Era cierto, Simón era un buen hombre. En su juventud había desembarcado procedente de Cirene, había abierto una taberna, y cada vez que Pedro iba a Jerusalén dormía en su casa. Comían y bebían, discutían, bromeaban, a veces entonaban canciones, a veces se iban a las manos y se reconciliaban para volver a beber. Al fin Pedro se arrollaba en un cobertor, se acostaba sobre un banco y dormía. Ahora Simón estaba sentado en su tienda, construida con sarmientos entrelazados; llevaba un cántaro bajo el brazo, empuñaba una copa de bronce y bebía a solas.
Los dos amigos se besaron. Medio ebrios los dos, sintieron un afecto mutuo tan grande que sus ojos se arrasaron de lágrimas. Después de los gritos, los primeros abrazos y las repetidas libaciones, Simón se echó a reír.
– Apostaría la cabeza -dijo- que vais a haceros bautizar. Y hacéis bien; os doy mi bendición. Yo me hice bautizar anteayer y no me arrepiento. La cosa tiene su encanto.
– ¿Y te sientes mejor? -preguntó Judas, que no bebía y se contentaba con comer; estaba enfadado.
– ¿Qué quieres que te diga, amigo mío? Hacía años que no entraba en el agua. El agua y yo estamos en guerra declarada. Yo soy un hombre que bebe vino; el agua es para las ranas. Pero anteayer me dije: vaya, ¿y si fuera a hacerme bautizar? Todos van al Jordán y no es posible que entre los nuevos iniciados no haya algunos que beban vino; no todos serán idiotas y trabaré relaciones; en suma, iré en busca de clientes. Todo el mundo conoce mi taberna de la puerta de David. Pues bien, me decidí a ir. El profeta es un salvaje, un animal feroz, ¿cómo decirlo? ¡Despide llamas por las narices, Dios mío! Me cogió por el pescuezo y me hundió en el agua hasta la barba. Grité, pensando que aquel maldito me iba a ahogar. Pero salí con bien del enredo y ¡heme aquí!
– ¿Y te sientes mejor? -volvió a preguntar Judas.
– Te juro por el vino que el baño me hizo bien. Mucho bien: me alivió. El Bautista dice que me alivió de mis pecados pero, entre nosotros, yo creo que me alivió de la mugre que llevaba encima. Porque cuando salí del Jordán, flotaba en el agua un dedo de aceite.
Rió a carcajadas, llenó su copa, bebió y dio de beber luego a Pedro y Santiago. Volvió a llenarla y le dijo a Judas:
– ¿Y tú no bebes, artesano? Es vino, amigo, y no agua.
– Nunca bebo -respondió el pelirrojo, rechazando la copa.
Simón abrió desmesuradamente los ojos y dijo, bajando la voz:
– ¿Serás de aquellos que?…
– De aquellos, sí -respondió Judas y con un ademán categórico cortó la conversación.
Pasaron dos mujeres cargadas de afeites; se detuvieron unos instantes y miraron provocativamente a los cuatro hombres.
– ¿Tampoco tienes trato con mujeres? -preguntó Simón, perplejo.
– Tampoco -respondió secamente el pelirrojo.
– Y entonces, ¿para qué vives, infeliz? -gritó Simón, sin poder contenerse-. ¿Puedes decirme para qué hizo Dios el vino y la mujer? ¿Para pasar el tiempo o para hacérnoslo pasar a nosotros?
En aquel instante llegó corriendo Andrés.
– ¡Apresuraos! -gritó-. El maestro tiene prisa.
– ¿Qué maestro?-preguntó el tabernero-. ¿Ese vestido de blanco que va descalzo?
Pero los tres compañeros ya habían partido y Simón el cirenaico, aturdido frente a su tienda, empuñando aún la copa vacía, con el cántaro bajo el brazo, los miraba y meneaba su cabezota: «Debe ser otro Bautista -murmuró-, otro loco furioso. A fe mía, en los últimos tiempos crecen como hongos. Beberé un sorbo a su salud. ¡Que Dios le devuelva el juicio!», dijo y llenó la copa.
Entretanto, Jesús y sus compañeros habían llegado al gran patio del Templo. Detuviéronse y se lavaron los pies, las manos y la boca para entrar en el Templo y prosternarse. Lanzaron una rápida mirada a su alrededor y vieron una sucesión de galerías descubiertas, llenas de hombres y animales, pórticos sombreados, columnas de mármol blanco y azul ceñidas de sarmientos y de racimos de oro. Por doquier había puestos, tiendas, carretas de cambistas, barberos, taberneros, carniceros. En el aire resonaban gritos, juramentos, risas; la casa del Señor olía a sudor y suciedad.
Jesús se tapó con la mano las narices y la boca. Miró a su alrededor: Dios no estaba en parte alguna. «Aborrezco, desprecio vuestras fiestas; la pestilencia de los terneros que me degolláis me da náuseas; no puedo oír vuestros salmos ni vuestros oboes…» Ya no era el profeta, ya no era Dios el que hablaba sino sólo el corazón de Jesús, que sentía náuseas y gritaba. Durante algunos segundos sufrió como un desfallecimiento; todo desapareció de pronto, el cielo se abrió y un ángel de cabellera de fuego se precipitó al aire. De su cabeza salían llamas y humo; se subió a una piedra negra en medio del patio y blandió la espada hacia el Templo orgulloso y recubierto de oro…
El cuerpo de Jesús vaciló; se colgó del brazo de Andrés. Abrió los ojos y vio el Templo y el hormiguero de hombres. El ángel se había ocultado en la luz. Jesús extendió los brazos hacia sus compañeros:
– Perdonadme -dijo-, no resisto más; voy a desvanecerme. Vámonos.
– ¿Sin adorar a Dios? -dijo Santiago, escandalizado.
– Lo adoraremos dentro de nosotros mismos, Santiago -dijo Jesús-. Todo cuerpo es un Templo.
Se pusieron en marcha.
«No soporta la suciedad, la sangre ni los gritos. No es el Mesías…», pensaba Judas, que iba solo delante y golpeaba el suelo con el bastón. Un fariseo en éxtasis se debatía; con el rostro en el último peldaño del Templo, besaba el mármol con rabia y rugía. De su cuello y de sus brazos pendían gruesos rosarios de amuletos, sobrecargados de palabras amenazantes de las Escrituras. Sus rodillas eran callosas como las del camello debido a las continuas prosternaciones; su rostro, su cuello y su pecho estaban cubiertos de llagas abiertas que sangraban. Cada vez que la tormenta de Dios lo arrojaba en tierra, cogía piedras afiladas y se laceraba.
Andrés y Juan se pusieron enfrente de Jesús para que éste no lo viera. Pedro se acercó a Santiago y se inclinó sobre su oído.
– Tú lo conoces -dijo-. Es Santiago, el hijo mayor de José el carpintero. Recorre las aldeas, vende amuletos y de vez en cuando sufre un ataque, se revuelca por tierra y se desgarra la piel.
– ¿Es el que persigue con rencor al maestro? -preguntó Santiago, deteniéndose.
– El mismo. Dice que deshonra su hogar.
Salieron por la puerta de Oro del Templo, franquearon el valle del Cedrón y se encaminaron hacia el Mar Muerto. Dejaron a su derecha el huerto de Getsemaní. Por encima de ellos, el cielo ardiente resplandecía de blancura. Llegaron al Monte de los Olivos; el mundo se suavizaba un tanto, cada hoja chorreaba luz y los cuervos se abatían incesantemente sobre Jerusalén.
Andrés llevaba a Jesús del brazo y le hablaba de Juan Bautista, su antiguo maestro. Al acercarse a su guarida, humeaba aterrado el olor a fiera del profeta.
– Es el profeta Elías en persona. Bajó del monte Carmelo para curar una vez más el alma del hombre por medio del fuego. Una noche vi con mis propios ojos un carro de fuego que describía círculos sobre su cabeza; otra noche vi cómo un cuervo le llevó en el pico una brasa para comer… Un día me armé de valor y le pregunté: «¿Eres el Mesías?» Dio un salto atrás como si hubiera pisado una serpiente. «No -me respondió lanzando un suspiro-, no. Soy un buey de labranza y él es la simiente.»
– ¿Por qué lo abandonaste, Andrés?
– Buscaba la simiente.
– ¿La hallaste?
Andrés apretó sobre su corazón la mano de Jesús y enrojeció violentamente.
– Sí -respondió, pero tan bajo que Jesús no le oyó.
Descendían a paso lento y respirando entrecortadamente hacia el Mar Muerto. El sol los bañaba en llamas y abrasaba sus cerebros. Ante ellos se alzaban, cada vez más altas, semejantes a una muralla árida, las montañas de Moab; atrás, blancas como la cal, las montañas de Judea. El sendero, lleno de recodos, era escarpado como la pared de un foso profundo y respiraban con dificultad. Todos pensaban: