Jesús se despertó sobresaltado y sintió su cuerpo liviano, como si volara. Nacía el día. Sus compañeros ya se habían despenado y sus miradas saltaban de peñasco en peñasco, de colina en colina, hacia Jerusalén.
Se pusieron en marcha y avanzaron con paso rápido. Caminaban y caminaban, pero parecía que las montañas se desplazaban incesantemente ante ellos y se alejaban. El camino se alargaba interminablemente.
– Hermanos, creo que no llegaremos nunca a Jerusalén. ¿Qué nos ocurre? ¿No veis? ¡La ciudad se aleja a medida que nosotros avanzamos! -dijo Pedro, desesperado.
– Se acerca cada vez más -respondió Jesús-. Animo, Pedro. Avanzamos un poco hacia ella y ella avanza un paso hacia nosotros. Como el Mesías.
– ¿El Mesías? -dijo Judas, volviéndose bruscamente.
– El Mesías llega -dijo Jesús con voz grave-, el Mesías llega, y tú sabes muy bien Judas, hermano mío, cuándo vamos en la dirección correcta para encontrarlo. Si realizamos una acción buena o valerosa, si pronunciamos una palabra bondadosa, el Mesías apresura el paso y llega. Si somos desleales, malvados, cobardes, el Mesías se vuelve sobre sus pasos. Se aleja. El Mesías es una Jerusalén en marcha, hermanos; lleva prisa, lo mismo que nosotros. ¡Apresurémonos a salirle al encuentro! Tened confianza en Dios y en el alma del hombre, que es inmortal.
Se reanimaron y apuraron el paso. Judas volvió a colocarse a la cabeza del grupo y ahora todo su rostro resplandecía de felicidad. «Habló bien -pensaba mientras caminaba-, habló bien; el hijo de María tiene razón. El anciano rabino nos decía lo mismo. La liberación depende de nosotros. Si nos cruzamos de brazos, la tierra de Israel no verá nunca su liberación, pero si todos empuñamos las armas, conoceremos la libertad…»
Judas monologaba sin dejar de andar. De pronto se detuvo, turbado. «Pero, ¿quién es el Mesías? -murmuró-. ¿Quién? ¿Será todo el pueblo?»
El sudor bañaba la frente abrasada de Judas. «¿Será todo el pueblo?» Era la primera vez que se le ocurría semejante idea y estaba perplejo. «¿Será todo el pueblo el Mesías? -repetía en su fuero interno-. Pero en tal caso, ¿qué necesidad tenemos de todos esos profetas, de todos esos falsos profetas? ¿Por qué habríamos de palparlos con angustia para averiguar si son o no son el Mesías? ¡Pero si el Mesías es el pueblo, si todos nosotros somos el Mesías, basta con que empuñemos las armas!»
Reanudó la marcha a paso vivo haciendo girar el garrote.
Y mientras caminaba alegre, y jugaba con su nueva idea como con su bastón, de pronto lanzó un grito: ante él, sobre una montaña de dos cimas, centelleaba, resplandeciente, completamente blanca, altiva, la santa Jerusalén. No llamó a sus compañeros que subían la colina tras él. Deseaba gozar completamente solo de aquel espectáculo tanto tiempo cuanto pudiera. En sus pupilas azules se reflejaron los palacios, las torres, las puertas fortificadas y, en el centro, el Templo, guardado por Dios y hecho de oro, de cedro y de mármol.
Pronto llegaron los otros compañeros y también lanzaron un grito.
– Vaya, cantemos la belleza de nuestra reina -propuso Pedro, el buen cantor-. ¡Adelante, muchachos, todos juntos!
Los cinco formaron un círculo en torno de Jesús, que permanecía inmóvil, y entonaron el himno santo:
«¡Oh, qué alegría cuando me dijeron: Vamos a la Casa de Yahveh! ¡Ya estamos, ya se posan nuestros pies en tus puertas, Jerusalén! Jerusalén, construida cual ciudad de compacta armonía, a donde suben las tribus, las tribus de Yahveh, es para Israel el motivo de dar gracias al nombre de Yahveh. Porque allí están los tronos para el juicio, los tronos de la casa de David. Pedid la paz para Jerusalén: ¡En calma estén tus tiendas, haya paz en tus muros, en tus palacios calma! Por amor de mis hermanos y de mis amigos, quiero decir: ¡La paz contigo! ¡Por amor de la Casa de Yahveh nuestro Dios, ruego por tu ventura!»
XVI
Toda Jerusalén -sus galerías, sus patios, sus plazas- estaba vestida de verde. Celebrábase la gran fiesta de otoño y váyanse construido, con ramos de olivo, sarmientos de vid y palmas de datilera, con pinos y cedros, millares de chozas, según lo ordena el Dios de Israel, en conmemoración de los cuarenta años que los antepasados habían vivido bajo tiendas, en el desierto. La cosecha y la vendimia habían terminado, el año había finalizado y los habitantes de Jerusalén habían colgado todos sus pecados en el cuello de un chivo negro y bien alimentado y, después de tirarle piedras, lo habían arrojado al desierto. Ahora sentían un gran alivio; sus almas se habían purificado, comenzaba un nuevo año, Dios abría un nuevo registro y, durante ocho días, bajo las tiendas de follaje verde, beberían, comerían y glorificarían al Dios de Israel que había bendecido la cosecha y la vendimia y enviado un chivo para cargar con sus pecados. También él era un Mesías enviado por Dios; tomaba sobre sí todos los pecados del pueblo y partía para morir de hambre en el desierto; con él morían los pecados.
Los vastos patios del Templo chorreaban de sangre; cada día degollaban en holocausto rebaños enteros y la ciudad santa hedía a. carne asada, estiércol y grasa. En el aire cargado resonaban los oboes y las trompetas. Los hombres comían y bebían en demasía y su alma se tornaba pesada. El primer día habían entonado salmos, habían orado y se habían prosternado; Jehová, invisible, entraba alegremente en las tiendas y participaba de los festejos comiendo y bebiendo con su pueblo. Algunos iluminados lo habían visto con sus propios ojos haciendo chasquear la lengua y limpiándose la barba. Pero a partir del segundo o tercer día, el exceso de carne y de vino enardecía a los hombres y éstos comenzaban a hacer bromas de mal gusto, a reír obscenamente y a entonar canciones impúdicas.
Hombres y mujeres se abrazaban sin pudor en pleno día; primero en las tiendas y luego, abiertamente, en las calles, sobre la hierba. Desde todos los barrios llegaban, pintadas y embadurnadas de almizcle, las célebres prostitutas de Jerusalén. Los cándidos campesinos y pescadores que habían acudido desde el fondo de la tierra de Canaán para adorar al Santo de los Santos caían en aquellos brazos experimentados y perdían la cabeza. Jamás habían pensado que un beso pudiera encerrar tanta ciencia y tanto sabor.
Jesús caminaba por las calles a paso vivo, con furor, pasaba por encima de hombres ebrios dormidos en tierra y retenía la respiración. Los perfumes, el hedor, los jadeos impúdicos le daban náuseas. Apremiaba a sus compañeros:
– ¡Vamos, vamos rápido! -A su derecha iba Juan y a su izquierda Andrés, y los tres avanzaban cogidos del brazo.
Pero Pedro se detenía a cada instante. Encontraba peregrinos que habían llegado de Galilea y que le ofrecían un vaso de vino y algún bocado y entablaba conversación con ellos. Pedro llamaba a Judas y Santiago también acudía pues deseaba que ningún amigo tuviera motivos de queja contra ellos. Pero los otros tres iban adelante, se apresuraban, se volvían para llamarlos y reanudaban en seguida la marcha.
– ¡Oh, el Maestro podría dejarnos respirar un poco! ¡Todos se divierten! -murmuraba Pedro, que ya estaba achispado-. ¡Qué aguafiestas!
– Te equivocas, pobre Pedro -le decía Judas meneando su maciza cabeza-. ¿Crees que hemos venido para divertirnos? ¿Crees que vamos a una fiesta de bodas?
Pero mientras andaban una voz ronca llamó:
– ¡Eh, Pedro, hijo de Jonás, maldito galileo! ¡Pasas a mi lado, casi me llevas por delante y ni siquiera lo adviertes! ¡Párate a beber una copa conmigo! ¡El vino te abrirá los ojos y me verás!
Pedro reconoció la voz y se detuvo:
– ¡Ah! ¡Celebro verte, Simón, maldito cirenaico!
Se volvió hacia sus dos compañeros y les dijo:
– Muchachos, no hay modo de escapar. Nos detendremos a beber. Simón es un borracho famoso; posee una taberna célebre cerca de la puerta de David. Carne de patíbulo, pero un buen hombre. Debemos homenajearlo.