Las mujeres casadas se volvieron a su vez lanzando feroces miradas. Los honorables burgueses que esperaban ante la puerta cerrada se agitaron y murmuraron. Pero Magdalena resplandecía como una antorcha encendida y sentía, al hallarse junto a Jesús, una nueva inocencia en su alma, y sus labios vírgenes de todo beso. De pronto, la muchedumbre se apartó y el anciano de la aldea, un vejete seco y ponzoñoso, se acercó a Magdalena, la tocó con la contera de su bastón y le hizo señas de que se retirara.
Jesús senda en su rostro, en su pecho descubierto y en sus manos las miradas envenenadas de la multitud. Su cuerpo se había abrasado, como si innumerables e invencibles espinas le hirieran. Miró al anciano, a las mujeres honradas, a los hombres ceñudos, a las vírgenes irritadas, y suspiró. «¿Hasta cuándo los ojos de los hombres permanecerán ciegos, incapaces de ver que todos somos hermanos?», pensó.
Crecían los murmullos. Oíanse ya, en la oscuridad, las primeras amenazas. Natanael se acercó a Jesús para hablarle, pero éste le rechazó con calma y se abrió camino para acercarse a las vírgenes. Las lámparas se agitaron. Le dejaron pasar y se detuvo en medio de las muchachas. Levantó la mano y dijo:
– Vírgenes, hermanas mías, Dios ha tocado mis labios. Me confió una palabra de amor para que os la ofrezca en esta santa noche nupcial. Vírgenes, hermanas mías, abrid vuestros oídos, abrid vuestros corazones. Y vosotros, hermanos, callad. ¡Voy a hablar!
Todo el mundo se volvió, inquieto. Por el tono de su voz, los hombres adivinaron que estaba encolerizado, y las mujeres, que se sentía afligido. Todos callaron. En el patio de la casa, los dos músicos ciegos afinaban sus oboes. Jesús alzó la mano y dijo:
– ¿Qué creéis, vírgenes, hermanas mías, que es el reino de los cielos? Es una boda. Dios es el novio y el alma del hombre es la novia. En el cielo se celebra una boda y toda la humanidad está invitada. Perdonadme, hermanos, pero así es como Dios me habla, con parábolas. Y así os hablaré a vosotros. Celebrábase una boda en una aldea. Diez vírgenes habían tomado las lámparas y habían salido al encuentro del novio. Cinco de ellas eran prudentes y llevaron consigo una alcuza llena de aceite; las, otras cinco eran alocadas y no llevaron consigo la alcuza de aceite. Se detuvieron ante la casa de la novia. Esperaban y esperaban, pero el novio tardaba en llegar. Sintieron sueño y se durmieron. Y he aquí que hacia medianoche se oyó un grito: «¡Llega el novio! ¡Id a su encuentro!» Las diez vírgenes corrieron a llenar las lamparas, que estaban a punto de apagarse. Pero las cinco vírgenes alocadas no tenían aceite. «Dadnos un poco de aceite, hermanas -dijeron a las vírgenes prudentes-. Nuestras lámparas se extinguen.» «No nos queda más. Id a buscarlo.» Pero cuando las vírgenes alocadas fueron en busca del aceite apareció el novio; las vírgenes prudentes entraron y tras ellas se cerró la puerta. Al cabo de un momento llegaron las vírgenes alocadas con las lámparas encendidas y comenzaron a golpear a la puerta: «¡Abridnos!» -gritaban, suplicantes-. Pero las vírgenes prudentes reían dentro de la casa y les respondieron: «¡Lo tenéis merecido! Ahora la puerta está cerrada. ¡Idos!» Las otras lloraban y suplicaban: «¡Abrid! ¡Abrid!» Entonces…
Jesús interrumpió el relato. Volvió a pasear la mirada a su alrededor, la posó en el anciano, en los invitados, en las mujeres honestas y en las vírgenes que empuñaban las lámparas encendidas, y sonrió.
– ¿Entonces?… -dijo Natanael, que escuchaba con la boca abierta y cuyo espíritu lento y cándido estaba excitado. Entonces, rabí, ¿qué ocurrió?
– ¿Qué habrías hecho tú, Natanael, si hubieras sido el novio? -le preguntó Jesús posando en él sus profundos ojos.
Natanael callaba. No veía con claridad qué habría hecho en tal caso. Dudaba entre arrojarlas de allí, puesto que la puerta estaba cerrada y así lo mandaba la ley, o apiadarse de ellas y abrirles la puerta…
– ¿Qué habrías hecho tú, Natanael, si hubieras sido el novio? -volvió a preguntar Jesús. Sus ojos acariciaban lenta, obstinadamente, como una plegaría, el rostro puro y exento de malicia del zapatero.
– Habría abierto… -respondió en voz baja para que el anciano no le oyera; no había podido resistir aquella mirada del hijo de María.
– Enhorabuena, Natanael, amigo -dijo alegremente Jesús, extendiendo la mano hacia él como para bendecirle-. En este instante, aunque sigas vivo, acabas de entrar en el Paraíso. El novio hizo exactamente lo que tú dijiste. Ordenó a los servidores: «Abrid la puerta. Esto es una boda. Que todo el mundo beba y se regocije. Que entren las vírgenes alocadas. Lavadles y untadles los pies, pues han corrido mucho.»
Bajo las largas pestañas, los ojos de Magdalena se arrasaron de lágrimas. ¡Ah, si hubiera podido besar aquellos labios que pronunciaban semejantes palabras! En cambio, Natanael resplandecía de pies a cabeza como si ya hubiera entrado en el Paraíso. Pero el anciano de lengua viperina levantó el bastón y gruñó:
– Vas contra la ley, hijo de María.
– La ley va contra mi corazón -respondió con calma Jesús.
Mientras aún hablaba, apareció el novio, lavado, perfumado, luciendo una corona verde sobre sus cabellos tupidos y ensortijados. Había bebido, estaba de buen humor y su nariz brillaba. De un empellón derribó la puerta y los invitados le siguieron al interior de la casa. Jesús entró con Magdalena de la mano.
– ¿Quiénes son las vírgenes alocadas y las prudentes? -preguntó Pedro a Juan en voz baja-. ¿Qué crees tú?
– Que Dios es un padre -respondió el hijo de Zebedeo.
Llegó el rabino y tuvo lugar la ceremonia, nupcial. El novio y la novia estaban de pie en el centro de la casa y los invitados desfilaban, los besaban y les deseaban que engendraran un hijo que salvara a Israel de la servidumbre. Luego comenzaron a sonar los oboes, se bebió, se bailó. Jesús y sus compañeros también bebían y bailaban. Pasaba el tiempo; la luna ascendió en el cielo y volvieron a ponerse en camino. Ya era otoño, pero los días resultaban aún abrasadores y era agradable caminar en la frescura húmeda de la noche.
Caminaban en dirección a Jerusalén; habían bebido y el mundo se había transformado hasta el punto de que sus cuerpos parecían leves como un alma. Caminaban con paso alado; a su izquierda corría el Jordán y a su derecha se extendía la apacible y fecunda llanura de Zabulón, que reposaba al claro de luna, fatigada, feliz. Había cumplido también este año con el deber que desde hacia miles de años Dios le había confiado: hacer crecer las espigas hasta la altura del hombre, cargar las viñas de racimos y los olivos de frutos. Por eso ahora descansaba, fatigada, feliz, como una mujer que acabase de dar a luz.
– ¡Qué gran alegría, hermanos! -repetía una y otra vez Pedro. Aquella caminata nocturna y la dulce camaradería le hacían sentirse completamente feliz-. ¿Vivimos en la realidad? ¿Soñamos? ¿Nos han hechizado? Tengo deseos de cantar una canción para aliviar mi corazón.
– ¡Todos juntos! -dijo Jesús. Comenzó a cantar, ahuecando la voz.
Su voz era débil, pero dulce, llena de pasión. A uno y otro lado de Jesús se alzaban las voces de Juan y de Andrés, melodiosas, llenas de ternura. Durante unos momentos aquellas tres voces delicadas cantaron solas. Quien las oyera habría dicho: «No podrán resistir mucho y pronto caerán las tres, una tras otra.» Pero manaban de una fuente muy profunda y volvían a afirmarse. Y de pronto, ¡con qué alegría, con qué fuerza conmovieron el aire las voces graves, triunfales, viriles de Pedro, Santiago y Judas! Todos juntos, cada cual según su gracia y su fuerza, elevaban al cielo el salmo rebosante de alegría, el salmo de la marcha santa:
«¡Oh, qué bueno, qué dulce habitar los hermanos todos juntos! Como un ungüento fino en la cabeza, que baja por la barba, que baja por la barba de Aarón, hasta la orla de sus vestiduras. Como el rocío del Hermón que baja por las alturas de Sión; allí Yahveh la bendición dispensa, la vida para siempre.»