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– ¿Quién eres? -preguntó; temblaba su voz amenazante.

– ¿No me reconoces? -dijo Jesús avanzando un paso más. Su voz también temblaba. Sabía que de la respuesta del Bautista dependía su destino.

«Es él, es él», pensaba el Bautista. Su corazón batía violentamente y no podía, no se atrevía a decidirse. Alargó aún más el cuello y preguntó de nuevo:

– ¿Quién eres?

– ¿No leíste las Escrituras? -le respondió Jesús con ternura, como haciéndole un reproche. ¿No leíste a los profetas? ¿Qué dice Isaías? ¿No lo recuerdas, Precursor?

– ¿Eres tú? -murmuró el asceta. Lo tomó por los hombros y escrutó el fondo de sus ojos.

– Vine… -dijo Jesús, indeciso, y se detuvo. Se le había cortado el aliento y no podía continuar avanzando. Diríase que adelantaba el pie para tantear, para ver si era capaz de dar un paso sin desplomarse…

Indinado sobre él, el profeta salvaje lo examinaba en silencio. Se preguntaba si había oído alguna vez las palabras bellas y terribles que habían salido de los labios de Jesús.

– Vine… -repitió el hijo de María en voz tan baja que el propio Judas, que se mantenía al acecho detrás de ellos, con el oído aguzado, no pudo oír. Esta vez el profeta se estremeció; había oído.

– ¿Qué? -dijo. Los pelos se le pusieron de punta. Un cuervo voló sobre ellos, lanzó un grito ronco, semejante al grito de un hombre que se ahoga y que al mismo tiempo ríe o hace bromas… El Bautista se encolerizó. Se agachó y recogió una piedra para arrojársela. El cuervo había desaparecido pero él continuaba buscándolo con los ojos y se regocijaba al sentir que el tiempo pasaba y que su corazón iba apaciguándose poco a poco. Se levantó y dijo:

– Bienvenido. -Lo dijo con calma y lo miró sin ternura.

El corazón de Jesús dio un brinco. ¿Había oído un repique de campanas dentro de su cerebro o el profeta había dicho verdaderamente: Bienvenido? Si era cierto, ¡qué estupor, qué alegría y qué espanto!

El Bautista paseó la mirada a su alrededor por el Jordán, por las cañas, y también por los hombres que, arrodillados en el limo, confesaban públicamente sus pecados; abrazó rápidamente con la mirada su reino para decirle adiós. Luego se volvió hacia Jesús y dijo:

– Ahora puedo partir.

La voz de Jesús resonó, firme y decidida:

– Aún no. Bautízame antes, Precursor.

– ¿Yo? Tú deberías bautizarme, Señor…

– Habla en voz baja, para que no nos oigan. Aún no llegó mi hora. ¡Ven!

Judas aguzó el oído, pero sólo oyó un murmullo, un murmullo cantarino y alegre como el de dos corrientes de agua que se mezclan.

La multitud que se había reunido en la orilla se hizo a un lado. ¿Quién era aquel peregrino? Se había quitado la sotana blanca y el sol caía sobre él y lo cubría. Sin confesar sus pecados, entraba en el agua con porte noble y paso tranquilo y firme. El Bautista marchaba delante y los dos entraron en el agua azulada. Una roca emergió del agua y el Bautista trepó a ella; a su lado, Jesús marchaba sobre la arena del fondo y el agua abrazaba su cuerpo hasta la barbilla.

En el momento en que el Bautista alzaba la mano para derramarle aguas sobre el rostro y rezar la oración, el pueblo lanzó un grito: la corriente del Jordán acababa de detenerse bruscamente y desde todas partes llegaban cardúmenes de peces multicolores que rodeaban a Jesús y que cerrando y desplegando las aletas y ondulando la cola se pusieron a danzar. Y un espíritu velludo, un anciano cándido, vestido con algas entrelazadas, ascendió desde el fondo del agua, se apoyó en las cañas y, con la boca abierta, miró el espectáculo que se ofrecía a su vista. Sus ojos estaban desmesuradamente abiertos de alegría y terror.

Al ver aquellas maravillas, el pueblo enmudeció. Muchos cayeron con la faz en tierra para no continuar mirando; otros tiritaban en aquel horno solar; alguien vio al anciano salir del fondo del agua, cubierto de barro, gritó: «¡El Bautista!», y se desvaneció.

El Bautista llenó de agua una concha profunda; su mano temblaba y comenzó a derramar el agua sobre el rostro de Jesús: «Bautizo al servidor de Dios», comenzó a decir y se detuvo; no sabía qué nombre debía pronunciar.

Se volvió hacia Jesús para interrogarle y, justamente en el momento en que todos, de puntillas, esperaban el nombre, oyóse el ruido de un ala que descendía del cielo y un ave blanca -¿un ave o uno de los serafines de Jehová?- fue a posarse directamente en la cabeza del bautizado, donde permaneció inmóvil durante algunos instantes. Luego describió de pronto tres círculos, y tres coronas de luz brillaron en el aire al tiempo que el ave lanzaba un grito; habríase dicho que gritaba un nombre secreto, jamás oído, como si el cielo respondiera a la pregunta muda del Bautista.

Los oídos de los hombres zumbaron y sus cerebros se conmovieron. Habían escuchado palabras y un batir de alas, el grito de Dios y el grito de un ave: se consumaba un extraño milagro Jesús puso en tensión todo su cuerpo para oír. Sintió que aquél era su verdadero nombre, pero no logró percibirlo claramente.

Sólo oía vagas palabras, grandes y amargas. Alzó los ojos; el ave ya se había lanzado hacia el cielo y se había convertido en luz, en la luz.

Sólo el Bautista, que vivía desde hacía años en el desierto y en una soledad inhumana, había aprendido el lenguaje de Dios. Comprendió y murmuró para sí mismo, tembloroso:

– ¡Bautizo al servidor de Dios, al hijo de Dios, a la esperanza del hombre!

Con la cabeza hizo una señal al Jordán para que sus aguas reiniciasen su fluir. El misterio se había consumado.

XVII

El sol surgió del desierto como un león. Golpeó a todas las puertas de Israel y desde todas las casas la salvaje oración matinal ascendió hacia el obstinado Dios de los judíos.

«Te cantamos y te glorificamos, ¡oh, Dios nuestro, Dios de nuestros padres, Todopoderoso y terrible, que nos ayudas y nos proteges! ¡Gloria a ti, Inmortal, gloría a ti, defensor de Abraham! ¿Quién puede rivalizar en poder contigo, que eres el rey que mata y resucita y da la liberación? ¡Gloría a ti, Redentor de Israel! ¡Extermina, quebranta y dispersa a nuestros enemigos, pero pronto, mientras estemos en la tierra!”

Al salir el sol, Jesús y Juan Bautista se encontraban sentados en el hueco de un peñasco que caía a pico sobre el Jordán. Durante toda la noche habían tenido el mundo en sus manos; se lo pasaban de uno a otro y se interrogaban para saber qué debían hacer con él. El rostro del Bautista era severo y decidido, sus manos se alzaban y bajaban como si empuñara verdaderamente un hacha y descargara con ella grandes golpes; el rostro de Jesús estaba sereno, aparecía indeciso y sus ojos derramaban piedad.

– ¿El amor no basta? -preguntó.

– No, no basta -respondió el Bautista con violencia-. El árbol está podrido; Dios me llamó y me dio el hacha. Yo la traje y la coloqué al pie del árbol. Yo cumplí con mi deber; ahora tú debes cumplir con el tuyo. ¡Empuña el hacha y golpea!

– Si yo fuera fuego ardería, si fuera leñador golpearía… Pero soy un corazón y amo…

– Yo también soy un corazón y por eso precisamente no puedo soportar la injusticia, el impudor, la infamia… ¿Cómo puedes a amar a los injustos, los infames, los impúdicos? ¡Golpea! Uno de los deberes del hombre, uno de sus deberes más grandes, es la cólera.

– ¿La cólera? -dijo Jesús. Su corazón se negaba a admitirlo-. ¿Acaso no somos todos hermanos?

– ¿Hermanos? -dijo el Bautista sarcásticamente-. ¿Hermanos? ¿Crees que el amor es el camino de Dios? ¡Mira!

Tendió la mano huesuda y vellosa y señaló a lo lejos el Mar Muerto, hediondo como una carroña.

– ¿Te inclinaste sobre sus aguas para ver en el fondo las dos putas, Sodoma y Gomorra? Dios se encolerizó, lanzó el fuego, golpeó el suelo con el pie y la tierra se convirtió en mar y el mar sepultó a Sodoma y Gomorra. Tal es el camino de Dios; síguelo. ¿Qué dicen las profecías? «¡El día del Señor el bosque derramará sangre, las piedras cobrarán vida, se alzarán de las casas construidas con ellas y matarán a sus habitantes!» El día del Señor se aproxima, ya llega. Yo fui quien lo vio primero y lancé una llamada; empuñé el hacha de Dios y la coloqué al pie del mundo. Llamaba y llamaba… A ti te llamaba: viniste y yo me voy.