uva, pero también deseaba un lagar para el aceite; de ese modo toda la aldea iría a prensar allí las aceitunas y él retendría un diezmo del aceite. ¿Y dónde podía colocar el lagar para el aceite? Le era absolutamente necesario obtener, sí, a toda costa, la casa del viejo Nahum…

La anciana Salomé lo escuchaba y pensaba en su hijo menor, en Juan, su querido hijo. «¿Dónde estará? ¡Qué dulzura aflora a los labios del nuevo profeta! ¡Cuánto me agradaría verlo nuevamente, oírle hablar! ¡Sus palabras hacen bajar a Dios al corazón de los hombres! ¡Mi hijo hizo bien, tomó el buen camino y yo le bendigo! Tuve un sueño anteayer. Cerraba bruscamente la puerta, abandonaba la casa con sus despensas repletas y sus lagares y partía para seguirle, corría junto a él descalza y hambrienta, y por primera vez sentía lo que puede ser la felicidad…»

– ¿Oyes lo que te digo? -le dijo el viejo Zebedeo, que había sorprendido en los ojos de su mujer un raro destello de felicidad-. ¿Dónde tienes puesta la cabeza?

– Te escucho -respondió y lo miró como si lo viera por primera vez.

En aquel momento, Zebedeo escuchó voces familiares en la calle.

– ¡Ahí están! -gritó. Vio al hombre vestido de blanco y, a uno y otro lado de él, a sus dos hijos. Corrió hasta el umbral con la boca llena de comida.

– ¡Eh, muchachos! -gritó-. ¿Hacia dónde vais? ¿Así se pasa frente a mi casa? ¡Deteneos!

– Tenemos que hacer, Zebedeo -le respondió Pedro; los otros seguían su camino.

– ¿Qué tenéis que hacer?

– ¡Cosas complicadas! -dijo Pedro, estallando en una carcajada.

– ¿Tú también, Santiago; tú también? -rugió el viejo abriendo desmesuradamente los ojos. Tragó sin masticar y el bocado se le atragantó. Entró en la casa y miró a su mujer; ésta sacudió la cabeza y dijo:

– Puedes despedirte de tus hijos, Zebedeo. Nos los ha arrebatado.

– ¿Tú crees que Santiago también le sigue? -dijo el anciano espantado-. ¡No es posible, tenía la cabeza bien asentada sobre los hombros!

La vieja Salomé calló. ¿Qué hubiera podido decir? ¿Cómo podría entenderlo? Se levantó; ya no tenía hambre. Permaneció de pie en el umbral mirando el alegre grupo que avanzaba por el camino.