– Le pediremos al cirenaico -propuso Pedro, para solucionar las cosas- que le diga, si viene…
– ¡No, no! -replicó Andrés-. No podemos dejarlo solo en esta ciudad feroz. Le esperaremos aquí.
– Yo soy de la opinión de regresar a Galilea -repitió con terquedad Pedro.
– Hermanos -dijo Juan, asiendo con un ademán de súplica las manos y los hombros de sus compañeros-, hermanos, pensad en las últimas palabras del Bautista. Extendió los brazos bajo la espada del verdugo y exclamó: «Jesús de Nazaret, abandona el desierto! ¡Yo me voy! ¡Ven tú al encuentro de los hombres! ¡Ven, no dejes solo el mundo!» Estas palabras poseen un sentido profundo, compañeros. Que Dios me perdone si pronuncio una blasfemia, pero…
Su voz se quebró. Andrés le cogió la mano y dijo:
– Habla, Juan. ¿Qué cosa terrible presientes, que no te atreves a revelar?
– …Si nuestro maestro fuera el… -balbuceó.
– ¿Quién?
La voz de Juan resonó, débil, ahogada, llena de terror.
– …¡el Mesías!
Todos se sobresaltaron. ¡El Mesías! ¡Habían pasado mucho tiempo junto a él y aquella idea jamás se les había ocurrido! Al principio le creían un hombre animoso, un santo que traía el amor al mundo; más tarde lo habían tomado por un profeta, aunque no por un profeta salvaje como los antiguos, sino alegre mejor domesticado. Hacía descender a la tierra el reino de los cielos, es decir la vida fácil y la justicia. Llamó Padre al Dios de Israel, a aquel Dios terco, al Dios de sus antepasados, a Jehová; y apenas le hubo llamado padre, aquel Dios se había ablandado y todos los hombres se habían convertido en hijos suyos… Y ahora, ¿qué palabra se había escapado de los labios de Juan?… ¡El Mesías!
¡Aquello equivalía a decir la espada de David, la omnipotencia de Israel, la guerra! ¡Y ellos, los discípulos, los primeros que le siguieron, serían grandes señores, tetrarcas y patriarcas que rodearían su trono! ¡Del mismo modo que Dios está rodeado en el cielo de ángeles y arcángeles, ellos serían tetrarcas y patriarcas en el reino de la tierra! Sus ojos despedían chispas.
– Retiro lo que dije, compañeros -dijo Pedro, completamente ruborizado-. Jamás le abandonaré!
– ¡Yo tampoco!
– ¡Yo tampoco!
– ¡Yo tampoco!
Judas escupió con cólera y descargó un puñetazo en el marco de la puerta.
– ¡Vaya, qué valientes! -les gritaba-. Cuando lo creíais débil no pensabais más que en huir. Pero ahora que habéis olfateado esplendores, decís: «Jamás le abandonaren ¡Pues bien, todos le abandonaréis un día, lo dejaréis completamente solo! ¡Acordaos de lo que os digo! ¡Yo seré el único que no le traicionará! ¡Tú, Simón de Cirene, eres testigo de mis palabras!
El tabernero, que los escuchaba y reía tras sus largos bigotes, guiñó el ojo a Judas y dijo:
– ¡Míralos, y éstos son los que quieren salvar el mundo!
Pero sus narices sintieron un olor procedente del patio y exclamó:
– ¡Se quema la cabeza de cordero! -Fue corriendo al patio.
Los compañeros se miraban entre sí, confusos.
– ¡Por eso el Bautista, al verlo, se quedó con la boca abierta! -dijo Pedro, golpeándose la frente.
– ¿Y visteis la paloma que revoloteó sobre su cabeza cuando se hacía bautizar?
– No era una paloma; era un relámpago.
– No, no, era una paloma; zureaba.
– No zureaba, hablaba. La oí muy bien. Decía: ¡Santo! ¡Santo! ¡Santo!
– ¡Era el Espíritu Santo! -dijo Pedro, y sus ojos se llenaron de alas de oro-. ¡El Espíritu Santo descendió del cielo y todos quedamos petrificados, recordadlo! Yo quise mover el pie para acercarme pero estaba entumecido, ¡y no pude moverme! Quería gritar, pero mis labios no llegaban a juntarse. El viento se detuvo y todo -las cañas, el río, los hombres, las aves- todo quedó paralizado de espanto. Únicamente se movía la mano del Bautista, se movía gravemente y lo bautizaba…
– ¡Yo nada vi, nada oí! -dijo Judas, irritado-. Vuestros ojos y vuestros oídos estaban ebrios.
– ¡Tú no has visto, pelirrojo, porque no has querido ver! -replicó rudamente Pedro.
– Y tú tienes visiones. Tú viste porque querías ver. Tenías deseos de ver al Espíritu Santo y viste al Espíritu Santo. Y lo más gracioso es que ahora haces que lo vean estos atolondrados. ¡Los confundes!
Hasta ese momento Santiago había escuchado sin pronunciar palabra. Se comía las uñas y callaba, pero ya no pudo contenerse y dijo:
– Escuchadme, compañeros, no nos abrasemos como la paja. Analicemos con calma ¡a cuestión. Primero ¿es cierto que el Bautista ha pronunciado tales palabras antes de que le cortaran la cabeza? Me resulta muy difícil creerlo. ¿Estuvimos allí alguno de nosotros para oírlo? En segundo lugar, aun cuando el Bautista pensara aquellas palabras, no las habría pronunciado porque el rey hubiera enviado espías para saber quién era aquel Jesús que estaba en el desierto; lo hubiera apresado y lo hubiera degollado, igual que al Bautista. Dos y dos son cuatro, como dice mi anciano padre. Así que, ¡no nos calentemos los sesos!
Pero Pedro se enfadó y dijo:
– ¡Yo digo que dos y dos son catorce! La razón puede decir lo que quiera, ¡que el diablo se la lleve! ¡Sírvenos vino, Andrés! Ahoguemos el cerebro en vino para ver con claridad la cuestión!
Un coloso de mejillas arrugadas, descalzo y envuelto en una sábana blanca, entró en la taberna. De su cuello pendían hileras de amuletos; se llevó la mano al pecho y saludó:
– ¡Salve, hermanos, me voy! Voy en busca de Dios. ¿Queréis que le transmita algún mensaje vuestro?
Y sin esperar la respuesta, salió corriendo y entró en la casa contigua.
Justamente en aquel momento apareció el tabernero con la bandeja y la taberna se llenó de un delicioso olor. Alcanzó a ver al extraño visitante y exclamó:
– ¡Buen viaje! ¡Salúdale en mi nombre! ¡Otro más! -añadió y se echó a reír a carcajadas-. Caramba, estoy por creer que llega el fin de los tiempos; el mundo está lleno de locos. Parece que éste vio a Dios anteanoche, justamente cuando se disponía a orinar. ¡Desde entonces no quiere ya vivir! No quiere comer. Dice: «¡Estoy invitado en el cielo y allí comeré!» Se cubrió con una mortaja y corre de puerta en puerta, recibiendo mensajes para Dios… Mirad lo que sucede a los que frecuentan demasiado a Dios. Tened cuidado, amigos; escuchad un buen consejo: ¡no os acerquéis demasiado a Dios! Adoro su gracia, pero desde lejos. ¡Apartaos de Dios!
Colocó en el centro de la mesa la bandeja con la cabeza de cordero humeante. Sus labios, sus ojos y sus orejas reían.
– Una cabeza recién cortada -dijo-. La de Juan Bautista. ¡Buen apetito!
Juan sintió náuseas y se apartó. La mano de Andrés, alargada ya, quedó suspendida en el aire. La cabeza servida en la bandeja los miraba, uno por uno, con sus ojos turbios, abiertos, inmóviles.
– Miserable Simón -dijo Pedro-. Nos harás sentir asco y no podremos comer el cordero. ¿Cómo quieres que ahora le saque los ojos, que tanto me gustan? Creería comerme los del Bautista.
El tabernero se retorcía de risa y dijo:
– No te preocupes, Pedro; yo me los comeré por ti. Pero primero comeré su lengua, que proclamaba, ¡el cielo la proteja!: «¡Arrepentios! ¡Arrepentios! ¡Ha llegado el fin del mundo!» ¡Antes llegó tu propio fin, desdichado!
Dicho esto, sacó su cuchillo, cortó la lengua y se la comió de un bocado. Bebió luego un vaso lleno y se puso a admirar sus barricas.
– ¡Bah, amigos! ¡Vaya, me apiado de vosotros! Cambiaré de tema para haceros olvidar la cabeza de Juan Bautista y permitiros comer la del cordero… Bien, ¿podéis adivinar quién pintó aquellas obras maestras que admiráis en las barricas, el gallo y el puerco? Pues mi modesta persona, con estas manos que veis, las pintó. ¿Qué os creíais? ¿Y sabéis por qué pinté un gallo y un puerco? ¡No, no podéis saberlo, malditos galileos! ¡Os lo diré para iluminar vuestro pequeño cerebro!
Pedro continuaba mirando la cabeza de cordero y se relamía, pero aún no se atrevía a tender la mano para sacarle los ojos y comérselos. Continuaba pensando en el Bautista. El cordero lo miraba con los ojos desmesuradamente abiertos, del mismo modo que solía hacer el Bautista.