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Se ruborizó y bruscamente adoptó una decisión: «Debo abandonar esta ciudad. Aún no llegó la hora de mi muerte. Aún no estoy preparado… Dios mío -suplicó nuevamente-, dame tiempo; tiempo, nada más que tiempo…» Hizo una señal a sus compañeros y dijo:

– Compañeros, volvemos a Galilea. ¡En el nombre del cielo!

Los compañeros corrían hacia el lago de Genezaret como caballos fatigados y hambrientos que se dirigen hacia la querida cuadra. El pelirrojo Judas abría la marcha y avanzaba silbando. Hacía años que no sentía tan alegre su corazón. Ahora le agradaban mucho el rostro, la aspereza y la voz del maestro… «Mató al Bautista -se repetía incesantemente- y lo lleva en sí; el cordero y el león se han confundido para no formar más que un solo ser. ¿Será el Mesías, como los monstruos antiguos, león y cordero a la vez?» Marchaba silbando. «No es posible que continúe guardando silencio; una de estas noches, antes de que lleguemos al lago, despegará los labios. Nos dirá su secreto; sabremos entonces qué hizo en el desierto, si vio al Dios de Israel y qué cosas se dijeron. Entonces juzgaré.»

Pasó la primera noche. Jesús, silencioso, miraba las estrellas. A su alrededor, los compañeros, fatigados, dormitaban. Sólo centelleaban en la oscuridad los ojos azules de Judas… Ambos velaban, uno frente a otro, sin hablar.

Reanudaron la marcha al despuntar el día. Dejaron atrás las piedras de Judea y entraron en las tierras blancas de Samaría. El pozo de Jacob estaba desierto; ninguna mujer sacaba agua de él para darles de beber. Cruzaron rápidamente las tierras heréticas hasta que aparecieron las amadas montañas: el Hermón cubierto de nieve, el risueño Tabor y el santo Carmelo.

Caía la noche; se acostaron bajo un tupido cedro desde donde vieron desaparecer el sol. Juan dijo la oración vespertina: «Abrenos tu puerta, Señor. El día se va, cae el sol, el sol desaparece. Nos presentamos ante tu puerta, Señor, ábrenos. Te suplicamos, Eterno, que nos perdones. Te suplicamos, Eterno, que tengas piedad de nosotros. ¡Sálvanos, Eterno!»

El aire presentaba un tinte azul oscuro, el cielo había perdido al sol y aún no había hallado las estrellas y se inclinaba hacia la tierra, despojado de sus ornatos. En aquella penumbra incierta destacaban las manos finas y alargadas de Jesús, posadas en tierra, completamente blancas. La oración vespertina aún circulaba por el aire produciendo su efecto. Oía las manos de los hombres que golpeaban, desesperadas, temblorosas, a la puerta del Señor; pero la puerta no se abría. Los hombres golpeaban y gritaban. ¿Qué gritaban?

Cerró los ojos para oír mejor. Las aves diurnas se habían recogido en los nidos y las nocturnas no habían aún abierto los ojos; las aldeas de los hombres estaban lejos y no se oía ni un solo rumor humano, ni un solo ladrido. Los compañeros murmuraban la oración vespertina, pero tenían sueño y las palabras sagradas naufragaban en el fondo de sus seres, sin hallar eco. Pero Jesús oía en su interior a los hombres que golpeaban a la puerta del Señor, que golpeaban a su propio corazón. Golpeaban a su corazón cálido de hombre y gritaban:

– ¡Ábrenos! ¡Ábrenos! ¡Sálvanos!

Jesús se llevó la mano al pecho como si él mismo golpeara y suplicara a su corazón que se abriera. Y mientras luchaba creyéndose completamente solo, sintió que a sus espaldas alguien lo miraba. Se volvió. Los ojos fríos de Judas estaban clavados en él. Jesús se estremeció. El pelirrojo era una fiera orgullosa, indomable. Era el compañero a quien sentía más cerca y, a la vez, más lejos de su persona. Al parecer, no tenía que dar cuentas de sus actos más que a sí mismo. Jesús le tendió la mano derecha y le dijo:

– Hermano Judas, mira. ¿Qué tengo aquí?

El pelirrojo alargó el cuello en la oscuridad.

– Nada -respondió-. No veo. nada.

– Pronto lo verás -dijo Jesús sonriendo.

– El reino de los cielos -dijo Andrés.

– La simiente -dijo Juan-. ¿Te acuerdas, maestro, de lo que nos dijiste la primera vez que nos hablaste, a orillas del lago: «El sembrador salió para sembrar su simiente»?

– ¿Y tú, Pedro? -preguntó Jesús.

– ¿Qué quieres que te diga, maestro? Si interrogo a mis ojos, nada. Si interrogo a mi corazón, todo. Mi espíritu oscila entre los dos.

– ¿Y tú, Santiago?

– Nada. No tienes nada, maestro, perdóname.

– ¡Mirad! -dijo Jesús, y alzó el brazo con violencia. Al ver que lo alzaba y lo bajaba violentamente, los compañeros sintieron miedo. Las mejillas de Judas enrojecieron de alegría y todo su rostro resplandeció. Cogió la mano de Jesús y la besó.

– ¡Maestro -exclamó-, lo he visto! ¡Lo he visto! ¡Empuñas el hacha del Bautista!

Pero enseguida sintió vergüenza. Estaba furioso por no haber contenido su alegría. Se apartó nuevamente del grupo y fue a apoyarse contra el tronco del cedro. Oyóse entonces, calma, grave, la voz del maestro:

– Me la trajo y la colocó al pie del árbol podrido. Para eso nació, para traérmela. El no podía ir más lejos. Yo vine, me agaché y tomé el hacha. Para eso nací. Ahora comienza mi verdadera misión, que consiste en abatir el árbol podrido… Creía que era un novio y que llevaba en la mano una rama de almendro en flor, cuando en realidad era un leñador. ¿Recordáis cómo paseábamos, cómo bailábamos en Galilea, cómo proclamábamos: La tierra es hermosa, la tierra y el cielo se confunden y pronto el Paraíso va a abrirse para que entremos en él? Aquello era un sueño, compañeros; nos hemos despertado.

– ¿No existe el reino de los cielos? -aulló Pedro, espantado.

– Existe, Pedro, existe; pero está en nosotros. En nosotros está el reino de los cielos y fuera de nosotros el reino del Maligno. Los dos reinos libran una lucha. ¡Una guerra! ¡Nuestro primer deber es abatir a Satán con este hacha!

– ¿Qué Satán?

– Este mundo que nos rodea. Animo, compañeros; no os invité a una boda sino a la guerra. No lo sabía, perdonadme. ¡Pero aquél de vosotros que sueñe con tener una mujer, hijos, campos, que sueñe con la felicidad… que se vaya! No debe avergonzarse. Que se levante, se despida tranquilamente de nosotros y se vaya en paz. Aún está a tiempo.

Calló. Paseó la mirada por los compañeros que lo rodeaban; nadie se movió. El lucero vespertino relucía tras las ramas negras del cedro, como una gran gota de agua. Las aves nocturnas batieron las oscuras alas y se despertaron. De las montañas descendió una fresca brisa. Reinaba una extraña dulzura. Pedro se puso en pie de pronto y exclamó:

– ¡Maestro, te seguiré como tu sombra! Lucharé junto a ti hasta la muerte.

– Acabas de pronunciar palabras graves, Pedro. No me gusta que hables así. Nos internamos por un camino difícil y los hombres nos harán la guerra. ¿Acaso queremos nuestra propia salvación? ¿Acaso el pueblo no lapidó a todos los profetas que se alzaron para salvarlo? Nos internamos por un camino difícil, Pedro, y será necesario que frenes tus impulsos. Domina tu alma, Pedro. La carne es débil; no confíes en ella… ¿Oyes, Pedro? A ti te hablo.

De los ojos de Pedro brotaron lágrimas.

– ¿No tienes confianza en mí, maestro? -murmuró-. El hombre al que miras de esa forma y en el que no confías, un día morirá por ti.

Jesús adelantó la mano, tomó la rodilla de Pedro y la acarició.

– Es posible… Es posible… -murmuró-. Perdóname, amado Pedro. Se volvió hacia los demás y dijo-: Juan Bautista bautizaba con agua y lo mataron. Yo bautizaré con fuego, os lo digo claramente esta noche para que no quepa duda alguna y no os quejéis cuando lleguen las horas terribles. Antes de partir os digo adonde vamos: a la muerte. Y después de la muerte, a la inmortalidad. Tal es el camino. ¿Estáis dispuestos a seguirme?

Los compañeros quedaron petrificados. Ya no jugaba ni bromeaba aquella voz que, repentinamente, se había vuelto severa. Llamaba a las armas. ¿Era menester, pues, morir para entrar en el reino de los cielos? ¿No había otro camino? Eran hombres sencillos, pobres e incultos. El mundo era de los ricos y todopoderosos, ¿cómo podrían medirse con ellos? ¡Si descendieran ángeles del cielo para ayudarlos! Pero ninguno había visto a un ángel que acudiera en socorro de los pobres y de los menesterosos. Por ello, callaban y sopesaban una y otra vez el peligro. Judas los observaba de reojo y sonreía altivamente. Era el único que no dudaba. Entraba en guerra despreciando la muerte, sin preocuparse por su cuerpo y ni siquiera por su alma. Sólo alimentaba una única y gran pasión y le exaltaba perecer por ella.